Job 38,1.8-11
Sl 106(107),23-26.28-31
2Cor 5,14-17
Mc 4,35-41
El camino del discipulado, iniciado con la llamada de Jesús, se caracteriza por la conversión y la fe, fundamentadas en la Buena Noticia de la cercanía del Reino de Dios (Mc 1,15). Esta cercanía se hace realidad en la persona misma de Jesús. En este camino, el corazón del discípulo va siendo transformado, y bautizado en el Espíritu, a través de las palabras y de las obras de Jesús, que siempre le reclaman conversión y fe hacia su Persona, para conocer más profundamente su identidad y unirse más íntima y vitalmente a Él. El episodio evangélico hodierno relata uno de esos eventos y momentos en los que el obrar y las palabras de Jesús demandan al “corazón” del discípulo un “paso adelante” más radical en su seguimiento.
La actividad taumatúrgica de Jesús, que sigue a la predicación recogida en las parábolas agrupadas en Mc 4,1-34, manifiesta y confirma el origen divino de su enseñanza. Sin dejar la barca desde la que había estado enseñando todo el día (Mc 4,1), Jesús se dirige al atardecer, junto con sus discípulos, “a la otra orilla” del lago. Este “pasar a la otra orilla” es un motivo literario que asume una fuerte carga teológica en Marcos (Mc 4,35; Cf. 5,1; 5,21; 6,45; 8,13). Jesús es el verdadero hebreo (de ‘ābar: pasar; atravesar), es decir, es “el que pasa”, pero no ya el “Mar Rojo” o el Jordán, sino el que “pasa”, y “nos pasa”, definitivamente al Padre. Por eso exhorta a los discípulos “a pasar (junto con Él) a la otra orilla”, esto es, a “la orilla” de la plena comunión de vida con Dios a través de Él. La narración deja claro, asimismo, que los discípulos no pueden realizar por sí mismos este “paso”, esta “pascua” hacia el Padre.
La travesía tiene lugar al caer la tarde, cuando la oscuridad, símbolo del caos primitivo que existía antes de la misma creación, se cierne sobre la tierra. A la oscuridad se une de improviso una gran borrasca con un fuerte oleaje (Mc 4,37). Se vislumbra así que, como trasfondo del evento narrado, está la lucha primordial de Dios — que ahora asume Jesús —, contra las fuerzas caóticas y diabólicas representadas por el viento y, sobre todo, por el mar, a las que domina y somete con la fuerza todopoderosa y creadora de su palabra.
Durante la tormenta, Jesús, cansado después de un día de predicación, duerme profunda y serenamente sobre un cabezal, en la popa de la barca (Mc 4,38; Cf. Jon 1,4-6). Sin embargo los discípulos, no obstante la pericia y experiencia marinera de alguno de ellos, están muy preocupados ante la grave situación que están viviendo, pues “veían irrumpir las olas en la barca, que ya comenzaba a verse anegada por el agua” (Mc 4,37). Son conscientes de que sus vidas están en grave peligro y, no aguantando más, despiertan a Jesús, y le informan de la dramática situación que están viviendo.
La región del corazón dominada por los sentimientos, las emociones y los deseos de supervivencia se pone aquí en cuestión, pues Jesús va a pedir que tales sentimientos sean gobernados por la fe en Él, por la fe que los capacita para “pasar” del caos a la armonía de la confianza en Dios. De hecho, según la concepción bíblica, el “corazón” no es sólo la sede del sentimiento, sino también del pensamiento y de la comprensión, el órgano donde la persona toma seriamente sus posiciones y decisiones, sobre todo respecto a su firme adhesión a la voluntad de Dios (a la que la fe apunta).
Pero en estos momentos, los sentimientos de angustia ante el peligro de muerte prevalecen. Han hecho presa del corazón de los discípulos y, como manifiestan sus palabras, el miedo a perecer les atenaza: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» (Mc 4,38). Es de este modo y con estos sentimientos como despiertan a Jesús, como si Él no estuviera en peligro de muerte, como si viviese “en otra realidad”. Las palabras de los discípulos dejan entrever una fuerte acusación contra el Maestro: “En realidad — parecen decirle —, no tienes ningún interés en nosotros, ni te importamos nada, ni te incumbe lo que pueda ocurrirnos”. Si tenemos en cuenta el momento histórico en el que Marcos escribe su evangelio, poco antes del año 70 a.C., este texto era muy significativo para los cristianos que vivían en la Roma imperial, puesto que muchos de ellos estaban siendo conducidos violentamente a los tribunales y, tras ser acusados injustamente, eran torturados, martirizados y asesinados. Las potencias del mal dominaban y prevalecían, y el Señor parecía dormido, como un “guerrero vencido por el embriagante sopor del desinterés”, ajeno al sufrimiento de los suyos.
