Nm 11,25-29
Sl 19(20),8.10.12-13.14
Sant 5,1-6
Mc 9,38-43.45.47-48
La primera lectura forma parte de un capítulo en el que prima la murmuración y el descontento de los israelitas contra YHWH y Moisés. El pueblo se acuerda constantemente de los ajos, cebollas, puerros, melones y pepinos que, según ellos, comían gratuitamente en Egipto. Cansados del maná y despreciando así el don de Dios (Cf. Nm 11,5-6) y deseosos de comer carne, el pueblo se olvida incluso de la dura esclavitud en la que vivió. Los israelitas siguen sin comprender la obra que Dios está haciendo con ellos y Moisés se ve incapaz de soportar el peso. Dios determina entonces infundir parte del espíritu de Moisés sobre 70 ancianos del pueblo, para que le ayuden a llevar la carga del pueblo, para que profetizando abran los oídos de los israelitas y les ayuden a comprender la presencia de Dios y su voluntad en cada momento y circunstancia. La finalidad es, por tanto, que estos ancianos disciernan esa voluntad y juzguen, dirijan y enseñen al pueblo en conformidad con ella. Los ancianos reciben el espíritu y comienzan a profetizar, pero Josué se muestra envidioso porque dos hombres que no estaban reunidos en la Tienda del Encuentro también profetizan. Moisés, sin embargo, le corrige diciéndole que es Dios quien da los dones y que ojalá que infundiera su Espíritu sobre todos, porque así desaparecerían los corazones de piedra y las cervices endurecidas por el orgullo, y aparecería la humildad y la alabanza.
Dios, en su sabiduría misericordiosa y omnipotencia creadora, respeta los tiempos y deja que su luz vaya paulatinamente iluminando la oscuridad del ser humano, ajustándose a la capacidad que el hombre va teniendo para recibirlo y, al mismo tiempo, educándolo paulatinamente en el camino de la vida. Precisamente el salmo 19(18) — de origen no-israelita y con paralelos en Babilonia, Egipto y Ugarit —, ensalza al Dios creador que está cercano al hombre para guiarlo hacia la luz de la vida, hacia la comunión de vida con Él. Dice el salmista que el Señor: (1) Con su Ley quiere hacer retornar a Él al alma extraviada y mantener unida a Él a aquella que ya le ama; (2) Con sus veraces testimonios, desea hacer sabio al simple, capacitándolo para discernir el bien y el mal; (3) Con sus preceptos, enraíza al hombre en la fuente de la verdadera alegría; y (4) Con sus mandatos, le purifica e ilumina para obrar su voluntad. Es así como el temor de Dios es suscitado en el corazón humano y como su Luz brilla, sin cesar, en la existencia de sus fieles.
Dios busca nuestro bien, pero nosotros, en tantas ocasiones, no buscamos a Dios y su Reino, sino las cosas de este mundo, el poder y la riqueza. Sabemos que la vida no está en los bienes, que ni su carencia santifica de modo automático, ni su abundancia es en sí misma mala. Y con todo, se continúa, o continuamos, buscando insensatamente la riqueza y el dinero, sin recapacitar que esto comporta en sí un grave peligro. Santiago avisa severamente sobre ello (Sant 5,1-6), quiere iluminar la situación en la que se encuentran algunos ricos a quienes su riqueza está cegando y incapacitándoles para realizar el bien, conduciéndolos a un castigo tremendo. Condena, el apóstol, la riqueza injustamente adquirida e injustamente administrada, llamando la atención: a la avaricia que les lleva a acumular dinero y bienes que terminan estropeándose (vv.2-3); al latrocinio que conduce a sustraer al obrero el jornal que necesita para poder vivir (v.4); al sibaritismo (v.5); y a los crímenes derivados del abuso de poder (v.6). El grito de los justos llegará al cielo, a Dios, porque es un grito que clama justicia y el Juez Justo condenará a los que así han obrado contra ellos: “son carne para la matanza” (v.5). La confianza y seguridad del hombre sólo puede estar en la misericordia de Dios y ésta no nos llama al egoísmo ni al pecado, sino a la conversión, invitándonos a practicar su misma misericordia, su generosidad y su entrega, ayudando al prójimo en sus necesidades vitales y sobre todo a encontrarse con Dios.
