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Luz en mi Camino

6 noviembre, 2023 / Carmelitas
Luz en mi camino. 32º Domingo del tiempo ordinario (A)

Sb 6,12-16

Sl 62(63),2-8

1Te 4,13-18

Mt 25,1-13

   La parábola de las diez vírgenes, que hoy se proclama, forma parte del discurso escatológico que Jesús dirige a sus discípulos en el Monte de los Olivos (Mt 24,3; 24–25). La parábola, que es una exhortación a ser “prudentes”, se convierte para cada discípulo — y para toda la comunidad cristiana — en una gran interpelación: “¿Qué quieres ser: virgen prudente (frónimos) o virgen necia (mōrá)?”; “Con quién de ellas deseas verdaderamente identificarte?”. Con y en Jesús han llegado las nupcias de Dios con su pueblo, y todos estamos invitados a participar en ellas (Cf. Mt 22,1-14). Es de suponer, asimismo, que todos, al igual que las diez vírgenes, queremos salir al encuentro del Novio, pero ¿somos todos prudentes o, por el contrario, somos necios e, imprudentemente, estamos descuidando ese futuro encuentro y no valorándolo como conviene?

    En el Sermón de la Montaña (Mt 5–7), Jesús enseña que, para entrar (eisérchomai) en el Reino de los Cielos, es necesario que la “justicia” de sus discípulos sea mayor que aquella de los escribas y fariseos Mt (5,20), por eso ahora, al escuchar esta parábola, los discípulos tienen que discernir qué es aquello que diferencia a las vírgenes prudentes de las necias acordándose de toda la enseñanza de Jesús, para poder comprender qué “aceite” es aquel que les permitirá esperar apropiadamente la llegada del Novio y entrar (eisérchomai) con Él en el banquete nupcial del Reino (Mt 25,10).

    Era costumbre en Palestina que, al anochecer el último día de los festejos nupciales, el novio, acompañado por sus amigos, se dirigiese a la casa en la que la novia, junto con sus compañeras, le estaba esperando. Cuando el cortejo del novio llegaba donde la novia, se formaba un único séquito y todos juntos se dirigían hacia la casa del esposo para celebrar allí el matrimonio y el banquete nupcial. Al paso de la comitiva, la luz de las antorchas — unas estacas a las que se sujetaba una vasija en la que ardían paños impregnados de aceite —, quebraba la oscuridad de la noche, y el silencio se veía inundado por las voces, cantos y pasos jubilosos de los invitados a la boda.

    Pues bien, es precisamente en el momento en el que todas las vírgenes están esperando la llegada del novio, cuando se quedan profundamente adormecidas. Lo único que diferencia a unas de otras es que, mientras las prudentes tienen junto a sí una pequeña alcuza con aceite para sus antorchas, las necias no han hecho acopio de ello, ni aprovechan el tiempo de espera para conseguirlo. Por lo demás, todas “duermen”, como signo de que la parusía del Señor (y su hacerse encontradizo cada día) sobreviene para todos — prudentes o necios —, de modo imprevisto.

    En plena “noche” — con todo su simbolismo de momento de prueba, de mal, de vacío en el que el alma anhela a su Dios (Cf. Sl 62), de muerte, o de espera de la aurora que traerá la “luz” que es vida, gracia y presencia misma de Dios —, se oye el grito jubiloso tan esperado: «¡Ya está aquí el novio! ¡Salid a su encuentro!» (Mt 25,6). Es entonces cuando todas se despiertan y preparan sus antorchas; es entonces cuando las necias se dan cuenta de que les falta el “aceite” necesario para empapar sus paños y encender sus antorchas. Es entonces cuando las prudentes, en su prudencia, les explican que no pueden darles de su propio “aceite” porque no habría suficiente para todas, y les orientan hacia los vendedores para que lo compren.

