Jr 1,4-5.17-19
Sal 70(71),1-2.3-4a.5-6ab.15ab.17
Lc 4,21-30
1Cor 12,31–13,13
Las lecturas de este domingo muestran que la salvación de Dios es enviada a todas las gentes. A este envío universal contribuyó el que Israel rechazara dicha salvación porque no comprendía ni aceptaba que Dios obrase de manera asombrosa a través de personas sencillas y de medios normales (Cf. Lc 19,41-44; Rm 11,25-32). Este obrar divino le resultaba escandaloso y contrario a lo esperado, por eso eran perseguidos los profetas y por este motivo fue eliminado el mismo Mesías en quien todas las promesas eran cumplidas.
La historia de Israel, en la que estamos enraizados los cristianos, testimonia y nos enseña que Dios, en quien vivimos, nos movemos y existimos, nos reclama un corazón abierto para percibir su presencia y acción salvífica en lo más ordinario y simple de nuestra existencia. Tan simple y, al mismo tiempo, tan potente como es la caridad a la que Pablo exalta en su maravilloso “himno” escrito a los Corintios y en la que nos exhorta a todos a caminar y crecer en nuestra vida diaria, si es que hemos conocido que “Dios es amor” (Cf. Rm 5,8; 8,31-39; 1Jn 4,8.16).
En la primera lectura, Jeremías escribe la experiencia de su vocación después de haber ejercido durante unos veintitrés años su ministerio profético (Cf. Jr 36,2), que se extendió entre los años 627-580 a.C. En aquel entonces vivía el profeta un periodo de gran sufrimiento. Reconocía que su misión había sido un fracaso total pero también era consciente, al recordar la gracia inicial recibida, de que era Dios quien le había llamado y de que él no había hecho otra cosa que obedecer su voz. Por consiguiente, esta página inicial de su libro está escrita por un hombre desilusionado, conocedor de sufrimientos y experimentado en multitud de fracasos, de burlas y denigraciones causadas por haber sido fiel a su vocación profética.
A lo largo de todos esos años, Dios había manifestado su fortaleza en la debilidad de Jeremías. El profeta se había sentido incapaz e inadecuado para hablar (Jr 1,6); era simplemente un hombre débil que amaba la paz y a su pueblo, pero en cuya boca Dios había puesto sus palabras (Jr 1,10) y en cuyos ojos había derramado su luz para que entendiera el significado profundo de los eventos cotidianos (Jr 1,11-16), hasta convertirle en un “muro de bronce”, en un hombre polémico frente a todo el país (Jr 1,18), capaz de asustar incluso a sus propios adversarios (que le llamarán “terror del entorno”, Jr 20,10). Su profecía se había extendido también contra todas las naciones paganas circundantes — Egipto, Filistea, Moab, Amón, Edom, Damasco, Cadar y Jazor, Elam y Babilonia (Jr 46–51) —, manifestándose como un verdadero “profeta de los gentiles” (Jr 1,5).
Después de todo este tiempo transcurrido, Jeremías comprendía claramente que Dios había estado siempre junto a él “para librarle” de todas las guerras que le habían hecho (Jr 1,19), y era consciente de que la razón profunda de su existencia encontraba su raíz fundamental en Dios mismo y en su voluntad: «Antes de formarte en el vientre, te escogí; antes de que salieras del seno materno, te consagré: te nombré profeta de los gentiles» (Jr 1,5). En consecuencia, había comprendido que si no hubiera proclamado (y continuaba anunciando) las palabras de Dios que quemaban sus entrañas (Cf. Jr 20,9), sería un proyecto inconcluso o desfigurado, jamás plenamente realizado ni para Dios ni para sí mismo.
Pero las autoridades de Judá no le aceptaron como profeta. Jeremías pertenecía, de hecho, a la estirpe sacerdotal exiliada en Anatot (Cf. 1Re 2,26-27), que había sido excluida del servicio sacerdotal en el Templo de Jerusalén. ¿Podía, entonces, venir una “palabra del Señor” a través de aquel pobre hombre y sacerdote contradicho, según la tradición, por Dios mismo? Por este motivo, sus palabras fueron consideradas provenientes de un exaltado, de un iluso y de un buscador de “prestigio” que trataba de ganarse nuevamente la admisión en el servicio del Templo. Y este prejuicio les impidió discernir que era Dios quien libraba a Jeremías de todas las tramas levantadas contra él para destruirle y quien, a pesar de toda la persecución ejercida contra él, le mantenía firme en su proclamación como una “columna de hierro” o una “muralla de bronce”.
Este desprecio de la pobre figura de Jeremías y la apertura de su mensaje a los gentiles, vincula la primera lectura con el evangelio, en el que Jesús, aparentemente “el hijo de José” y un “nazareno” más, anuncia ante sus compaisanos que la Buena Noticia de Isaías (61,1-2; Lc 4,18-19), que en Él se cumple, recibirá mejor acogida entre los gentiles que en su propio pueblo.
