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Luz en mi Camino

19 agosto, 2024 / Carmelitas
21º domingo del tiempo ordinario (B)

Jos 24,1-2a.15-17

Sl 33(34),2-3.16-17.18-19.20-23

Ef 5,21-32

Jn 6,60-69

Terminado el discurso sobre el pan de vida en la sinagoga de Cafarnaúm, muchos de los discípulos de Jesús dejan de seguirlo. Las palabras de Jesús les resultan “duras” (sklērós) e incomprensibles (Jn 6,60), escandalosas (Jn 6,61). Jesús habla además de falta de fe e incluso de traición entre sus seguidores (Jn 6,64.70). Muchos dejan entonces de ir detrás de Él y emprenden otro camino. También a los Doce les pregunta si se quieren ir y, de algún modo, “apostatar” de Él (Jn 6,66).

Ante la verdad y el amor de Dios, que para nosotros nos son manifestados en Jesucristo, todos hemos de responder en nuestra vida, antes o después. Responder a Él significa seguir su camino de mansedumbre y humildad, entrar por una puerta estrecha que contrasta con el ancho y espacioso camino del orgullo, de la riqueza absolutizada y del poder opresor que impera en el mundo. Es optar, en definitiva, por el Dios vivo y santo, abandonando todos los ídolos del mundo, vacíos y muertos.

Sobre esta situación evangélica nos ilumina la primera lectura. Israel se encuentra ya en la Tierra Prometida, en Siquén, lugar donde se encuentra un santuario que recuerda a los patriarcas. Josué convoca al pueblo y le pone ante una elección: «Si no os parece bien servir al Señor, escoged a quien servir; a los dioses a quienes sirvieron vuestros antepasados al este del Éufrates o a los dioses de los amorreos, en cuyo país habitáis. Yo y mi casa serviremos al Señor» (Jos 24,15). No es posible vivir sin depender de un señor, de un patrón, bien sea Dios o bien sean los dioses. A uno se le servirá en libertad, a los otros se les servirá en esclavitud, en profunda servidumbre. De hecho, en la propuesta de Josué se invita a “servir” a YHWH-Dios que les ha liberado de la esclavitud de Egipto, les ha conducido por el desierto y les ha introducido en la Tierra Prometida, o bien servir a los ídolos. El término “servir” (‘ābad) significa, en lenguaje bíblico, la adhesión libre y gozosa al proyecto de Dios, por eso el título de “siervo” lo reciben figuras muy relevantes en la historia salvífica: Abraham, Moisés, Josué, David, el “Siervo de YHWH” en Isaías, María (Lc 1,38) y Jesús (He 3,13; 4,27).

Para cada uno de nosotros esa propuesta de Josué se actualiza definitivamente con la pregunta de Jesús: «¿También vosotros queréis marcharos?» (Jn 6,67). Algunos o muchos discípulos, como subraya el evangelista (Jn 6,60.66), no comprenderán el discurso del pan de vida en el que Jesús ha expresado su gran amor hacia la humanidad, murmurarán, se escandalizarán y se marcharán asustados por un mensaje que supera los límites humanos y pretende introducirlos en los límites infinitos del amor de Dios, límites que reclaman la conversión y la fe profunda del corazón. Después de la alegría y del entusiasmo inicial, estos discípulos manifiestan que no tienen raíz en sí mismos (Cf. Mt 13,20-21) y unos traicionan, otros tienen miedo y dejan pasar el tiempo de la vida atenazados por él, otros se aferran a sus ideas y a sus intereses más inmediatos. 

Y todo esto no le resulta desconocido al Señor ya que: «sabía desde el principio quiénes eran los que no creían y quién era el que lo iba a entregar» (Jn 6,64). Y entre ellos está Judas Iscariote, que ya desde este momento en Cafarnaúm se separa en su corazón de Jesús, y aunque le siga hasta el Cenáculo, el diablo (Jn 6,70; 13,2) ya habrá puesto en su mente el proyecto de entregarlo, mostrando así su hostilidad radical y el odio que quiere apagar la voz y la persona de Aquel que encarna en sí mismo el amor de Dios y que lo anuncia como el único camino que conduce a la vida.

El amor de Cristo es firme, entregado, insistente y, en este sentido, exigente. De hecho, sin exigencia no hay verdadero amor. Por eso, aunque el amor de Dios en Cristo se encuentra con corazones endurecidos y cerrados, Él continuará adelante amando hasta el extremo, mostrando lo que el verdadero amor reclama y manifestando el fruto salvífico de dicho amor (Jn 13,1). Por eso en medio de ese horizonte tenebroso se abre camino un finísimo rayo de luz que llena de esperanza el horizonte humano. Hay algunos que a semejanza del pueblo de Israel que profesó la fe en YHWH y asumió cumplir su alianza y servirle de todo corazón, escuchan, comprenden y se dejan guiar por Dios-Padre hasta Jesucristo, puesto que «nadie puede venir a mí — dice Jesús — si no se lo concede el Padre» (Jn 6,65). Estos tales en vez de fijarse en la debilidad de la carne y en su propio egoísmo, se vuelven hacia el Espíritu de vida que les es dado en las palabras de Jesús. La respuesta de estos discípulos la formula Pedro, en nombre de todos ellos. Es una profesión solemne de la fe sincera que reconoce a Jesús como el Santo de Dios y se adhiere a Él con todo el ser porque “es el único que tiene palabras de vida eterna” (Jn 6,68-69).

