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Luz en mi Camino

30 septiembre, 2024 / Carmelitas
Luz en mi camino. 27º domingo del tiempo ordinario (B)

Gn 2,18-24

Sl 127(128),1-6

Heb 2,9-11

Mc 10,2-16

La liturgia de este domingo ofrece enseñanzas de gran importancia para la vida familiar. La íntima relación entre el hombre y la mujer es una cuestión que afecta al ser mismo del hombre, por lo que, de uno u otro modo, siempre es argumento de debate en cada cultura, sociedad y generación. La enseñanza evangélica se enmarca en el camino de Jesús hacia Jerusalén después del segundo anuncio de su Pasión (Mc 9,30-31), y es desde este trasfondo, vinculado al diseño original de Dios para el ser humano (al que alude la primera lectura y la referencia de Jesús a Gn 1,27; 2,24) en el que Dios mismo, en su Hijo, se involucra plenamente, como tiene que ser entendida.

Ante las muchedumbres que se agolpan en torno a Jesús (Mc 10,1), los fariseos se le acercan para preguntarle sobre un tema tan difícil y delicado como es el de la convivencia conyugal. Conocedores seguramente del pensar de Jesús, los fariseos quieren que descienda a esta realidad concreta y se comprometa con sus palabras, para poder minar su popularidad e ir allanando así su proyecto de matarle (Cf. Mc 3,6): bien por una respuesta disconforme a la mentalidad corriente (que consentía y practicaba el divorcio) o por una abierta oposición a la prescripción mosaica, lo que les permitiría acusarle de transgredir la Ley divina. Al igual que en nuestro tiempo (se habla de una separación matrimonial cada tres minutos y medio en España), por aquel entonces el divorcio estaba a la orden del día tanto en la sociedad judía como en la romana. Para los hebreos era un privilegio exclusivo del varón, y las discusiones rabínicas se centraban en determinar los motivos (a veces nimios: como podía ser el que la mujer cocinara mal) por los que el marido podía extender el acta de repudio a su esposa.

Jesús afronta la pregunta y responde sin rebajar ni un milímetro la voluntad de Dios para el hombre. Tras implicar a los fariseos con su pregunta («¿Qué os prescribió Moisés?», aclara primero que la prescripción mosaica no es, como pensaban los fariseos, la confirmación de que Dios acepta el divorcio, sino expresión de una medida extrema aplicada por Moisés para poner orden a una situación generada por la dureza del corazón humano. El acta de repudio pretendía, de hecho, proteger y liberar a la mujer del marido anterior, de tal modo que, con el acta en mano, pudiera casarse con otro hombre sin el temor de ser acusada de adulterio y seguidamente lapidada (Cf. Dt 22,22). En segundo lugar, afirma Jesús que el plan original establecido por Dios al crear al hombre y a la mujer no se ajusta, ni mucho menos, a esa prescripción, sino que tiende a la unión indisoluble de ambos, tal y como desvelan los siguientes elementos que confluyen en ella:

– La diversidad sexual querida por Dios y que los términos “varón” y “hembra” subrayan sin dejar lugar a dudas, está orientada hacia la unión para llegar a ser “una sola carne” (Gn 2,24). La complementariedad es parte esencial de cada uno y sólo alcanza su integridad y plenitud en la unión de ambos.

– El abandono del hogar paterno, seno primario donde uno nace, crece y comparte el cariño mutuo, señala el emprender un camino de autonomía y responsabilidad, que lleva implícita la toma de conciencia de que la unión con el otro asume una fuerza y un valor mayor que aquel de la familia paterna. El “abandonar” bíblico presupone y reclama, por tanto, madurez y responsabilidad serias en el paso a dar; un paso necesario para continuar madurando y creciendo en la propia persona al buscar, con corazón sincero, la verdadera unión con el otro, siempre abierto a la purificación de las propias o ajenas oposiciones, intentos de sometimiento y egoísmos. Muchos de los problemas matrimoniales se enraízan en la carencia o en el falso “abandono” del hogar paterno, por no haber entendido que la nueva unión, siendo creativa y activa, que tiene que encontrar su propia fisonomía en cuanto pareja y, posteriormente, en cuanto familia.