¡Pero no era así! Despertado, Jesús utiliza el lenguaje típico de los exorcismos, y sin invocar a la divinidad para que le ayude, ordena directamente al viento y al mar que “enmudezcan” (Mc 4,39). Estos obedecen y Jesús manifiesta así que está investido de la misma potencia creadora de Dios, dominador de las fuerzas hostiles de la naturaleza (Cf. Job 38,8-11; Sl 107,28-29). E inmediatamente reprocha a los discípulos su falta de fe en Él: «¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?» (Mc 4,40); puesto que ya han sido testigos de sus milagros (como a la suegra de Simón y al leproso) y de la autoridad y poder de su Palabra.
Los discípulos tienen que ir creciendo en el conocimiento de Jesús y en su confianza en Él, para poder responder a la pregunta que su obrar les plantea y que, en el fondo, es una solemne aclamación: «Pues ¿quién es éste que hasta el viento y el mar le obedecen?» (Mc 4,41). El pánico inicial de los discípulos por el miedo a morir, se transforma en un “gran temor” hacia Jesús, al contemplar la potencia de su palabra. Este “temor” es la antesala que va marcando el “paso” a la auténtica fe y a su entrega plena a Jesús, aunque para esto todavía les queda mucho camino. También las mujeres, al contemplar la tumba vacía y escuchar el anuncio pascual del ángel (Mc 16,8) se verán invadidas de dicho temor que, junto a su silencio, dará el impulso definitivo a la fe en Jesús, muerto y resucitado, Mesías y Señor de la vida y de la muerte.
El texto sigue teniendo plena actualidad para nosotros, quienes, al contemplar la situación presente, no dudamos en plantear a Jesús, de un modo u otro, cuestiones como estas: “Maestro, ¿no te importa que sobre nuestra nación y familia, sobre nuestros valores cristianos que son los tuyos, irrumpan injusticias, desilusiones, falsas esperanzas, persecuciones y males incurables?”. Sí, al contemplar el panorama político actual en el que muchos “jefes de la nación” parecen estar muy interesados en desmembrar al pueblo, en vaciarlo de toda rectitud moral, en “engordar” sus cuentas y aumentar el fasto de sus posiciones sociales, en perseguir sutil y sistemáticamente a la Iglesia, son muchos los corazones cristianos abatidos y angustiados que piensan que tales “olas” inundarán la “barca” de la Iglesia y la hundirán en las profundidades de la desaparición, y que Jesús “duerme sin más, desinteresado de nuestro penar”.
Al igual que a los discípulos, Jesús tampoco nos echa en cara el miedo que, en cuanto reacción natural, todos podemos sentir y difícilmente controlar, pero lo que sí nos reprocha es nuestra incapacidad de confiar en Él, de pensar que está ausente y “reposando” ajeno a nuestra difícil situación porque no le interesamos para nada. Tendríamos que pensar si lo que verdaderamente abate nuestro corazón son los acontecimientos externos, o más bien lo tenemos ahogado por la fuerza borrascosa e impetuosa de nuestra incredulidad, «vencido por el peso de nuestras rebeldías» (Sl 65,4), que lo incapacitan para afrontar las amenazas y las continuas burlas del tentador, hasta sentirse atenazado y acoquinado como la oveja ante el lobo.
El mal no está en gritar a Jesús, nuestro Señor, o a Dios, nuestro Padre, puesto que es a Él al único que tenemos que acudir siempre y en todo momento y circunstancia. Lo que verdaderamente tiene que cambiar, y es a ello a lo que nos exhorta y nos impele Jesús por medio del evangelio, es la dureza de nuestro corazón, nuestra poca confianza en Él.
La situación que hoy nos toca vivir, personal y socialmente, es, para nosotros, una evidente llamada a convertirnos y a afirmarnos en la fe en Jesús, a unirnos íntimamente a Él con plena y total confianza, para pedirle, sin duda, que nos ayude, pero con la seguridad de que Él, llegado el momento, con tan solo una palabra hará cesar el rugir del viento y el estruendo de las olas, es decir, tanto los males que nos asolan como el fútil empavonamiento de los orgullosos y soberbios que se levantan contra la humanidad y contra Cristo y su Iglesia. La historia ofrece un evidente testimonio de ello, y a nosotros nos ha tocado en suerte afrontar, como verdaderos testigos de Cristo, la situación actual, sabiendo que nuestro mayor honor, aquel que nos es concedido graciosamente en Cristo, no es tan sólo creer en Él, sino también, y fundamentalmente, padecer por Él (Cf. Flp 1,29).