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Luz en mi Camino

10 junio, 2024 / Carmelitas
Luz en mi camino. 11º Domingo del tiempo ordinario (B)

Ez 17,22-24

Sal 91(92),2-3.13-14.15-16.

2Cor 5,6-10

Mc 4,26-34

    Las lecturas de esta celebración dominical tienen, como núcleo principal, tres parábolas que, haciendo uso de la naturaleza, presentan una doble perspectiva del Reino de Dios, bien de contraste o bien de crecimiento. La primera, perteneciente al libro de Ezequiel, un profeta exiliado en Babilonia en el s. vi a.C., es la del cedro; las otras dos, la de la semilla que crece por sí sola y la del grano de mostaza, pertenecen al discurso parabólico transmitido por Marcos, en el que Jesús se manifiesta como un Profeta potente en palabras, a la vez que desvela el misterio del Reino de Dios de manera sencilla, incisiva y clara. Todas estas parábolas nos infunden, de uno u otro modo, confianza y esperanza en la acción poderosa de Dios que actúa calladamente en la historia humana.

    Al exponer el contraste, la primera realidad está representada por un comienzo muy pequeño, minúsculo. Así lo expresa el pequeñísimo grano de trigo dejado sobre la tierra, o el diminuto grano de mostaza que, según la opinión popular rabínica de aquel tiempo, era “el más pequeño de todas las semillas de la tierra”. Por consiguiente, el Reino de Dios es una realidad casi imperceptible en comparación con las potentes estructuras político-sociales y culturales de este mundo, por lo que no es de extrañar que tantas veces fracase y que, ante su menudencia e insignificancia, sea objeto de burlas e incomprensiones.

    La otra realidad del contraste presenta la grandeza del éxito final: el grano sembrado muere pero aparece una hierba que crece hasta formar una espiga llena de granos; la semilla de mostaza se convierte en un arbusto que, junto al lago de Tiberíades, llega a alcanzar los tres metros de altura, pudiendo posarse y anidar en él las aves del cielo. Por lo tanto, el Reino de Dios que tiene un inicio tan humilde se transforma en un árbol enorme que ofrece seguridad, protección y paz.

    También en la parábola del cedro proclamada por Ezequiel se vislumbra el contraste. Israel se encuentra en el exilio y su misma existencia como pueblo se ve seriamente amenazada, al estar lejos de la tierra prometida, sin templo y sin rey. Por eso el profeta quiere animar a los exiliados y confirmarlos en la fe y la esperanza en YHWH-Dios. Con este propósito, les recuerda lo que sucede en la naturaleza y lo aplica a la obra que Dios mismo hará con ellos. El Señor toma de la copa del cedro un pequeño ramo que será plantado sobre una montaña elevada y excelsa, es decir, sobre el monte Sión. Pero este ramo está destinado a crecer, a echar ramaje y a producir fruto, a convertirse en “un cedro magnífico, debajo del cual habitarán toda clase de pájaros y toda clase de aves morarán a la sombra de sus ramas” (Ez 17,23). Y el profeta continúa con una enseñanza sobre el obrar del Señor en la historia: «Yo, el Señor, humillo el árbol elevado y elevo al árbol humilde, hago secarse al árbol verde y reverdecer al árbol seco» (Ez 17,24). Esta antítesis entre la prepotencia de unos y la humildad y pobreza de otros aparece en muchos lugares de la Biblia y atraviesa toda la historia de la humanidad. Dios desea cambiar esa situación y hacer que el verdadero derrotado ante los ojos de los potentes de este mundo, es decir, el humillado y vejado que ha confiado en el Señor, ya no lo sea más. Sin embargo, afirma Ezequiel, que para que ese proyecto de Dios se haga realidad es necesario que los desterrados sean humildes y dóciles ahora, en las dolorosas circunstancias que están viviendo, pues quien prefiera aferrarse al poder y a las fuerzas del dinero para sobrevivir a costa del prójimo y al margen de la voluntad de Dios, se encontrará muy pronto con la realidad del Dios que humilla a los soberbios y ensalza a los humildes.