Los nazarenos, como la mayoría en Israel, pensaban que Dios, al igual que en la liberación de Egipto, iba a actuar de manera asombrosa para rescatarles de todas las opresiones, en concreto de la dominación del imperio romano. Por eso en vez de aceptar el don divino que en aquel momento (“en la proclamación de aquel sábado”) y en aquella persona concreta les era ofrecido, creyeron tener el derecho de exigir a Jesús que, si era el Mesías, realizase ante ellos signos y prodigios extraordinarios, tal y como lo había hecho presumiblemente en Cafarnaúm (Cf. Lc 4,23). Vemos así que el problema del corazón humano es aquel de no abrirse a la iniciativa divina que obra de manera gratuita y sencilla, como quiere y en quien quiere, para responder a las esperanzas humanas y llevar a cumplimiento su plan de salvación. Bien podríamos preguntarnos si estamos verdaderamente abiertos también nosotros a la palabra y al obrar de Dios que nos llega diariamente a través de personas conocidas y de los hechos sencillos y cotidianos que vivimos.
Jesús es consciente de que, al igual que pasó con los profetas enviados por Dios a Israel, también Él — el verdadero Profeta a quien todos los demás apuntaban y de quien eran pálidas figuras —, será rechazado por su pueblo (Lc 4,28-29). Por eso les recuerda a Elías y Eliseo, cuyo ministerio profético encontró mejor eco entre los gentiles que entre los israelitas (Cf. Lc 7,11-17; 9,52-55.61-62), como muestran los ejemplos de la viuda de Sarepta y del sirio Naamán, a quienes alcanzó la benevolencia divina mediada por tales profetas. De este modo Jesús deja sobrentendidas dos cosas: por una parte, que Dios actúa como quiere y que lo está haciendo allí, por medio de Él, de un modo único y definitivo, y, por otra parte, que el proyecto salvífico de Dios, que Él llevará a cumplimiento, no se limita ni a Nazaret ni a Israel, sino a toda la humanidad. Es más, afirma Jesús que los gentiles lo acogerán mucho mejor que Israel. Y así lo mostrará Lucas cuando, en la segunda parte de su obra, es decir, en los Hechos de los Apóstoles, narre la misión gentil, evocando esa respuesta positiva de los paganos frente al amplio rechazo del Evangelio por parte de las autoridades judías y del pueblo elegido (Cf. He 10,34-35; 13,46-47; 28,25-28).
Estas palabras nos apelan hoy, y siempre, a que tengamos un corazón abierto y disponible para acoger a Dios en las cosas más simples, tal y como acontece en la misma Eucaristía que estamos celebrando y en la que Dios desafía nuestra mente al realizar algo maravilloso del modo más sencillo. Más allá de todo lo que conlleva la ceremonia litúrgica, la Eucaristía, en sí misma, es tan simple como comer juntos un poco de pan y beber un poco de vino, aunque, por la acción del Espíritu Santo, hayan sido transformados en el Cuerpo y la Sangre del Señor.
Sin embargo, hoy, como ayer, seguimos buscando lo asombroso y prodigioso, y despreciando el obrar sencillo pero poderoso de Dios. Nos sentimos atraídos por la tecnología y las ciencias físicas, biológicas y químicas, cuyo desarrollo ha sido enorme en los últimos tiempos y cuyos descubrimientos no dejan de sorprendernos cada día. Y aunque estas ciencias y sus adelantos sigan sin dar una solución a los problemas profundos de la existencia humana (“¿Quién soy? ¿Por qué existo? ¿Por qué sufro y muero? ¿Cuál es mi destino?”), son muchos los que hinchados por la ciencia se cierran al conocimiento profundo de la existencia y de la vida, conocimiento que Cristo desvela pero cuya simplicidad causa “escándalo” al reclamar también humildad, sencillez y entrega total de la persona que a Él se acerca.
Qué difícil resulta, por tanto, ver la acción de Dios en las cosas cotidianas y estar abiertos al mismo tiempo a ser instrumentos de su gracia obrando con cariño y caridad en toda circunstancia. La “caridad” es el camino más excelente del que nos habla Pablo. Un camino, sin duda, sencillo y cotidiano, aprendido también en el seno de la familia, en la educación insistente a ser pacientes, amables y tranquilos, y a estar disponibles para servir a los demás y para confiar en la bondad a pesar de las dificultades y debilidades que puedan encontrarse. Es un camino ordinario que, en Jesucristo, ha sido llevado a su plenitud y ha quedado abierto hacia la eternidad para que todos aquellos que lo practican unidos a Él entren en ella, dado que el impedimento del pecado, del Mal y de la Muerte, que podían poner un freno a la práctica de la caridad, ha sido definitivamente vencido por Él.
Pidamos, por tanto, al Señor que ilumine nuestros ojos para discernir su presencia en nuestras vidas, dándonos un corazón humilde y dócil que se adhiera lleno de confianza a su obrar en las cosas más sencillas, y a su voluntad que, lejos de las grandiosidades que nos imaginamos, se realiza en las actividades de cada día cuando son efectuadas con responsabilidad y amor.