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Luz en mi Camino

28 octubre, 2024 / Carmelitas
Luz en mi camino. 31º domingo del tiempo ordinario (B)

Dt 6,2-6

Sl 17(18),2-3a.3bc-4.47.51ab

Heb 7,23-28

Mc 12,28b-34

No obstante los judíos lo proclamen todos los días y nosotros los cristianos lo sepamos también de memoria, el Shemá, que aparece tanto en la primera lectura como en el evangelio, se formula y transmite después de un largo camino. De algún modo, la verdadera proclamación del Shemá, con la palabra y con la vida, reclama mirar hacia atrás para contemplar el camino exterior recorrido junto a Dios (o Jesucristo), y la profunda transformación interior que — por obra del amor de Dios — se ha ido produciendo en el propio corazón y mente. Se transmite y proclama el Shemá cuando uno está en las condiciones de comprender que escuchar la Palabra del Señor y amar como Él ha amado es su mejor y más excelente proyecto y modo de vida a seguir.

La lectura deuteronómica forma parte de uno de los extensos discursos que dirige Moisés al pueblo de Israel en las estepas de Moab, de frente a Jericó, poco antes de morir y de que Josué dé inicio a la conquista de la Tierra Prometida. Antes de proclamar el Shemá, Moisés recuerda a Israel el camino recorrido (Dt 1,6–5,33): la liberación de la esclavitud y los cuarenta años transcurridos en el desierto, donde no sólo ha quedado sepultada la “generación perversa” salida de Egipto (Dt 1,21), sino también donde ha conocido a YHWH — su celo, providencia, paciencia y misericordia — y aquello que había en su propio corazón (Dt 1,29-31; 8,1-6).

A lo largo de esos años, Israel conoció su soberbio corazón que le impedía confiar en YHWH, así como su autocomplacencia y deseo de volver a Egipto para saciarse de las cebollas, de los ajos y de los puerros — aunque fuera retornando al yugo de la esclavitud —. A lo largo de esos años, Israel conoció su mente retorcida que no cesaba de maquinar el modo de perpetrar su egoísta deseo de construir su propia historia, de modelar su propio “dios” plasmado en el Becerro de Oro, de consumar su lascivia prostituyéndose con las hijas de Moab (en Baal Peor), de planear cómo usurpar el codiciado puesto de Moisés y Aarón sin reconocerlos como profetas de Dios. De este modo conoció Israel que sus pensamientos eran mezquinos y que le cegaban hasta el punto de pensar que YHWH era un Dios malvado que le había conducido al desierto para matarlo allí y destruirle para siempre. Era así como Israel gastaba y desgastaba inútilmente sus fuerzas: prostituyéndose detrás de los ídolos, idolatrando sus mismas posesiones al fabricarse con ellas el Becerro, y fraguando incesantes quejas y murmuraciones contra Dios y sus enviados.

Sin embargo, lo más importante era que, al mismo tiempo que iba conociendo su corazón endurecido, su mente depravada y el uso mezquino de sus fuerzas, Israel iba comprendiendo que YHWH-Dios le cuidaba como un Padre a su hijo, enseñándole la humildad en la humillación, la obediencia en el dolor y la oración en la necesidad. Por eso sólo cuando la “nueva” generación de Israel era consciente de su miseria y de que YHWH era el único Dios, providente y misericordioso, sólo entonces estuvo preparado para escuchar, aprender y poner por obra el Shemá y su mandato de amor.

También en el evangelio el Shemá aparece después de que Jesús ha hecho un largo camino desde Galilea hasta Jerusalén, y cuando está a punto de pasar al Padre (la verdadera Tierra Prometida) a través de su pasión y muerte. Su camino ha sido el camino de los discípulos, quienes han aprendido a seguirle, a ir detrás de Él al mismo tiempo que iban conociendo su propio corazón y mente. Jesús les ha enseñado paciente y repetidamente sobre el significado de su destino y las consecuencias que éste tendrá para sus vidas y aquellas de todos los hombres.

Por medio de la llamada, del seguimiento y la enseñanza, Jesús ha conducido a sus discípulos por el camino de la conversión y de la fe y ha ido introduciéndoles en el Reino de Dios. Primero comenzó haciéndoles afrontar lo que sería el final del Shemá: las fuerzas, para que se desapegaran de “las posesiones” (en Mc 1,18.20; 2,14 se dice que “dejan todo y le siguen”; Cf. Mc 10,28). El primer paso decisivo es aquel de dejar de servir a Mammón, siguiendo a Jesús apoyados en la “fuerza” de su llamada y confiando en Él como Maestro que conduce a la Vida.