    Otro aspecto muy relevante enfatizado en las tres parábolas es el crecimiento. Se trata del vínculo de unión entre la insignificancia y poquedad inicial y la grandeza y abundancia finales: el Reino, como el grano de trigo o el árbol, arraiga, brota, crece y se hace grande, el más grande. Existe una energía y una fuerza silenciosa y misteriosa, la acción inmanente de Dios, que conduce todo a su plenitud, al margen de lo que uno pueda controlar. Como enseña la parábola del grano que brota y crece por sí mismo, “automáticamente”, existe un movimiento interno, dentro del mismo grano, imagen de la gracia divina que conduce la semilla del Reino y la impulsa desde dentro hacia su plenitud. Existe la potencia del Reino de Dios en acto que, a pesar de la oscuridad de la tierra y de las dificultades exteriores, se extiende y va logrando sus victorias sobre el mal y sobre todo aquello que impide la instauración del amor de Dios en los corazones humanos.

    El Reino de Dios es antes que nada un don divino que actúa dentro de nuestra realidad creada y de nuestra historia humana, personal y social. El Reino de Dios reclama la colaboración humana, pero no es fruto de ella. Dios nos ha creado, nos ha desvelado su presencia, nos ha precedido con su Amor y nos ha salvado en su Palabra encarnada. Por eso estas parábolas confirman que Dios ya está instaurando su Reino y que no obstante su simplicidad y humildad sigue su proceso hasta alcanzar una grandeza y gloria jamás imaginada. Esta es una palabra de esperanza para todos, pero también una llamada a la conversión para quienes piensan que todo depende de ellos y no pueden o no quieren reconocer que Dios es siempre el primero que actúa y el que verdaderamente sostiene todo en su amor potente y misericordioso. Es, asimismo, una palabra de confianza para quienes piensan estar abandonados a su propia fuerza y contingencia, a pasar sin más por este mundo y este tiempo. Jesús nos enseña, sin embargo, que si dejamos que actúe en nuestra debilidad y fragilidad la fuerza del Reino, el mal será vencido y todo será transformado y fecundado por el bien y el amor.

    La Iglesia comenzó su andadura en este mundo de modo muy humilde, como un grano de mostaza. Parecía que, tras la muerte de Jesús, iba a desaparecer para siempre, y sin embargo ha crecido porque tenía en sí la fuerza de la Palabra y de la gracia de Dios que vencen todas las dificultades y persecuciones. El amor de Dios en Cristo es el secreto de todo. La fuerza de la palabra y de la gracia de Dios está en que hace presente en medio de la humanidad ese amor de Dios que ha vencido el mal, el pecado y la misma muerte.

    Tantas veces las circunstancias de sufrimiento, de incomprensiones, de hostilidad por conocidos o desconocidos, de errores propios o ajenos que nos afectan profundamente, hacen que nuestra fe y confianza en Dios, y en nosotros mismos y en el prójimo, decrezcan y nos conduzcan al pesimismo. Necesitamos entonces hacer vida la palabra del Señor y, basados en ella, renovar las fuerzas y el ánimo, ya que el Señor es más fuerte que cualquier otra fuerza y podemos contar con su ayuda y presencia siempre, porque su amor ya obra dentro de nosotros con una potencia extraordinaria. En efecto, Él mismo, a través del sacramento de la eucaristía, manifiesta que sigue a nuestro lado, dentro de nosotros y obrando en nosotros para llevar a cabo su obra de salvación.

    El apóstol Pablo, conocedor del amor victorioso de Dios manifestado en Cristo-Jesús, expresa su plena confianza en el Señor y, lleno de gratitud, se entrega totalmente al cumplimiento de la misión que de Él ha recibido. Y así nos exhorta a que obremos nosotros, «siempre llenos de buen ánimo sabiendo que, mientras habitamos en el cuerpo, vivimos lejos del Señor, dado que caminamos en la fe y no en la visión. Estamos, pues, llenos de buen ánimo y preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor. Por eso, bien en nuestro cuerpo, bien fuera de él, nos afanamos por agradarle» (2Cor 5,6-9).

    Como Pablo, sabemos que es necesario pasar por la muerte para alcanzar la visión y la comunión plena y perfecta con Dios. Por eso, al igual que él, debemos preferir morir para vivir junto al Señor, y como él, sabedores de que un día hemos de comparecer ante el tribunal de Cristo (Cf. 2Cor 5,10), hemos de aprender a realizar cada vez mejor y con más amor y agradecimiento nuestras responsabilidades cristianas, conscientes de que el cumplimiento de la voluntad de nuestro Señor Jesucristo no sólo acerca y hace presente a Dios mismo en medio del mundo sino que también es la garantía de poder alcanzarlo un día.

 

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