1Re 19,9a.11-13a
Sl 84(85),9-14
Rm 9,1-5
Mt 14,22-33
Después de la multiplicación de los panes, Jesús va a manifestarse a los discípulos de otro modo extraordinario: caminando sobre las aguas del lago de Tiberíades. La finalidad es que sus discípulos vayan tomando conciencia de quién es aquel a quien están siguiendo, tal y como lo indica la confesión última en actitud de adoración: «Verdaderamente eres Hijo de Dios» (Mt 14,33). Esta filiación divina tendrá que ser comprendida, sin embargo, a través del filtro de la pasión y resurrección en la que el Padre manifestará que Jesús es su Hijo amado, que camina victorioso sobre las “olas impetuosas” del dolor y de la muerte.
Jesús, sabedor de lo que va a hacer, “obliga” a sus discípulos a atravesar el lago sin Él; mientras tanto, y tras haber despedido a la muchedumbre, sube al monte — lugar simbólico de una particular proximidad divina — para orar. Con su actitud orante, Jesús manifiesta que todo lo realiza en perfecta armonía con la voluntad de Dios, que toda su obra brota de su íntima unión con el Padre.
Mientras Jesús está orando, la barca, lejos de tierra, se ve “zarandeada” por las olas debido al viento contrario que sopla contra ella. Los discípulos están en seria dificultad: la noche, la tempestad y el agua embravecida dejan entrever el sufrimiento por el que están pasando.
Es posible que, como nos ocurre a nosotros en ocasiones similares, los discípulos pensasen que Jesús estaba lejos de ellos, ignorándoles y dejándoles abandonados a su suerte, pero la realidad es otra muy diversa. Con su oración, Jesús ha estado siempre cerca de ellos y sosteniéndoles para que fuesen fieles en el cumplimiento de la orden que Él mismo les había dado de “pasar a la otra orilla”. Esa cercanía se explicita cuando en la cuarta vigilia de la noche (entre las tres y las seis de la madrugada), momento característico de la ayuda divina (Cf. Ex 14,24), se aproxima a ellos “caminando sobre las aguas”. El evangelista subraya que Jesús no camina ni por la orilla del lago ni sobre piedras sino “sobre las aguas”, algo que sólo es posible para Dios, no para los hombres.
Los discípulos sobrecogidos y llenos de miedo ante algo que les resulta incomprensible, creen estar viendo un ser de ultratumba, un “fantasma”. E impulsados por el mismo miedo se defienden gritando, pensando que así podrán alejar de sí a aquel “fantasma” convertido para ellos en un “peligro” mayor que las mismas olas y el fuerte viento. No es extraño que cuando Jesús se presenta en nuestra vida de modo diverso a como esperábamos o conocíamos sintamos miedo y pensemos que estamos ante “un fantasma”: la superstición toma entonces el puesto que corresponde a la fe.
Las palabras de Jesús tranquilizan a los discípulos: «¡Ánimo!, soy yo; no temáis» (Mt 14,27). Jesús remite a su misma persona — “soy yo” — para eliminar toda superstición e idea fantasmagórica, y para evocar, con su autopresentación, la manifestación salvífica de YHWH, el Dios de Israel. Ya aquí quedan implícitas en Jesús sus dos naturalezas (divina y humana) que, posteriormente, serán precisadas en la reflexión teológica eclesial.
Pedro, el primer discípulo llamado (Mt 4,18; 10,2), toma la iniciativa y pide, con actitud de discípulo, poder caminar sobre el agua como lo hace su “señor”: «¡Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti sobre las aguas» (Mt 14,28). Pero, ¿cómo es posible que un hombre “camine sobre las aguas”?. Pedro está pidiendo un imposible en el que expresa su fe y plena confianza en Aquel que se ha mostrado potente sobre las enfermedades, sobre las necesidades más esenciales (multiplicación de los panes y peces) y, ahora, sobre el viento y las aguas impetuosas. Con todo, Pedro deja entrever en su petición una duda (“si eres tú”) que quedará al descubierto cuando empiece a hundirse. Jesús le concede, sin embargo, su petición diciéndole: «¡Ven!» (Mt 14,29). Esta orden es la base firme sobre la que Pedro puede obrar. No algún poder mágico, sino la fuerza de la fe y de la obediencia a su Señor permitirán a Pedro comenzar a caminar sobre las aguas, y no sin rumbo o a la deriva sino hacia Jesús: Él es el origen y la meta de la orden dada (“¡Ven!”) y de la fe de Pedro (“hacia Ti”).
