Ex 22,21-27
Sl 17(18),3-4.47
1Te 1,5c-10
Mt 22,34-40
Aunque de poca extensión, la lectura evangélica de este domingo es sumamente importante porque trata la cuestión relativa al mandamiento mayor o principal de toda la Ley. La primera lectura, tomada del Éxodo (22,20-26), prepara esta temática al ofrecer precisamente un fragmento de la Ley mosaica que habla sobre el amor y la atención al prójimo más necesitado — sea forastero, viuda, huérfano o indigente —, sabiendo que Dios mismo es garante de su situación y reclama por ello que se le tenga misericordia y se le haga justicia.
El episodio del evangelio viene inmediatamente después de la controversia mantenida entre Jesús y los saduceos. La verdad de la resurrección afirmada por Jesús remitiendo a un texto de la Torah (Cf. Ex 3,6) — en la que los saduceos apoyaban precisamente la negación de la resurrección (Cf. Dt 25,5) —, dejó a estos últimos sin posibilidad de réplica, enmudecidos, por lo que los fariseos vieron una ocasión propicia para acercarse a Jesús y ponerle a prueba en relación con el núcleo esencial de la Torah o Ley, preguntándole: «Maestro, ¿qué mandamiento es el más importante en la Ley?» (Mt 22,36).
Por documentos escritos a partir del s. II d.C., sabemos que los rabinos distinguían en la Ley mosaica un total de 613 mandatos (248 preceptos positivos en correspondencia con los miembros del cuerpo, y 365 prohibiciones por analogía con los días del año), por lo que resultaba muy difícil discernir el mayor de todos ellos y precisar posteriormente el modo como unos y otros preceptos se relacionaban entre sí de modo gradual. Es fácil de entender, por tanto, que las discusiones de los fariseos sobre este particular estuvieran continuamente al orden del día. Algunos, considerando el orden escrito de la Torah, afirmaban que el primer mandamiento era la primera palabra que Dios dirigió al hombre: “Multiplicaos” (Gn 1,28); pero la mayoría estaba de acuerdo en que las Diez Palabras, el Decálogo, eran los mandamientos más importantes, dado que, a diferencia de los demás mandatos ordenados por Moisés, sólo éstos habían sido promulgados directamente por Dios y escuchados por todo el pueblo (Cf. Dt 5,4). También había un gran acuerdo en que el mandamiento del amor a Dios, que formaba parte de la oración cotidiana del Shemá, era un eje fundamental de toda la legislación mosaica, si bien para la tradición rabínica todo precepto de la Torah tenía el mismo valor y reclamaba, por tanto, la misma obligación moral de obediencia. Por consiguiente, no sólo la cuestión planteada a Jesús era espinosa y complicada, sino que su respuesta presagiaba también unas consecuencias del todo imprevisibles.
Antes de este episodio, y dentro de las discusiones mantenidas con sus adversarios en la explanada del templo, Jesús ha dejado entrever que Él es el Hijo (Cf. Mt 21,33-43) que, conociendo íntima y verdaderamente a Dios y su voluntad de introducir a todos los hombres en la comunión de vida eterna y dichosa con Él (Cf. Mt 22,1-14; 22,32), cumple perfectamente el mandato primario y más importante que, con plena autoridad y sin dudar lo más mínimo, declara ahora ante los fariseos, esto es: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, y con toda tu mente» (Mt 22,37-38). Junto con este mandamiento e inseparablemente vinculado a él, porque forma parte esencial de la voluntad salvífica divina, Jesús añade el segundo precepto, sobre el que ciertamente el doctor de la Ley no le había preguntado pero sin el cual el primero quedaría como algo etéreo y sin concreción alguna en la vida cotidiana, ya que el amor a Dios sobre todas las cosas debe manifestarse explícitamente “amando al prójimo como a uno mismo” (Cf. Mt 22,39); de hecho, como concluye Jesús, toda la Ley y los profetas — toda la historia salvífica por tanto—, pende de estos dos mandamientos (Cf. Mt 22,40).
Jesús, que vive lo que anuncia y anuncia lo que vive, deja a un lado cualquier formulación negativa o limitada — como ocurría con el Decálogo, del que siete mandatos están expresados en forma negativa y tres en forma positiva pero explicados con preceptos negativos —, y ofrece el mayor ideal, el único que da un impulso definitivo y universal a la vida, porque “amar al Señor tu Dios (Cf. Dt 6,5)” y “amar al prójimo” (Lv 19,18)» exige renovarse cada día, recomenzar en cada momento y abrirse incesantemente al aprendizaje de la caridad.