– La unión sexual engloba el compartir la realidad personal y el asumir el proyecto familiar como proyecto común de vida, donde recibir a los hijos, que son la expresión viva y concreta de la “nueva y una sola carne”. Sólo ahí los niños, débiles y necesitados de protección — como señala Jesús a continuación (Mc 10,13-16) —, podrán crecer como conviene y podrán ser acercados a Jesús y puestos bajo su amparo y bendición, al mismo tiempo que se aprende de ellos que el Reino de Dios tiene que ser acogido abriéndose confiadamente al amor protector de Dios que colma de dones y conduce a la Vida plena.

– El ser “una sola carne” también se vislumbra cuando cada uno de los cónyuges es recibido por la familia del otro como parte de ella misma, de su propia “carne”. Así lo dejan translucir los términos “hermana/o (política/o)” o “hija/o (política/o)” (Tb 10,3; 11,17). Ambas familias se encuentran vinculadas definitivamente con lazos de sangre, unos vínculos que deben alcanzar al ámbito moral y espiritual de la fraternidad familiar (como se hace más evidente aún en la perspectiva cristiana, Cf. Mc 3,34-35; 10,29-31).

Esta unión querida por Dios encuentra, sin embargo, un impedimento: la dureza del corazón. Esta expresión se refiere a la conciencia empecinada en su propio egoísmo, enviciada en realizar su propio beneplácito al margen de la bondad y de la voluntad de Dios. Es la conciencia que, por tanto, lejos de “convertirse y creer en la Buena Noticia del Reino de Dios” que Jesús encarna, no se convierte ni cree, ni se deja modelar, ni formar, ni conformar a la voluntad de Dios para lo que fue creada. Una tal persona (sea hombre o mujer) no buscará la realización de la unión arriba indicada sino su propia voluntad que, de uno u otro modo, tratará de esclavizar, someter y manipular al otro, siendo motivo continuo de división, de separación y, en no pocas ocasiones, de violencia física.

Los discípulos vuelven a insistir y a preguntar sobre esta misma enseñanza en privado (Mc 10,10). Jesús, que sitúa al hombre y a la mujer al mismo nivel de derechos y deberes, deja claro que no habla de una simple separación sino de la nueva unión sexual que puede seguir al divorcio. Separarse de la mujer o ésta del marido y unirse, respectivamente, a otra mujer u hombre es adulterar, es decir, realizar una acción contraria a la voluntad de Dios revelada en el Decálogo (Ex 20,14; Cf. Mc 10,19). Al valorar esta acción como transgresión del precepto divino, Jesús confirma de nuevo que la interpretación del orden de la creación anteriormente ofrecida (Mc 10,6-9) es la voluntad de Dios.

La unión querida por Dios para el hombre y la mujer reclama a éstos la mutua fidelidad y entrega en la alianza responsablemente establecida entre ellos. El divorcio fácil, las uniones ocasionales, las relaciones esporádicas y cada vez más frecuentes e iniciadas en edades más precoces, son consecuencia de corazones endurecidos; uniones egoístas en las que nunca apareció la responsabilidad de formar un nuevo hogar en el que crecer en el auténtico amor y en la mutua entrega y conocimiento tanto en los momentos de alegría como de tristeza, tanto cuando se vive con salud como cuando sorprende la enfermedad. Son uniones en las que, consciente o inconscientemente, Dios nunca tuvo cabida y, por tanto, en las que la razón por la que la propia persona vive y se une a la otra ha desaparecido del horizonte.

Jesús conoce lo íntimo de los corazones, sabe que dichos corazones traman su muerte y que le abandonarán, sabe que éstos tienen que ser ganados para Dios con su entrega en la cruz, pero afirma, sin embargo, la “bondad” en la que esos corazones han sido creados y para la que los considera dignos. Por eso les ilumina y enseña que la voluntad originaria de Dios no es el divorcio sino la unión indisoluble del hombre y de la mujer. Esta unión es inseparable de Jesús al ser en Él en quien el hombre es liberado del pecado, reconciliado con Dios y capacitado para cumplir la voluntad divina.

De hecho, al desvelar la “dureza del corazón” humano, Jesús está llamando implícitamente a todos sus oyentes a la conversión, y al recordarles la finalidad originaria de la creación les está reclamando la fe. La conversión y la fe son los dos prerrequisitos que se piden al hombre como respuesta apropiada al obrar de Dios en Jesús (Cf. Mc 1,15), prerrequisitos indispensables para realizar el proyecto querido por Dios desde la creación del mundo en lo que respecta a la unión del hombre y la mujer. Una unión que reflejará, de modo imperfecto pero al mismo tiempo maravilloso, la unión única y perfecta existente entre Cristo y su Iglesia (Cf. Ef 5,31-32).

 

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