Is 50,4-7
Sl 21(22),8-9.17-18a.19-20.23-24
Lc 22,14–23,56
Flp 2,6-11
A lo largo de la Cuaresma, que hoy concluye, la Iglesia nos ha ayudado a comprender y a vivir nuestra existencia como preparación para la Pascua, en particular, para nuestra intransferible pascua personal. Llegará un momento en el que cada uno de nosotros se encontrará en “la Semana de su Pascua”, pero ese evento tan extraordinario de nuestra vida — hacia el que el Espíritu Santo nos guía y nos mueve interiormente para que lo esperemos con sensatez y santidad —, tendría que ser la culminación de muchas “pascuas”, comprendidas y vividas profundamente por cada uno según la medida de su fe.
El Domingo de Ramos nos sitúa, pues, en el mismo “quicio” de la Pascua y, de algún modo, renueva e intensifica para nosotros la invitación que el Padre nos hacía en medio de la Cuaresma, aunque ahora en relación con Jesús sufriente: “Este es mi Hijo: ¡Escuchadle! Contempladle y entregaos a Él”. La Pascua, en cuanto “paso de este mundo al Padre”, tiene para todos, creyentes o no, un único Nombre: Jesucristo, por lo que si queremos “pasar” al Padre tenemos que unirnos total y completamente a su Hijo encarnado: Jesucristo es nuestra Pascua. Y a ello nos invita el relato de la Pasión según San Lucas que hoy se proclama y que presidirá la Semana Santa que estamos comenzando.
Cruzar el “quicio” de nuestro egoísmo para hacer “pascua” significa, por tanto, unirse a Jesús en su misma vida y en su misma muerte, para entrar en la Luz de la resurrección. Por eso podemos decir que nuestra Pascua final está hecha de muchas pascuas en las que hemos ido aprendiendo a adherirnos cada vez más a la misma muerte de Cristo y hemos ido experimentando, ya aquí, el poder de su resurrección (Cf. Flp 3,10-11). Y la fuerza que nos impulsa a dar el paso y a entrar dentro de la pasión no es otra que el Amor con que Jesús nos ha amado. Su muerte fue la muerte que correspondía a un pecador y ese tal es cada uno de nosotros, a cuyo pecado nos ha devuelto su perdón y su misma vida, capacitándonos así para seguirle y poder “entrar” en su misma muerte y Pascua.
En su relato, Lucas evita detenerse en la crueldad de la pasión de Jesús. No emplea, por ejemplo, el término flagelación — Pilato hablará de “castigarle” (Lc 23,22) —, ni refiere la coronación de espinas. Tampoco habla de falsos testigos cuando Jesús está delante del Sanedrín, pues sólo le interesa resaltar el testimonio de Jesús, cuyas respuestas desvelan su dignidad de Mesías e Hijo de Dios. Lucas contempla la pasión con veneración, respeto y, podría decirse, desde lo profundo del mismo corazón de Jesús en el que se revela el porqué de su sufrimiento y, con ello, la profunda verdad y razón que nos mueve a acogerlo: su Amor hacia el Padre y hacia nosotros.
Al contemplar la Pasión, son numerosos los aspectos y actitudes de Jesús que nos llaman la atención y nos apelan a imitarle. En Getsemaní, por ejemplo, Jesús es el Justo que ora y que exhorta a sus discípulos a orar sin cesar “para no entrar en tentación” (Lc 22,40.46). Y también nos enseña a afrontar con misericordia y compasión el mal que puede sobrevenirnos en nuestra vida por ser fieles a la voluntad del Padre. Así lo manifiesta al inicio de su arresto, cuando sana la oreja del siervo del Sumo Sacerdote que uno de sus discípulos había cortado (Cf. Lc 22,50-51). También hacia las mujeres que se duelen y lamentan por Él, muestra su compasión y comprensión, así como su honda preocupación por la suerte que correrá Jerusalén y sus habitantes, cuando les dice: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos» (Lc 23,28). Y en el momento de la crucifixión, expresará a través de su intercesión el amor que rebosaba su corazón hacia los soldados que le estaban crucificando: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34); e igualmente mostrará su generosidad al malhechor arrepentido al asegurarle la participación en su gloriosa victoria: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23,43).
