Sb 18,3.6-9
Sl 32(33),1.12.18-19.20.22
Lc 12,32-48
Heb 11,1-2.8-19
En el evangelio de esta semana, Jesús instruye a sus discípulos sobre la necesidad de estar siempre bien dispuestos para recibirle cuando regrese definitiva y abiertamente como el Señor que es de todo y, particularmente, ellos en quienes ha depositado su Evangelio. Esta preparación necesaria para acoger acción e irrupción de Dios en la propia historia, y participar activamente en ella, se vislumbra claramente en la primera lectura, donde se nos cuenta cómo los hebreos estuvieron perfectamente preparados para realizar el éxodo de Egipto. Por otra parte, no hemos de olvidar que, por lo que se refiere al Reino de Dios, es imprescindible la fe para tener esa disposición, fe sobre la que se centra más específicamente la segunda lectura.
La semana pasada veíamos que la actitud del rico de la parábola, que ponía en sus muchos bienes la seguridad y felicidad de su vida, era considerada y juzgada necedad por Dios. El discípulo, por el contrario, “vendiendo sus bienes y dándolos en limosna” (Lc 12,33), evidencia que hace depender su vida de Dios y no de las riquezas. La sabiduría del discípulo se ve en esa disposición para seguir a Jesús y obedecerlo con total confianza, mostrando así su prontitud para recibirle como Señor y, juntamente con Él, recibir a Dios-Padre cuando llegue el momento. Y lo que le mueve a realizar este desprendimiento es su fe en las palabras que previamente ha dicho Jesús: «Vuestro Padre ha tenido a bien daros el Reino» (Lc 12,32), es decir, Dios será fiel y amoroso hacia aquellos que confían en Él acogiendo y obedeciendo a Jesús como su Hijo y Mesías, hasta el punto de manifestarse hacia ellos como Padre y, por tanto, de actuar en sus vidas para transformarlos a la “imagen y semejanza” del Hijo. Y, en cuanto hijo, el “tesoro” del discípulo no pueden ser los bienes de este mundo, sino el Cielo, es decir, la comunión de vida y de amor con Dios y los justos, puesto que es allí, en el Cielo, donde ha puesto ya su corazón.
Los discípulos deben vivir como siervos que esperan el retorno de su patrón. Si al morir, Jesús se “aleja” y se esconde de la visión terrena de los hombres, con su resurrección y ascensión ha sido establecido por Dios como Señor del universo. Él es, por tanto, el Patrón-Señor que volverá (Cf. Lc 12,36-37.43). De hecho, ya retorna, de modo “escondido”, a través de los sacramentos y de la predicación, pero lo hará de un modo visible en primer lugar, para cada uno, inmediatamente después de la muerte y definitivamente, para toda la humanidad, con su venida gloriosa en la parusía. Dado que este retorno cierto del Hijo del hombre puede acaecer en cualquier momento, los discípulos deben estar siempre preparados con “la cintura ceñida y encendidas las lámparas”, como signo de que esperan verdaderamente al Señor para abrirlo en cuanto llegue y “llame a la puerta” (Cf. Lc 12,35).
Sin embargo, los discípulos corren el riesgo de desviarse y conducirse como necios en su vida, comportándose sin esperar el retorno del patrón al pensar que tarda mucho y que ya habrá tiempo de cambiar de conducta (Cf. Lc 12,40); e incluso, aquellos que hayan sido puestos como “administradores” de la casa del patrón pueden pensar que son autónomos y determinar a su antojo qué hacer y entregarse a vivir libertina y abusivamente (Cf. Lc 12,45). De hecho, debemos ser conscientes que cuando no se espera al “Patrón” y el temor de Dios desaparece de los corazones, los excesos se multiplican; si se quita a Dios del horizonte humano y, si hablamos de los discípulos, se niega en la propia existencia a Jesucristo como “el Señor que vendrá”, entonces la persona humana puede llegar a convertirse en el más dañino de todos los “animales”, porque son sus instintos más primarios, convertidos en deseos irrefrenables, los que pasan a gobernar su voluntad como auténticos tiranos que deben ser obedecidos y satisfechos cuanto antes. Jesús lo dice así: «aquel siervo se dice en su corazón: “Mi señor tarda en venir”, y se pone a golpear a los criados y a las criadas, a comer y a beber y a emborracharse» (Lc 12,45). Ignorar u olvidar vitalmente la espera del Señor implica, por consiguiente, seguir una dirección equivocada en la vida, entregarse a la búsqueda de satisfacciones y autocomplacencias que desorientan la razón de la existencia y no permiten crecer en el hombre interior, en el hombre-espiritual, en la dirección hacia la que Dios mismo nos ha creado y que, en su esencia, es crecer en el “amor de caridad” hacia Dios y hacia el prójimo.