    Pero en estas nupcias, a diferencia de las bodas terrenas, la “puerta” del banquete se cierra detrás del novio y de los invitados que entran con Él (Mt 25,10). Las necias llegan demasiado tarde, llegan cuando a nadie interesa ya si tienen o no “aceite”. Gritan, sin embargo, con fuerza: «¡Señor, señor, ábrenos!» (Mt 25,11), pero les sucede lo que Jesús había anunciado en el Sermón de la Montaña: «No todo el que me diga: “Señor, Señor”, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial. Muchos me dirán aquel Día: “Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?. Y entonces les declararé: “¡Jamás os conocí: apartaos de mí, agentes de iniquidad!» (Mt 7,21-23).

    Jesús, el novio del banquete, aparece así como el Hijo del hombre y el Juez del mundo que pronuncia la sentencia definitiva: «En verdad os digo que no os conozco» (Mt 25,12). De este modo el esperado encuentro con Él se convierte, para las vírgenes necias, en una separación eterna. Todas ellas, prudentes y necias, habían sido llamadas a la comunión con el esposo, pero al final no todas le pertenecieron.

    ¿Qué es, por tanto, este “aceite” que hace arder e iluminar a la antorcha y estar convenientemente preparados para entrar en el banquete del Reino? En el Sermón de la Montaña se indica que el “aceite” que enciende la antorcha son las “buenas obras”: «Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,13; Cf. Mt 5,14-16). Estas “buenas obras” son la “justicia mayor” que los discípulos tienen que realizar (Mt 5,20) y que Jesús desgrana a lo largo del Sermón y del evangelio: perdonar al prójimo, no resistir al mal, ofrecer la otra mejilla, dar a quien pida, socorrer al necesitado, anunciar el evangelio, amar al enemigo. Son las “buenas obras” empapadas del amor que impregna las bienaventuranzas y que el mismo Jesús encarna y da a quienes se acogen a Él, ya que: «Todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica, será como el hombre prudente (andrí fronímǭ) que edificó su casa sobre roca… Y todo el que oiga estas palabras mías y no las ponga en práctica, será como el hombre necio (andrí mōrǭ) que edificó su casa sobre arena» (Mt 7,24). De hecho, ya en la parábola precedente a aquella de las vírgenes, Jesús enfatizó que cada siervo debe servir amorosa y fraternalmente a los demás compañeros si quiere ser alabado cuando su Señor retorne (Cf. Mt 25,45-53).

    No es suficiente, por tanto, tener la “antorcha” (entendida simbólicamente como la “fe” que ilumina la vida del creyente). No basta sólo la fe, es necesario que «la fe obre por medio de la caridad» (Ga 5,6), porque «la fe, si no tiene obras, está realmente muerta… Porque así como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta» (Sant 2,17.26). Como enseña la parábola, para que el discípulo esté preparado para encontrarse con el Señor necesita vivir la fe que profesa, esto es, necesita que su fe se haga vida, una vida de amor llena de obras buenas realizadas según la voluntad de Dios.

    Con la imagen de las vírgenes prudentes y necias, Jesús pone delante de los discípulos los “dos caminos” que anunciaba en su enseñanza inaugural: «Entrad por la entrada estrecha, porque ancha es la entrada y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; más, ¡qué estrecha la entrada y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y son pocos los que lo encuentran» (7,13-14). Vivir según las propias inclinaciones y gustos humanos, movido exclusivamente por el propio interés egoísta, significa vivir vana e infructuosamente, moverse por “el camino ancho y espacioso” en el que no se acumula ni una gota de “aceite” que haga arder la “antorcha” en el momento de la venida del Señor. Vivir como “vírgenes prudentes” comporta caminar por el “camino angosto”, esto es, vivir vigilantes “haciendo lo que el Señor dice”. La exhortación a la “vigilancia” que aparece al final del evangelio hodierno: «¡Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora!» (Mt 25,13), se refiere, precisamente, a “estar siempre preparados” para el encuentro con el Señor, al modo como lo estuvieron las vírgenes prudentes.

 

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