Jesús es el Justo sufriente que afronta la pasión para transformar todo el dolor y el sufrimiento que, por causa del pecado y del mal, caerá sobre Él, en expresión del amor más extraordinario y sublime que jamás nadie podía haber imaginado hacia Dios y hacia la humanidad. El dolor, el pecado, la maldad humana y el sufrimiento (de leprosos, endemoniados, pecadores, adversarios, etc.) que le han salido al encuentro a lo largo de su ministerio y que ha cargado sobre sí devolviendo la curación y el perdón, se acumulan sobre Él en el momento de la Pasión. Y ese dolor “acumulado”, pero transformado en expresión de Amor en su cuerpo crucificado y en su sangre derramada, es el que nos entrega como Alianza eterna: «“Este es mi Cuerpo, que se entrega por vosotros”… “Esta copa es la Nueva Alianza, sellada con mi sangre, que se derrama por vosotros”» (Lc 22,19-20).
Jesús es, asimismo, el Justo inocente en quien no se encuentra ni culpa ni pecado alguno que le separe de Dios y haya introducido en su ser la muerte. Jesús es libre en el sentido más absoluto y el Diablo no tiene dominio alguno sobre Él. Pilato dirá a los Sumos Sacerdotes: «No encuentro ninguna culpa en este hombre» (Lc 23,4); y también después de que Herodes se lo ha devuelto, volverá a repetir a las autoridades del pueblo «No he encontrado en este hombre ninguna de las culpas que le imputáis; ni Herodes tampoco, porque nos lo ha remitido; ya veis que nada digno de muerte se le ha probado» (Lc 23,14-15); y posteriormente, ante la insistencia de la multitud que pide la liberación de Barrabás, Pilato preguntará «Pues ¿qué mal ha hecho éste? No he encontrado en Él ningún delito que merezca la pena» (Lc 23,22). Jesús es, en efecto, el Cordero sin mancha que toma sobre sí la condena de los culpables y acepta ser sacrificado para redimirlos, con el fin de introducir su amor salvífico en lo más profundo del corazón humano y ganarlo para Dios.
Jesús es también el Siervo de YHWH que cumple de manera perfecta la profecía anunciada en la primera lectura: «El Señor me abrió el oído. Y yo no me resistí ni me eché atrás: ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos» (Is 50,5-6). Jesús “no queda defraudado” porque ama al Padre y se deja conducir dócilmente por Él. Y fiel a la voluntad del Padre, pensará más en los otros que en sí mismo, tal y como dice a sus discípulos: «Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve» (Lc 22,27). Jesús es siervo nuestro porque es el Siervo de Dios, y sólo por eso acepta sufrir nuestra suerte de “hijos menores o mayores” que rechazan o no reconocen la bondad del Padre, y transformarla con la fuerza de su inmenso amor. Es así como nos ha servido y es así como no quedó defraudado, como no fue vencido, pues Dios le resucitó de entre los muertos. Pablo, en su carta a los Filipenses, confirma que todo esto se cumplió en Jesús: «Cristo… se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo… se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el “Nombre-sobre-todo-nombre”» (Flp 2,7-9).
Jesús se revela, por tanto, como el Camino que introduce en el seno del Padre, porque Él mismo, con su muerte, ha retornado definitivamente a Aquel que le había enviado. A este retorno se refieren sus últimas palabras, pronunciadas un poco antes de morir: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46).
El contacto con Jesús nos reclama contemplar en Él los mismos ojos que vio Pedro y que le condujeron al arrepentimiento y al renacimiento de su alma (Lc 22,61-62); y conlleva confesar, junto con el centurión, que “Jesús era justo” (Lc 23,47) y, al igual que la muchedumbre que regresaba del patíbulo, “golpearnos el pecho” (Lc 23,48) en señal de duelo y de reconocimiento de nuestras culpas ante la injusta y violenta muerte del Mesías. Sí, ante la muerte de Jesús tenemos que bajar la cabeza, confesar nuestros pecados y acoger su amor que nos purifica y nos renueva para introducirnos al Padre. Él ha vencido la Muerte y cada una de nuestras muertes en su cuerpo y alma rebosantes de Amor, por eso sus llagas y su muerte son la fuente inagotable de nuestra alegría.