El mundo quizá no cambie, ni tenga por qué cambiar, pero el cristiano está obligado a caminar en una transformación constante de sí mismo para unirse a Dios, si es que verdaderamente “ha sido liberado de Egipto y de la idolatría” por el Señor (Cf. Ex 20,1), si es que verdaderamente ha conocido el amor de Dios manifestado en Cristo-Jesús en quien la Liberación de Egipto se ha “hecha carne”, cumplimiento perfecto. Por eso para “proclamar” en la existencia este diseño de amor divino y no quedar “enmudecidos” como los saduceos o como el legista o los fariseos (Cf. Mt 22,46), sólo queda acoger al Dios-Amor que hasta tal punto nos ha amado que se ha hecho hombre, Emmanuel (Mt 1,23; 28,20), para liberarnos a todos de “Egipto y de la esclavitud” y hacernos así capaces de amar.
Es evidente, por tanto, que mientras el hombre no salga de la incredulidad, de su falta de fe, de la angustia en que se sume y de la idolatría del vicio en la que se ve obligado a servir o en la que él mismo se somete de forma voluntaria, incondicional y degenerada, esto es, mientras el hombre no reconozca al Dios-Creador y al Hijo-Redentor, y no admita que Dios le ha creado a su misma imagen por amor y para el amor, seguirá teniendo miedo de sí y del prójimo, y lejos de obrar con amor hacia el otro le responderá, activa o pasivamente (matándolo en su corazón y en sus afectos), con la violencia y el asesinato.
El amor al prójimo al que Jesús nos llama es aquel que, como Él mismo afirma en Jn 13,34, se cimienta en su mismo amor: «amaos los unos a los otros como yo os he amado», lo cual significa que tenemos que aprender a amar a los otros más que a nuestra propia vida, puesto que Jesús, el Señor, nos ha amado hasta ofrecer su misma vida por nosotros. Hay que tener en cuenta, además, que el amor-caridad (agapáō) no se refiere simplemente a un sentimiento pasivo sino principalmente a la acción que ayuda y apoya material y espiritualmente al prójimo (amigo o enemigo) para que viva y para que, viendo las buenas obras hechas a su favor, conozca y alabe a Dios-Padre y a su Hijo Jesucristo.
Considerando el trasfondo veterotestamentario y el contexto del evangelio mateano, la carga ética de este precepto es patente: no robar, no mentir, no engañar, no jurar en falso, no oprimir, no maldecir, no tratar injustamente en los tribunales,…, son preceptos que forman parte de ese amor al prójimo que Jesús universaliza y compendia en su regla de oro: «Por tanto, todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros a ellos; porque ésta es la Ley y los Profetas» (Mt 7,12). Bien podemos decir que la caridad es el auténtico culto que el cristiano debe ofrecer a Dios en su ser y en su existencia.
En su carta a los Romanos, San Ignacio de Antioquía decía que su mayor “deseo era el pan de Dios, que es la carne de Jesucristo, de la descendencia de David, y la bebida de su sangre, que es la caridad incorruptible”. En la Eucaristía, recibimos el Cuerpo y la Sangre de Jesús que introducen y nutren dentro de nosotros su mismo amor a Dios y al prójimo, es decir, el alimento y la bebida espiritual que Ignacio anhelaba profundamente ver hecha realidad en su propia carne a través del martirio. Por eso, aunque somos conscientes de estar muy lejos de cumplir y lograr la exigencia del amor, sabemos también que el doble mandamiento de la caridad no es para nosotros un imposible, sino un camino en el que nos vamos adhiriendo, de modo íntegro y total (“con el corazón y la mente”) y vital (“con el alma”), a Jesús y a su amor extremo por nosotros, puesto que quien “come y bebe” a Cristo, no sólo “come y bebe” la Liberación de la esclavitud del pecado, del mal y de la muerte, sino también la plenitud del Amor a Dios y al prójimo. Esta Libertad y este Amor van unidos y son un regalo que se nos da, una fuerza y una capacidad que recibimos para ayudarnos a llegar hasta el fondo de nosotros mismos, allá donde mora Aquel mismo que “hemos comido y bebido”. Y es en este camino de fe, esperanza y amor hacia la unión plena con el Dios que tanto nos ha amado, como vamos componiendo en cada uno de nuestros gestos, acciones y palabras, el “canto nuevo” del amor a Dios y al prójimo.