Am 7,12-15
Sl 84(85),9-14
Ef 1,3-14
Mc 6,7-13
El evangelio de este domingo narra cómo Jesús envía por primera vez a los Doce a predicar el Evangelio del Reino de Dios. La primera lectura, tomada del profeta Amós, evidencia que los enviados de Dios muchas veces no son acogidos.
Amós fue enviado por Dios a profetizar al Reino del Norte, a Israel. En el santuario de Betel su palabra contra las injusticias, resuena con fuerza, y los poderosos y los sacerdotes se revelan contra él. Por boca del sacerdote Amasías le trasmiten su decisión: «Vidente, vete y refúgiate en tierra de Judá; come allí tu pan y profetiza allí. No vuelvas a profetizar en Casa-de-Dios, porque es el santuario real, el templo del país» (Am 7,12-13). No se dan cuenta de que están rechazando a un verdadero profeta y de que, con ello, se oponen a la voluntad de Dios que Amós les anuncia. Y precisamente porque ha sido elegido por Dios para dicha misión, Amós la llevará a cabo sea o no sea escuchado, puesto que fue “el Señor el que le sacó de junto al rebaño y el que le dijo: ‘Ve y profetiza a mi pueblo de Israel’” (Am 7,15).
El rechazo y la incredulidad de los nazarenos tampoco amainaron la voluntad de Jesús de seguir cumpliendo la misión evangelizadora recibida del Padre. Jesús continúa enseñando por los pueblos galileos (Mc 6,6b) que el Reino de Dios está cerca y que conviene convertirse y creer en esta buena noticia. Al mismo tiempo, conduce a sus discípulos a dar un paso más en su seguimiento y en la acogida de dicho anuncio: tienen que involucrarse directamente en su misma obra salvífica, en su deseo concreto de conquistar el corazón del hombre para Dios. Este primer envío de los discípulos a las ovejas perdidas de Israel deja incoada la futura misión evangelizadora de la Iglesia a toda la humanidad para reunirla en un único rebaño bajo un único Pastor.
El envío por parejas de discípulos fue la práctica habitual en la Iglesia primitiva. Servía, por un lado, para que los misioneros se ayudasen mutuamente, pero su finalidad principal era que el anuncio evangélico tuviese validez testimonial (Dt 19,15), de tal modo que aquel que no lo escuchara supiese que, antes o después, se vería emplazado ante el tribunal y el juicio divino. El envío tiene un fuerte acento exorcista, dado que son enviados para liberar a los hombres de los espíritus inmundos que los esclavizan y disponerlos así para recibir el don del Reino anunciado. Los discípulos prolongan de este modo la actividad de Jesús y simbolizan, en acto, la actividad futura de la Iglesia. Ellos son asimismo el núcleo eclesial primario y el vínculo necesario e irrenunciable entre Jesús y la Iglesia.
Jesús ordena a sus discípulos llevar un austero equipaje (Mc 6,8-9), porque el anuncio tiene que ser testificado en su mismo modo de vivir, es decir, apoyados exclusivamente en la providencia divina y sin poner su confianza en sus propias posesiones y fuerzas. Este equipamiento también indica que el misionero será mensajero de paz, pues el bastón (que Mt y Lc suprimen) significa aquí la actitud de peregrinación, de no tener ciudad permanente y, al mismo tiempo, de conducir a los demás hacia el verdadero Pastor. Las sandalias, que Mt prohíbe, indican que los discípulos son libres y que están llenos de celo por llevar la Buena Noticia a todos. El pan señala la comida necesaria para vivir, y sitúa al discípulo ante la actitud de fe y de confianza en Dios-Padre que proveerá lo necesario para el cuerpo. Las dos túnicas significaban acomodación y riqueza y no concordarían con la misión confiada.
Por consiguiente, todo el ser del discípulo, su actitud y presencia, tiene que testimoniar su confianza absoluta en Dios-Padre, para que Él pueda manifestar en la vida del discípulo que está cercano con su providencia de aquellos que escuchan las Palabras de Jesús y ajustan totalmente su vida a las mismas. Los discípulos serán, de ese modo, un signo de que el Reino de Dios se ha aproximado definitivamente en Jesús, un Reino que, de algún modo, ya les alcanza a ellos mismos.
Las normas para el alojamiento (Mc 6,10-11) expresan aquellas que se utilizaban en aquel tiempo dentro del ámbito judío. Toda comunidad judía tenía obligación de hospedar a los peregrinos judíos. Jesús prohíbe cambiar de casa en casa buscando la comodidad o el interés egoísta. La norma de “sacudir el polvo de la planta de los pies” tenía un doble significado: por una parte de acusación contra quienes no habían recibido el anuncio evangélico, quienes quedaban así emplazados al juicio final en el que Dios les iba a juzgar como paganos, es decir, como gente que desconoce el verdadero Dios y que vive, por tanto, sin Él; también los hebreos que vivían en la diáspora sacudían el polvo que se les había adherido del suelo pagano antes de cruzar los límites de Tierra Santa para no contaminarla. Por otra parte, el gesto da testimonio de la gratuidad con que los misioneros obran en su misión, sin el deseo más mínimo de obtener beneficio material alguno de aquellos a quienes predican. Ser rechazados forma parte, por tanto, del destino de los discípulos, como formó parte de aquel de Amós y todos los demás profetas y, sobre todo, de aquel de Jesucristo, el Maestro y el Señor.
El evangelista concluye esta perícopa con un sumario (Mc 6,12-13), en el que informa de la actividad misionera de los discípulos, que incluye, en gran medida, aquella misma de Jesús: predicar la conversión, exorcizar y sanar (Cf. Mc 1,15; 3,14). Marcos es el único evangelista que señala la unción con aceite. El aceite se utilizaba habitualmente como medicamento, pero el uso de los discípulos expresa la ayuda divina que, a través de la invocación del nombre de Jesús, sanaba los cuerpos (Cf. Sant 5,14-15: la unción del enfermo lleva consigo además el perdón de los pecados).
El anuncio del Evangelio se extendió y enriqueció con la obra que Dios realizó en su Hijo Jesucristo, con su muerte y resurrección, y con el envío del Espíritu Santo. Como dice San Pablo, los creyentes respondemos con agradecimiento a este anuncio por todas las bendiciones recibidas de Dios. Somos conscientes de que todo forma parte de un proyecto maravilloso de Dios que ya “nos había elegido en Cristo antes de la creación el mundo, antes de que fuéramos creados” (Cf. Ef 1,4-5). Dios ha creado el universo para que el hombre apareciese y pudiese recibir de Él su amor infinito. Por eso todo hombre está llamado a ser santo e inmaculado en su presencia, en el amor.
Todos los cristianos estamos llamados a anunciar el Evangelio, cada uno según su propio estado, carisma y situación. Todos estamos llamados a manifestar en nuestra vida la alegría, la confianza y el agradecimiento a Dios por todos los dones recibidos en Cristo-Jesús. Todos estamos llamados a continuar creciendo en el seguimiento de Jesús, en la acogida de su amor y en el testimonio de su Evangelio.