Ez 2,2-5
Sl 122(123),1-4
2Cor 12,7-10
Mc 6,1-6
A la decisión de los fariseos y herodianos de “ver cómo eliminar” a Jesús (3,6), se añade también la incredulidad de los nazarenos, de los mismos compaisanos de Jesús, preludio, de algún modo como deja incoado el término “patria” (en 6,1.4), del rechazo futuro del pueblo de Israel: “Vino a su casa — dirá Juan en el prólogo de su evangelio — y los suyos no recibieron la Palabra encarnada” (1,11).
Habiendo dejado sin narrar el nacimiento de Jesús en Belén de Judá, Mc considera Nazaret como la patria de Jesús, un pequeño pueblecito de Galilea desconocido o ignorado por toda la literatura judía. Con razón dirá Natanael que “nada bueno viene de Nazaret” (Jn 1,46), aludiendo precisamente a ese silencio absoluto hacia dicho lugar. “Nazaret” va a ser, sin embargo, inseparable de la persona de Jesús, que será conocido como “Jesús de Nazaret”, como si fuera su apellido, y uno de los nombres más primitivos con los que serán conocidos sus seguidores en el periodo pospascual, antes de ser llamados “cristianos”, es aquel de “secta de los nazarenos”.
Jesús entra en la sinagoga de Nazaret y enseña a la multitud congregada. Su instrucción rebosa sabiduría, palabras a las que también siguen actos de potencia que muestran su poder taumaturgo-salvífico. Todo ello indica una unión del todo particular con Dios, dejan vislumbrar “actos mesiánicos”, y sus compaisanos se preguntan sobre la identidad de Jesús: no reconocen su identidad mesiánica y movidos por la incredulidad y el escepticismo terminan por “escandalizarse de Él” (6,3), es decir, a causa de su humilde procedencia que no podía ser, según su pensamiento, la apropiada para el Mesías. Rehúsan confiar en Él porque conocen su familia y su vida ordinaria a lo largo de todos los años que ha transcurrido entre ellos, una vida para nada sorprendente, ni asombrosa. Creció como los demás muchachos y aprendió, como la inmensa mayoría de aquel entonces, el oficio paterno, que en su caso era aquel de “carpintero” (te,ktwn). Era, sin duda, un trabajo apreciado por todos, pues exigía la capacidad de trabajar con pericia y arte tanto la madera como la piedra y el metal, haciendo tanto de carpintero como de albañil y herrero.
Este “escándalo” en el que ya se vislumbra el rechazo del Crucificado, donde Marcos concentra de manera más significativa su cristología. Sólo la fe permite superar el escándalo de la cruz, del Mesías e Hijo de Dios, rechazado y matado por los hombres a los que no responde con violencia ni odio ni amenazas sino con un amor infinito. También en Nazaret se presenta con simplicidad y en la fragilidad humana cuyo origen no era grandilocuente sino humilde y conocido por todos. Ni los compaisanos ni los familiares creen en Él (Cf. 3,21-23). Jesús está solo, y solo entrará en su misión de rescatar al hombre de esa incredulidad, de esa cerrazón que le impide “pasar” a Dios y unirse plenamente a Él. La familia de Jesús, como Él mismo ha dicho, no será otra que aquella formada por “los que cumplen la voluntad de Dios” (3,35), voluntad que sus palabras, sus obras y su persona desvelan, cumplen y dan cumplida a quienes le acogen.
Jesús es llamado “el hijo de María”, quizá porque José ya había muerto, pero considerando que el evangelio se escribe años después, cuando ya Jesús ha resucitado y se tiene un camino de fe pospascual andado, el que el evangelista use dicha expresión alude, sin duda, a un origen sobrenatural de Jesús, en particular a su concepción virginal. Marcos quiere presentar a Jesús como el Mesías y el Hijo de Dios, y en las palabras de los nazarenos queda incoada, de manera irónica sin duda, aquella identidad de Jesús que ellos rechazan. Los “hermanos y hermanas” son los parientes más cercanos, los primos de Jesús: Santiago (el Menor) y Joset son seguramente los hijos de la otra María (15,40), quizá también prima o cuñada de la Virgen; Judas y Simón, según Eusebio de Cesarea, eran hijo de Cleofás (Cf. Jn 19,25), quizá hermano de José, el esposo de María.
La repulsa de los nazarenos, incapaces de abrirse al mesianismo humilde y sufriente de Jesús, es emblemático y paradigmático del destino de Jesús, tal y como queda condensado en el dicho popular utilizado por Jesús: “Un profeta sólo en su patria, entre sus parientes y en su casa carece de prestigio” (6,4). Este logion, las únicas palabras de Jesús explícitamente transmitidas, es central en todo el evento y expresan proféticamente el destino de Jesús, rechazado por sus familiares y su pueblo (Cf. Jn 7,3-5).
Según Marcos, a partir de este momento, Jesús ya no enseñará en las sinagogas, sabe que el judaísmo oficial no le acepta y sólo al final de su vida, en la explanada del Templo, volverá a enseñar a las muchedumbres judías allí congregadas y confrontará su enseñanza con todos los representantes oficiales de los diversos grupos judíos (sanedrín [sumos sacerdotes, escribas y ancianos], fariseos y herodianos y saduceos).
El tema fundamental es aquel de la fe: «Y no podía hacer allí ningún milagro, a excepción de unos pocos enfermos a quienes curó imponiéndoles las manos. Y se asombró por su falta de fe» (Mc 6,5-6). La incredulidad impide al hombre acceder a la salud corporal y espiritual, a la libertad y salvación plena de su persona, porque le impide abrirse al obrar omnipotente de Dios que es el único que puede hacerle llegar a ser plenamente hombre. Los nazarenos no reconocieron a Jesús como enviado de Dios, que se les revelaba de manera humilde y ordinaria en Aquel compaisano suyo. Es más, todo ello les resultaba escandaloso, porque presentaba a un Mesías pobre, sufriente y envuelto en la debilidad de su condición humana.
El “asombro” de Jesús denota su estupor por la incredulidad de los nazarenos, algo sorprendente e inesperado para Él. Dios confía siempre en el hombre, espera siempre la respuesta de fe, la acogida de su palabra y la apertura de la vida a su acción potente y misericordiosa. Jesús no pudo realizar milagros porque los nazarenos no se abrieron con fe a su palabra y acción, recibidas del Padre. La omnipotencia de Dios es “impotente” ante la falta de fe, porque jamás quebrará ni violentará la libertad humana. La omnipotencia divina está condicionada por la incredulidad del hombre, por eso vencerá al hombre en su misma incredulidad, entregando a su Hijo en “manos de esa incredulidad cargada de pecado” y así, ejerciendo con mal la libertad recibida, el hombre se encontrará con el amor extremo, con el perdón y con el Dios que le arranca del pecado, del mal y de la muerte al hacer que el hombre descargue sobre Él todo ello.