En segundo lugar la mente, la inteligencia que “construye el proyecto de vida”, debe ser iluminada a la luz del obrar del Hijo del hombre. Pedro, simbolizando a todo discípulo, conocerá las firmes palabras de Jesús cuando se opone a su destino por creerlo contrario a la voluntad de Dios: «Ve detrás de mí, Satanás, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» (Mc 8,33); y a continuación les enseñará a todos el modo como tienen que pensar y adecuar su vida si quieren seguirle y ganar la Vida: deben “negarse a sí mismos, cargar con su cruz y seguirle incondicionalmente” (Mc 8,34–9,1).

Por último, el corazón — la conciencia de saber quién es Jesús, quién el Padre, quiénes somos y cuál la grandeza a la que somos llamados —, será definitivamente transformado en la fe que brotará de la pasión y resurrección de Jesús, y que llevará al discípulo a vivir como “pescador de hombres” (Mc 1,17; 13,10), “amando al prójimo como a sí mismo” al anunciarle, con su vida y palabras, el Evangelio de Jesucristo.

De hecho Jesús, al himno de amor total, personal y exclusivo a Dios que es el Shemá, asocia otro mandato: “el amor al prójimo” (Lv 19,18) con el que conforma una unidad (Mc 10,31: “No existe otro mandamiento [en singular] mayor que estos”). Sólo Dios reclama y merece la entrega y confianza de todo el ser, de toda la persona porque sólo Él merece ser adorado. Pero en base a ese amor, el prójimo tiene que ser amado como “uno mismo se ama”, porque — habiendo sido creado a la imagen y semejanza de Dios — tiene la misma dignidad y porque, en Jesús, también ha sido amado hasta el extremo y ganado para Dios. Por eso, el prójimo no puede ser idolatrado sino servido (Mc 10,45) en conformidad con el corazón, la mente y las fuerzas que, de modo total, aman a Dios. Quien ama a Dios sobre todas las cosas, se hará ‘próximo’ de su semejante y se pondrá a su servicio para, con su amor, conducirlo a Dios.

Al establecer el Shemá y el amor al prójimo como el núcleo central de la ley divina, de aquellos 613 mandamientos que los rabinos habían extraído de la Torah bíblica, Jesús nos enseña que la verdadera vida de piedad no es aquella que observa un precepto o eleva una oración a Dios de modo particular y aislado del resto de actividades, sino aquella que vive amando radical y permanentemente a Dios y al prójimo. A este amor no accede uno por “mandato”, sino por la adhesión espontánea y jubilosa que es consecuencia del amor salvífico de Dios que se ha experimentado en la propia historia.

Por eso el imperativo “escucha” lleva implícito el recordar toda la historia salvífica, la historia que día a día ha hecho (y hace) Dios a favor nuestro y en la que se revela que sólo YHWH es Dios y que nos ama inmensamente. Es ahí, inmersos en esa historia salvífica siguiendo a Jesús, donde renace un corazón y una mente nuevos, que nos conducirán a darnos total y gratuitamente al otro amándolo con todas nuestras fuerzas. Tal es el verdadero sacrificio (Mc 12,33; Cf. Rm 12,1-2) que acepta Dios, unidos a Jesús, cuya muerte en la cruz es la expresión del más grande e inimaginable gesto de amor hacia el Padre y hacia el prójimo. De este sacrificio participamos en la Eucaristía, para salir a expresarlo y experimentarlo en nuestro vivir cotidiano.

Al hacer nuestra la enseñanza de Jesús sobre el mayor de todos los mandamientos, proclamamos que en Él ha sido llevado a su su plena realización y que en Él lo hemos recibido cumplido. Jesús nos ha enseñado que Dios es amor, y de qué modo hay amarle a Él y al prójimo. De este modo el evangelio nos orienta hoy hacia aquello que es el anhelo más profundo de nuestro ser: el amor. Siguiendo a Jesús y uniéndonos cada vez más a Él y por medio de Él, iremos conociendo y comprendiendo que la plenitud de la alegría y de la felicidad no se encuentra sino en amar como Él ha amado, con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas, a Dios y al prójimo.

 

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