Is 50,5-9a
Sl 114(115),1-2.3-4.5-6.8-9
Sant 2,14-18
Mc 8,27-35
El fragmento del evangelio de Marcos constituye el centro espacial de todo el evangelio (se sitúa exactamente en la mitad de la obra) y un centro clave para comprender toda la enseñanza y el camino espiritual que, en la narración marcana, va desde Galilea hasta el calvario y el sepulcro vacío.
El escenario en el que este evento se desarrolla se sitúa fuera de los límites de Palestina, en las proximidades de Cesarea de Filipo, ciudad construida por Filipo, hijo de Herodes el Grande, siguiendo los cánones romanos y dedicada al dios de la naturaleza Pan (de ahí el nombre actual de la localidad: Banyas), dada la exuberante vegetación existente en la zona abundante en aguas, de hecho allí se encuentran las fuentes que dan vida al nacimiento del Jordán, a los pies del monte Hermón.
Un poco antes de esta perícopa, Jesús ha curado a un ciego en Betsaida, y lo ha tenido que hacer repitiendo el gesto de la imposición de manos (Mc 8,22-26). Al final del camino hacia Jerusalén, que comienza a partir de la confesión de Pedro, otro ciego será curado, aquel de Jericó (Mc 10,46-52). Es así como enmarca el evangelista el camino de los discípulos, presentándolos como ciegos que tienen que ser llevados a la fe para vean claramente quién es Jesús y puedan ser testigos del evangelio y pescadores de hombres (Cf. Mc 1,17). En esta etapa del seguimiento, como constata la confesión de Pedro, los discípulos han alcanzado un cierto grado de visión de la persona de Jesús, pero esta “visión” no es total ni perfecta, puesto que todavía no entienden de qué modo realiza Jesús su realidad mesiánica ni todavía llegan a vislumbrar que es el Hijo de Dios (confesión que Marcos pondrá en los labios del centurión romano al contemplar cómo ha muerto Jesús, Mc 15,39), realidad de su persona que su resurrección de entre los muertos sancionará definitivamente (Mc 16,6-7).
La pregunta de Jesús: «¿Quién dicen los hombres que soy yo?» (Mc 8,27) da lugar a un montón de respuestas por parte de los discípulos. La gente le considera un hombre de Dios, un profeta, alguien, en definitiva, que habla de parte de Dios y enseña su voluntad. Tanto el Bautista (Cf. También Herodes había considerado esta posibilidad, Mc 6,14), como Elías (cuya vuelta se esperaba para dar comienzo a la era mesiánica y anunciar el juicio definitivo de Dios en la historia, Mal 3,23), o uno de los profetas, subrayan esa dimensión profética que la gente ve en Jesús. Ahora bien, no obstante la grandeza que estas respuestas dejan vislumbrar de la persona de Jesús, todas ellas son incompletas y no auténticas. Ser un profeta significaba ser un intermediario más en la lista de intermediarios enviados por Dios al pueblo de Israel. Jesús sería entonces uno más, pero no el último y definitivo Profeta, el anunciado por Moisés, ni el Cristo prometido a la dinastía davídica.
Por eso Jesús insiste en preguntar a los discípulos: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mc 8,29). Jesús desea saber si, después de todo lo escuchado y vivido junto a Él a lo largo de su ministerio en Galilea, los discípulos han penetrado más en el misterio de su persona y puede entonces dar un paso adelante e introducirlos más profundamente en la verdad de su ser y, por tanto, en el modo como va a realizar su misión salvífica.
La confesión de Pedro, portavoz del grupo de discípulos, parece haber sido la que esperaba el Señor a aquellas alturas del discipulado: «Tú eres el Cristo» (Mc 8,29). Definición exacta pero aún incompleta, una luz dentro del misterio de Jesús que todavía es, para todos ellos, incomprensible. Cristo, que en hebreo se dice Mesías, significa “consagrado”. Sin embargo, Jesús no es sólo el Cristo sino también el Hijo de Dios. Por este motivo la respuesta no es completa y todavía no debe ser anunciada (Mc 8,30). Pero para llegar a esa visión total de la persona de Jesús, los discípulos tienen que seguir la dirección que, a partir de estos momentos, Él mismo les marca. Se trata de dar un paso adelante inesperado y sorprendente en el cumplimiento de su misión mesiánica. Un paso en el que deja claro, a través de los anuncios de su pasión-resurrección, que el Cristo no será el esperado por parte de la tradición judía que entendía las promesas mesiánicas depositadas en el pueblo y testimoniadas en las Escrituras de este modo: el Mesías iba a ser una criatura humana investida por Dios, un rey triunfante, poderoso y glorioso según las perspectivas humanas, liberador con su fuerza y aquella de las armas de todas las opresiones en las que su pueblo Israel se encontraba sometido, en particular de la opresión romana que oprimía al pueblo judío en aquel momento.