Por lo tanto, la expresión “estar preparado” (Cf. Lc 12,40) significa en este contexto tener una relación anticipada y permanente con el patrón que retornará, asumiendo que esa relación con Él es lo más importante en la vida. Esta relación con Jesucristo se manifiesta en la disponibilidad a realizar su voluntad, a escuchar su Evangelio y a adquirir sus mismos deseos y sentimientos, con el fin de llegar a amarle y obedecerle de modo perfecto. Esa relación es primaria y fundamental, y ya anticipa, en sí misma, el retorno del Señor, en cuanto que el discípulo testimonia en su vida la presencia viva de dicho Señor, preparando y realizando aquello que comprende es la voluntad de su patrón y el modo como, dicho patrón, quiere encontrarle a él y a su entorno cuando vuelva.
A la espera del Señor va unida, inseparablemente, la promesa de la felicidad eterna. En efecto, cuando el Señor vuelva, ¡que volverá!, se manifestará a aquellos que le estén esperando de un modo extraordinariamente generoso: «Dichosos los siervos a quienes el señor, al llegar, les encuentre en vela; os aseguro que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y los irá sirviendo» (Lc 12,37). El Señor se mostrará entonces como el Siervo que sirve a sus siervos como si fueran sus señores. El amor de Dios, que es la fuente de la auténtica felicidad, será plenamente dado, por tanto, a quienes ya lo buscaron en esta vida y, según su fe y capacidades, lo pusieron en práctica.
Jesús, el Hijo de Dios encarnado, no dudó en hacerse siervo del hombre (Cf. Lc 22,27). Siendo el Señor, el Maestro y el Patrón de todos, lavó los pies de sus discípulos para mostrarles el camino del servicio y del amor que, en su Pasión, iba a alcanzar el máximo exponente (Cf. Jn 13,3-17). El servicio y el amor van parejos, deben ir juntos y estar inseparablemente unidos, porque sin servicio el amor está vacío y muerto, y sin el amor el servicio llega a desvirtuarse y a ser sentido como una esclavitud, convirtiéndose entonces en causa de murmuración continua y en un juicio inmisericorde hacia el otro al que se sirve. El servicio cristiano podríamos entonces definirlo como “el amor de caridad en acto”.
La fe, como enseña el autor de la epístola a los Hebreos, es la base de nuestra vida cristiana manifestada en el servicio y el amor (Cf. Heb 11,1). La fe nos abre a la esperanza (espera del Señor) y nos mueve a la caridad, a la que tanto la fe como la esperanza alimentan continuamente. La fe nos capacita para ser obedientes y dóciles a Dios, sin exigirle saber qué nos pedirá después o la meta exacta a la que nos guiará, a ejemplo de nuestro padre Abraham que caminó por la fe, “sin saber a dónde iba” (Heb 11,8).
Es la fe, asimismo, la que permite a Dios obrar con potencia en la vida del creyente, realizar en él (y por medio de él) obras extraordinarias que superan las fuerzas humanas, tal y como hizo con Sara quien «recibió fuera de la edad apropiada, vigor para ser madre, pues tuvo como digno de fe al que se lo prometía» (Heb 12,11).
La fe es también la que fortalece para dar testimonio de Dios, incluso con la entrega de la propia vida, sabiendo que Él es más fuerte que la muerte y que, más allá de lo que pueda ocurrir, cumplirá siempre su promesa (que es promesa de vida eterna): «Por la fe, Abraham, sometido a la prueba, presentó a Isaac como ofrenda, y el que había recibido las promesas, ofrecía a su unigénito,… pensaba que poderoso era Dios para resucitar de entre los muertos. Por eso lo recobró para que Isaac fuera también figura» (Heb 11,17-19).
Junto a la fe se da, sin duda, en el creyente el milagro de la oración, ya que ésta es necesaria para que viva unido al Señor en un diálogo permanente, alabándole y pidiéndole incesantemente estar preparados para acogerlo.
Dado que, como hemos señalado, para cada uno, el retorno del Señor le acaecerá personalmente en el momento de la muerte, nunca bajemos los brazos y aceptemos vivir fuera de la gracia de Dios, en una actitud que provocará por parte de Dios la justa condena. Fue lo que acaeció al necio rico de la parábola, y lo que puede suceder a esta generación nuestra que vive centrada exclusivamente en el estado de bienestar, ignorando y olvidando a Dios y persiguiendo a quienes de Él dan testimonio.
Que, por nuestra parte, no dejemos de animarnos los unos a los otros a vivir preparados y esperando el retorno de nuestro Señor Jesucristo. Evitemos, por ello, considerar nuestra vida cristiana como una “lucha” exclusivamente personal, todo lo contrario: no esperamos solos sino en “una casa”, la Iglesia, en la que somos hermanos y miembros de un mismo Cuerpo. Ayudémonos, por lo tanto, sirviéndonos y amándonos unos a los otros como el Señor nos sirvió amándonos hasta el extremo; ayudémonos así a estar preparados para poder discernir y acoger las inspiraciones que por medio del Espíritu Santo nos dé el Señor en cada momento de nuestra vida, de tal modo que ésta se ajuste a su voluntad y vaya siendo transformada y asemejada, por la acción del Espíritu Santo, a su santidad, belleza, armonía y bondad.