¡Cuántas palabras y enseñanzas recibimos de Dios!, sin embargo, lo que más practicamos es la táctica del avestruz, que, según se dice, consiste en esconder la cabeza en la arena para no ver el peligro que le acecha. El Señor con sus exhortaciones quiere iluminarnos, alumbrar la situación concreta en la que vivimos, la realidad espiritual en la que nos encontramos y que puede ser de separación de Él y de estar encaminados por un sendero que conduce a la perdición. Sus exhortaciones desean asegurarnos la plenitud de la vida.
Así lo hace también en el evangelio. Jesús nos exhorta y nos exige que resistamos a la tentación con vigor y fuerza extremos, que renunciemos radicalmente a las ocasiones de pecado. De modo metafórico nos dice que si lo que ocasiona el escándalo es la mano la arranquemos; si es el ojo, lo saquemos; si es el pie, lo cortemos, pues es preferible entrar manco, tuerto y cojo en el Cielo que con todos los miembros ser condenado a la Gehenna. La Gehenna se refiere, en primer lugar, al Valle de Hinón, situado al suroeste de la ciudad de Jerusalén. En este lugar se tiraban las basuras e inmundicias y se las quemaba, por lo que había una humareda continua. En dicho valle se llegaron a realizar ritos orientales macabros, como aquel de Moloc al que se sacrificaban los niños quemándolos (Cf. Jr 7,32-33). Por todo ello, la Gehenna se convirtió en símbolo del lugar de la condenación al fuego eterno, en símbolo del Infierno.
Jesús nos exhorta, por tanto, a no “escandalizar”. Literalmente “Escandalizar” significa “poner una piedra” para hacer tropezar el caminante. En sentido espiritual, escandaliza el que separa al otro de Dios, de Cristo. Las víctimas del escándalo señalado por Jesús son los “pequeños”, es decir, los que creen en Él como el Cristo pero todavía se adhieren a Él con mucha debilidad, fragilidad e inseguridad. Necesitan ser confirmados en la fe: necesitan una “mano” que les sostenga, un “ojo” que les ilumine, “un pie” que afirme sus pasos todavía vacilantes. Pero si estos miembros del prójimo se convierten para ellos en todo lo contrario, es decir, en motivo de error, de desvío, de alejamiento de Jesucristo y, por tanto, del conocimiento del Dios verdadero, entonces uno obra respecto a su hermano como el Tentador.
No pecar, no usar al hermano para el propio beneficio, no inducirlo al pecado, dejar de obrar el mal, abandonar el amplio sendero del vicio, de las pasiones incontroladas y centradas en el propio egoísmo, es “arrancar, sacar, cortar”. En todo lo que somos, palabras y comportamiento, hay una fuerza extraordinaria que debe ser usada para construir y confortar, y no para destruir y desasosegar. El amor al prójimo y su consolidación en la fe debe ocupar un lugar central para el discípulo de Cristo y para toda la comunidad cristiana.
Es posible que hoy la Palabra de Dios nos haga comprender nuevamente nuestra incoherencia de vida, nuestra bellaquería e hipocresía. Pero también hoy, esta misma Palabra sana nuestras enfermedades, perdona nuestros pecados y nos dice que, unidos a ella, todo nuestro ser debe ser retornado a Dios, vuelto hacia Él completamente, porque tal actitud es la única respuesta coherente del hombre a su inmenso Amor. Pidamos al Señor esta gracia y la fuerza del Espíritu Santo para llevarlo a cabo. Sólo así llegaremos a ser sal de la tierra y luz del mundo. Sólo así, no conformándonos a la mentalidad del mundo, insertaremos en él el Sabor y la Luz que recibimos de Cristo.