Pero, según Jesús, el Mesías será un rey sufriente y pobre que se ajustará, más bien, a la figura de los siervos del Señor despreciados y maltratados a lo largo de la historia salvífica, y en concreto al Siervo del Señor anunciado por Isaías en cuatro cánticos, uno de los cuales, el tercero, se proclama hoy en la primera lectura, en la que el Siervo subraya cómo responde al mal para vencerlo: «ofrecí mis espaldas a los que me golpeaban, mis mejillas a los que mesaban mi barba. Mi rostro no hurté a los insultos y salivazos» (Is 50,5-6); obra así porque toda su confianza está en el Señor y porque sabe que es así como el Señor vencerá y como él mismo será justificado, salvado (Cf. Is 50,8-9). Jesús enseña a sus discípulos que sólo este Mesías muestra el rostro verdadero de Dios.
A partir de estos momentos, desde Mc 8,31 hasta 10,45, Marcos organiza su obra de modo consistente, presentando tres anuncios de la pasión (Mc 8,31; 9,31; 10,33-34), a cada uno de los cuales sigue la incomprensión de los discípulos (Mc 8,32-33; 9,32; 10,35-40) y a cada incomprensión una instrucción de Jesús en la que ofrece una aplicación a la vida concreta de su propio destino (Mc 8,34–9,1; 9,33–10,31; 10,41-45).
En nuestro texto evangélico, inmediatamente después del primer anuncio de la pasión-resurrección, Pedro expresa la incomprensión y el rechazo de lo que Jesús acaba de anunciarles. No es posible que Jesús, el Cristo, tenga que pasar por el sufrimiento, el desprecio, el rechazo y la muerte, pues eso no se ajusta al Dios omnipotente y triunfante que todos esperan. Por eso, después de su confesión, Jesús tiene que corregirle y volverle a recordar la llamada y las condiciones de la misma, con el fin de que su confesión se ajuste también a su pensar y obrar. En efecto, volviéndose Jesús, dejando a Pedro detrás de Él, y mirando a los discípulos, que piensan como Pedro, Jesús le dice: «¡Ve detrás de mí, Satanás!» (Mc 8,33), es decir, retoma tu posición de discípulo, según la cual tú debes “seguirme”, “ir detrás de mí”, y no delante como hace el Tentador para hacer caer y apartar de Dios. Cuando le llamó por primera vez a orillas del lago Tiberíades ya le dijo que esta era la condición del discipulado: “Vamos, detrás de mí y haré que lleguéis a ser pescadores de hombres” (Mc 1,17), condición que ahora se la recuerda y sobre la que volverá a insistir en su enseñanza sucesiva delante de la gente: «Si alguno quiere venir detrás de mí,…» (Mc 8,34).
Jesús le dice a Pedro el motivo de esta dura corrección: «Tú no piensas las cosas de Dios sino las de los hombres» (Mc 8,33). Dicho de otro modo, la conversión (el cambio de pensar) que reclama el seguimiento todavía no ha acontecido en lo profundo del corazón de Pedro. No tiene todavía la “mente de Cristo”, sino los pensamientos naturales que ante el sufrimiento y la muerte no encuentran otra salida que el rechazo y la huida. Será necesario que llegue a conocer a Dios y la potencia triunfante de su amor en Cristo, y que, beneficiado por dicho amor y transformado por él, “cambie su modo de pensar” y se encamine, también, por el único camino de la vida: la cruz gloriosa de su Maestro, Jesucristo.
