Is 55,1-3
Sl 144 (145),8-9.15-16.17-18
Rm 8,35.37-39
Mt 14,13-21
Una característica presente en todas las culturas y que, en el ámbito de la globalización en que vivimos, aúna desde tiempos inmemoriales a toda la humanidad es aquella de considerar al pan y al agua como signos de un banquete en el que se expresa la comunión de los comensales. Estos dos sencillos elementos, el pan y el agua, se convierten así en transmisores de la alegría de estar unidos y en expresión externa de una comunión mucho más profunda: la comunión espiritual, hacia la que apuntan la primera lectura y el evangelio.
El alimento espiritual, como señala el Deuteroisaías — un profeta que vivió en el s.vi a.C. —, no está al alcance de las fuerzas del hombre, es decir, el hombre no puede fabricarlo ni, por tanto, lo puede vender o manipular a su antojo. El profeta tiene en mente el modo como los aguadores y vendedores ambulantes recorrían las calles de los pueblos y ciudades de Oriente, pero el tono que emplea es diverso. Habla a los hebreos exiliados en Babilonia que, gracias a Ciro, están a punto de retornar nuevamente a la Tierra Prometida. Sólo aquellos exiliados que estén sedientos de ese alimento espiritual encontrarán la fuerza para abandonar su situación de bienestar y regresar a la tierra pobre y destruida de Palestina en la que Dios quiere mostrar de nuevo su poder y providencia. Por eso les subraya la gratuidad del alimento y de la bebida ofrecidas: «¡Oh, todos los sedientos, acudid por agua,…! ¡Venid, comprad trigo y comed sin pagar, vino y leche!… Aplicad el oído y venid a mí; oíd y vivirá vuestra alma» (Is 55,1.3).
El profeta emplea muchos símbolos para transmitir esta Buena Noticia. El agua es el símbolo de la vida, de la libertad, del Espíritu que el Señor da a los exiliados en Babilonia: ellos volverán a encontrar en el Templo reconstruido de Jerusalén la fuente de agua viva: YHWH-Dios. El vino y la leche son signo de la fertilidad de la Tierra Prometida que, tras el exilio, vuelve a ser donada al pueblo de Israel. Pero todos estos dones están vinculados al oído. Escuchar es el signo de la acogida profunda de la Palabra del Señor en el corazón, que, a partir de ese momento, se orientará completamente para cumplirla y unirse a Dios. De este modo, la llamada del profeta ya apunta hacia la vida nueva y perfecta en la Jerusalén futura en la que Dios y el hombre alcanzarán el grado más profundo y elevado de comunión e intimidad.
Es Jesús el que, a través del inmenso amor que siente hacia nosotros, nos da la alegría prometida de la comunión de vida con el Padre, hoy expresada en la multiplicación de los panes y de los peces. El proyecto de Jesús era aquel de descansar un poco en un lugar apartado, pero su plan se vio truncado por la avalancha de gente que le busca. Nosotros nos hubiéramos enfadado, quizás hubiéramos elevado el grito al cielo diciendo que “ya está bien”, que “no tenemos ni un momento para estar tranquilos, sin ruidos y sin quejas de nadie”, pero Jesús ve y siente con los ojos y el corazón de Dios: «Vio Jesús el gentío y sintió compasión de ellos» (14,14). Es peculiar de Jesús “sentir compasión”, sufrir desde lo más profundo de su ser, desde “sus entrañas” (como indica el término griego), la situación de abatimiento y vejación de las personas que vienen a Él. Y este modo de ser de Jesús revela el modo de ser del Padre y su deseo de sanarnos y saciarnos a través de su Hijo, uniéndonos plenamente con Él.
Nuestra actitud se aproxima más a aquella de los discípulos que, como muestra el evangelio, por esas alturas del discipulado todavía estaban lejos de sentir hacia la gente la misma compasión de Jesús. Al anochecer, siguen pensando al modo humano, y que, sin duda, puede parecernos más lógico: hay mucha gente y pocos alimentos para todos, por lo tanto lo mejor es despedir a todos y que cada uno se las ingenie como pueda para encontrar algo de comer en las aldeas del entorno.