Siempre es fácil acoger a Cristo como el que “multiplica” los panes, como el que siempre nos da lo que queremos y como el talismán de una religión que protege y lleva al éxito en las cosas de este mundo. La enseñanza de Jesús sobre el signo realizado purificó las expectativas y desveló el misterio de su vida que no se conforma con un seguimiento externo e interesado que, al final, encierra todavía más en el egoísmo, sino que ha venido a dar la vida eterna y a plantarla en el corazón del hombre. No se conforma con menos que con todo el hombre a quien quiere ganar con su amor y no con su potencia puesta al servicio de los propios intereses mundanos y egoístas.

La así llamada “crisis galilea” fue un acontecimiento que Jesús vivió y continúa repitiéndose en cada generación, cada vez que Él nos pregunta si queremos también marcharnos lejos de Él, sabiendo que ante nosotros presenta, con total radicalidad y con pleno amor, dos caminos: el de la vida y de la bendición, que pasará por la Cruz y por tanto, por “comerle y beberle”, o aquel ancho de la maldición y de la muerte (Cf. Dt 30,15.19-20). Junto a la sinagoga de Cafarnaúm todos, creyentes e incrédulos, estamos presentes. Y frente a la enseñanza y pregunta de Jesús se plantea la más importante elección de nuestra existencia. Con todo, no estamos solos a la hora de optar libremente por Cristo, ya que, como Él mismo nos dice, Dios mismo nos ha impulsado, conducido y sostenido en la elección del bien y de la luz hasta llevarnos a Él, no obstante nuestros miedos y nuestro deseo de marcharnos y abandonarlo para vivir más “cómoda y tranquilamente” en Galilea.

En la lectura de la epístola a los efesios, Pablo habla de las relaciones entre el marido y la mujer. Habla en primer lugar de “someterse” los unos a los otros “en el temor de Cristo” (Ef 5,21). Esta sumisión cristiana no es una esclavitud, no se trata de que uno someta al otro, sino que indica la actitud misma de Cristo que fue obediente hasta la muerte y muerte de cruz. Es la sumisión al otro por amor, y no de un lado sólo sino recíprocamente. Por eso sin sumisión no existe auténtico amor. Si nos aferramos a nuestra voluntad y no cedemos significa que no queremos amar al otro. El amor reclama en sí mismo unir la propia voluntad a aquella del otro y esta unión recíproca conlleva estar atento a la necesidad, al deseo, a la situación del otro, todo lo cual se presenta como una ocasión para amarle y para crecer en el amor sirviéndole.

Esta actitud de sumisión debe estar siempre presente en las mujeres, debe constituir su comportamiento habitual, tal y como afirma el Señor por medio de su apóstol: «Así como la Iglesia está sometida a Cristo, así también las mujeres deben estar [sometidas] a sus maridos en todo» (Ef 5,24). E inmediatamente explica que esta sumisión no significa que los maridos tienen que mandarlas y oprimirlas como esclavas, sino amarlas: «Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella» (Ef 5,25). Jesucristo dio su vida, muriendo en la cruz, por la Iglesia, manifestando así su amor por ella. Por tanto, los maridos tienen que amar a sus mujeres haciendo suyo ese amor total y poniéndolo por obra.

El proyecto maravilloso que Cristo tiene para su Iglesia es aquel de santificarla, purificándola por medio del bautismo, para «presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada» (Ef 5,26-27). Pues bien, el marido tiene que hacer suyo este ideal de Cristo e imitarle en relación con su mujer. Si así aman a las mujeres, entonces la sumisión de éstas será más fácil. El marido no tendrá que hacer valer su propia autoridad sobre su esposa, sino que la hará partícipe de sus decisiones, mostrando de ese modo la autenticidad de su amor por ella.

Este amor entre el varón y la mujer es imagen del amor de Cristo por la Iglesia (Ef 5,32). Cristo nos ha mostrado la dimensión del amor, cómo se ama verdaderamente y, con su Espíritu, no ha unido a Él y capacitado para amar como Él apoyados en su mismo amor. De este modo, el que el hombre y la mujer sean una sola carne se ha llevado a cumplimiento en este amor de Cristo.

Sólo Jesús tiene palabras de vida eterna y su amor es eterno y potente más que la muerte, por eso en nuestro estado, casados o célibes o consagrados, confesamos con Pedro nuestra fe en Él y nos afirmamos en el seguimiento de Aquel que es el Camino, la Verdad y la Vida.

 

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