El problema es la vida. Pedro no quiere que sufra y muera Jesús, porque con Él morirían todas sus esperanzas, después de haber dejado todo y haberle seguido por los pueblos, ciudades y caminos de Galilea, pero tampoco quiere sufrir y morir él mismo del modo como Jesús ha presentado su destino. El problema es la vida, y Jesús lo sabe. Por eso en su enseñanza, válida para todos, subraya el modo como conservar la vida: «Quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará. Pues ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida? Pues, ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?» (Mc 8,35-36). Se trata, en definitiva, de salvar, de conservar la vida para siempre o de perderla para siempre. Y Jesús indica el modo de conservar la vida: “Desear ir detrás Él, negarse a sí mismo, tomar la cruz y seguirle” (Mc 8,34). Jesús, Él y sus palabras en las que se da y se dice a sí mismo (Mc 8,38), es la garantía de la vida eterna y de la comunión con Dios. Él es el único que conoce el camino para alcanzarla. Por eso los propios proyectos (negarse uno a sí mismo), los sufrimientos que conlleva seguir a Jesús (la cruz), las propias capacidades y potencialidades naturales que uno tiene (para conservar esta vida terrena y ganar incluso la gloria del mundo), han de quedar sometidas a la voluntad del Señor, orientadas al cumplimiento de su proyecto de amor y conducidas por el camino de la vida que es Cristo. De hecho, Jesús, el Cristo e Hijo del hombre, retornará y lo hará de modo victorioso en la gloria misma de Dios-Padre (Mc 8,38).
Es la fe la que penetra en el misterio de Cristo, fe todavía incipiente en los discípulos que irrumpirá plenamente en ellos después de la resurrección, convirtiéndose en testigos del Evangelio y proclamadores de lo que ahora todavía rechazan, esto es, que Jesús Nazareno, muerto y resucitado, es el Cristo y el Hijo de Dios. De este modo confirmarán que la fe reclama, como nos dice Santiago, las obras, la manifestación y el testimonio concreto en nuestra existencia de la unión con Dios que confesamos con nuestros labios, pues «¿de qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: “Tengo fe”, si no tiene obras? ¿Acaso esa fe podrá salvarle?» (Sant 2,14).
Esta enseñanza de Santiago parece ser contraria a aquella del apóstol Pablo, sin embargo no es así. Pablo rechaza la confianza de salvarse por las “obras de la Ley”, pero jamás habla contra las “obras de la fe”, de la fe auténtica que obra por medio de la caridad (Cf. Ga 5,6). Esto mismo dice Santiago, la gracia de Dios da frutos y estos frutos son las obras de amor; si la fe, que es una relación íntima y amorosa con Dios, no produce esas obras, entonces esa fe está muerta en sí misma, esa relación con Dios no existe.
Lutero rechazó la carta de Santiago. La llamó “epístola de paja”, pensando que se oponía a la gracia de la salvación e interpretando las palabras de San Pablo como oposición a todas las obras, fuesen las que fuesen. Sin embargo, Pablo y Santiago no se contradicen, están plenamente de acuerdo: ambos quieren que la fe se manifieste en las obras, que no se convierta en una ideología, en una teoría muy bien elucubrada, sino en el impulso del Espíritu que nos va transformando y conduciendo a vivir íntegramente en el pensamiento, en el deseo, en el proyecto, en la acción según Dios. Somos salvados por medio de la fe que acoge la gracia divina salvífica (Ga 2,16), y si esto es así comprendemos que las obras de las que hablan Pablo y Santiago no son las que causan la salvación sino que son el fruto de la salvación que uno ya ha recibido en la fe, el fruto de la participación en la misma vida divina que ya ha sido derramada en nuestros corazones (Cf. Rm 5,5). Esta comprensión de “las obras de la fe” fue aceptada también por la Federación Luterana mundial, la cual, el 31-noviembre-1999, firmaba una declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación con la Iglesia Católica.
Comprendemos así que la fe en Cristo, que vive en nuestros corazones por medio de su Espíritu, nos conduce a perder nuestra vida por amor a Él, a someter toda nuestra existencia a su Persona y, por medio de Él, al Padre, con el fin de que podamos llegar a alcanzar plenamente la alegría, la paz y la felicidad que, unidos a Él por la fe y el amor puesto en acto, ya gustamos.