Pero Jesús nos sorprende de nuevo. No está de acuerdo con ese razonamiento. Ver la necesidad de la gente no tiene que movernos a “lavarnos las manos” o a lamentarnos y quejarnos, o a encerrarnos egoístamente en nosotros mismos, sino que, quienquiera que sea discípulo de Jesús, será movido a ayudarla y a paliar tal necesidad. Jesús nos lo dice. «Dadles vosotros de comer». Dentro de la Iglesia, representada por los Doce apóstoles, es una exhortación que todo cristiano, antes o después, tiene que escuchar como dirigida a él mismo y de la que no podrá huir sin poner en peligro el discipulado, la vida en Jesucristo. Forma parte de la participación del discípulo en el servicio que a favor de toda la humanidad — representada en los cinco mil hombres — viene a hacer el Hijo del hombre, y que se hará patente en la tercera predicción de la pasión: «El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor…» (Mt 20,26-28), y en la consagración del pan y del vino en la Última Cena: «¡Haced esto en memoria mía!» (Lc 22,19).
Cada discípulo tendrá que aportar, allí donde haya sido enviado y según los carismas recibidos, su grano en el servicio a las necesidades de aquellos que le salen al encuentro por ser de Cristo. También es cierto que, al igual que los discípulos, sentimos que el mandato de Jesús supera nuestras fuerzas y posibilidades: “¿Qué podemos hacer ante tantas necesidades materiales, físicas, morales y espirituales que encontramos a nuestro alrededor?”. Nuestras posibilidades son mínimas: “cinco panes y dos peces”, pero Jesús razona diversamente a nosotros: «Traédmelos — nos dice — aquí» (Mt 14,18), y, como el Buen Rey-Pastor que es, ordena a la gente que se recueste en la hierba, un hecho que nos recuerda las palabras del salmista: «El Señor es mi Pastor, nada me falta. Por prados de fresca hierba me apacienta. Hacia las aguas de reposo me conduce, y conforta mi alma… Tu preparas una mesa ante mí, frente a mis enemigos…» (Sl 23,1-3.5); después toma los panes y los peces, eleva sus ojos al cielo, y pronuncia la bendición dando gracias al Padre por aquello poco que tienen, pero seguro de que Él proveerá en aquel momento como mejor convenga.
Y el milagro se produce: todos comen y quedan saciados, y hasta llegan a recogerse doce cestos llenos de sobras que evidencian la largueza divina. Todos han sido saciados gracias a la compasión de Jesús, a su oración, a su unión con el Padre y a su generosidad. Queda así prefigurada la Eucaristía. La acción de Jesús realizada durante la última cena será multiplicada a lo largo de los siglos para saciar a todos los necesitados que se acercan a Él. Es el alimento que nutre la necesidad espiritual de nuestro ser, transformándolo ya ahora en la medida de nuestra fe, configurándonos a la imagen de su corazón misericordioso y uniéndonos filialmente al Padre.
La unión con Cristo a través de la Eucaristía nos vivifica y fortalece para que podamos afrontar y superar, como dice Pablo, cualquier obstáculo: «¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?; ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿ la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?. En todos esto vencemos fácilmente por Aquel que nos ha amado» (Rm 8,35.37). Es el amor de Cristo hecho alimento el nutrimento más esencial de nuestra vida, aquel que nos da la capacidad de amar en todo momento y circunstancia, ayudándonos a encontrar siempre desde ese Amor, y no desde el egoísmo, el orgullo, la desgana, el mal pensamiento, la pasión o la murmuración, la solución que transforma en bien cualquier situación y necesidad por negativas que estas sean.
Tal es el mensaje de la multiplicación: infundir en nosotros las entrañas de misericordia que invaden el corazón de Jesús y que son el manantial de la verdadera alegría, porque sólo es bienaventurado aquel que ama al otro sin medida y siempre. El alimento espiritual es un don gratuito de Dios, y a este se accede con la fe, la humildad y la confianza y entrega sincera y total al Dios que se revela en Jesús. Este don de Dios mismo se nos da ahora en la Iglesia a través de los sacramentos y de la predicación del Evangelio, iluminando, fortaleciendo y llenando de paz a las almas creyentes que a ella se acercan.