Pero al caminar “sobre las aguas”, Pedro deja de mirar a Jesús, a su Señor, y fija su atención en el viento tempestuoso cuya fuerza le hace sentir miedo, amenaza, vulnerabilidad e inseguridad, y Pedro comienza a hundirse en las aguas. Fue entonces, sin embargo, cuando, movido, no ya por el miedo de un posible fantasma sino por la fe en Aquel que le podía salvar, gritó directamente a Jesús: «¡Señor, sálvame!» (14,30). Y el “milagro” que Jesús buscaba acaeció: la “poca” fe se hizo oración perfecta y la oración condujo a la unión (como indica “la mano” y “el subir a la barca”) con Aquel del que previamente se habían separado. Pedro, y junto con él los demás discípulos, “han pasado así a la otra orilla”, a la “orilla” de Jesús que es la “orilla” de Dios. Jesús, el orante por antonomasia, ha conducido a su “primer discípulo” a reconocerle capaz de salvar de las “aguas” y le ha enseñado a orar desde lo más profundo de su ser, allí donde la intensa congoja gusta el cercano amargor de la muerte y el lejano dulzor de la vida que se va. Jesús garantiza, en ese preciso momento, la proximidad salvífica de Dios en acto.
Esta experiencia de Pedro y de los discípulos es rica para aplicarla a cada momento doloroso y problemático de nuestra existencia. Todos sabemos lo que pasa cuando en nuestra vida irrumpe la amenaza de la muerte, de la inseguridad, de la increencia, de las divisiones y hostilidades insolubles, de las enfermedades crónicas y graves, del pecado hecho vicio y de la culpa hecha “cáncer” en la conciencia. Ahí nos vemos asediados por el fuerte viento, sentimos velada la mirada y desviada de la faz del Señor, e incapacitados para escuchar su mandato.
Pero la presencia salvífica de Dios, que Jesús garantiza, no consiste en impedir que se levanten dificultades enormes en nuestra vida, sino en saber que Él está presente en medio de ellas para salvarnos. Y no sólo cuando irrumpe un huracán, o un terremoto o el fuego, sino también cuando, como constata la primera lectura, se “presenta” en el más profundo silencio. Dios se hace presente allí donde nadie es capaz de obrar: “en el silencio”. Los dioses (de la fama, del dinero, del prestigio,…) son mudos porque no son Dios, pero el Señor muestra su soberana potencia salvífica hablando eficazmente en el “mismo silencio”. De hecho la expresión que se traduce: “se oyó una brisa suave”, dice en hebreo: “se oyó el sonido del sutil silencio” (1Re 19,12). Como mostró la travesía del lago, el “silencio” de Jesús que sentían los discípulos, por su lejanía física, estaba henchido de presencia por su oración, hecha palpable posteriormente en su caminar sobre las aguas acercándose a salvar a sus discípulos.
“Dios está con nosotros” en Jesús, en Aquel que “pasó a la otra orilla” obedeciendo a la voluntad del Padre, amándonos en medio de la tempestad del sufrimiento más atroz e injusto. Por eso el camino “sobre las aguas” no es otro que aquel del amor y de la obediencia, puesto que ser sostenidos por Jesús en “las aguas turbulentas” que irrumpen contra el discipulado conlleva seguir fielmente el mismo camino del Maestro, dejándose “asir por su mano” para ser conducidos hasta el “puerto tranquilo” del Amor eterno del Padre.