Pr 31,10-13.19-20.30-31
Sl 127(128),1-5
1Te 5,1-6
Mt 25,14-30
En este penúltimo domingo del primer ciclo litúrgico, la Iglesia nos invita a reflexionar nuevamente sobre un texto evangélico tomado del discurso escatológico mateano (Mt 24–25), en el que Jesús, por medio de la “parábola de los talentos”, enseña a sus discípulos (Cf. Mt 24,3) cómo tienen que comportarse cuando Él ya no estará físicamente presente en medio de ellos, es decir, durante el tiempo que mediará entre su resurrección-ascensión y su retorno glorioso, para que cuando regrese y “ajuste cuentas” con ellos (Cf. Mt 25,19) puedan ser alabados y compartir el “gozo del Señor” (Mt 25,21.23). Dado que estamos viviendo en ese ínterin temporal al que el evangelio alude, es evidente que la parábola nos incumbe a todos y que a todos nos reclama la debida atención.
Antes de ausentarse por un largo periodo de tiempo (Mt 25,14.19), el patrón de la parábola, que representa a Jesús, deja sus bienes en manos de los siervos, esto es, de los discípulos, distribuyéndolos según la capacidad (dunámis) de cada uno. Con esto da a entender que el patrón no actúa con maldad o al azar en la repartición, sino con suma bondad tanto en lo que da inicialmente, en cuanto conoce plena y profundamente a cada siervo y no da a ninguno de ellos sino aquello que es capaz de asumir y de hacerlo producir, como en la recompensa final que excede toda expectativa previa, puesto que introduce al siervo fiel en su misma comunión de vida dichosa — simbolizada en el “entrar en la alegría o el gozo del Señor” (Mt 25,21.23) —.
Dado que un talento (tálanton) equivalía a unos 6000 denarios, y que el denario era la paga diaria que recibía un obrero, es obvio que la cantidad que reparte el patrón es enorme, dejando entrever así que los discípulos, en la ausencia de su Señor, serán responsables de un bien extraordinario.
Es evidente, asimismo, que antes de cualquier “actitud moral ejemplar o meritoria” por parte de los siervos, el “talento” es un don del Señor que precede a todo lo que después se pueda realizar. Pero ¿a qué se refiere o qué simboliza exactamente aquí el término “talento”? Dentro del contexto mateano, este vocablo no se entiende como “la capacidad o aptitud que tiene una persona para desempeñar adecuada e inteligentemente una tarea u ocupación”, sino al conocimiento del Reino de Dios recibido a través de la enseñanza, obras y persona de Jesús, y al modo como cada uno de los discípulos, según su fe, lo acoge en sí mismo y lo realiza en su vida concreta (Cf. Mt 4,17; 13,11; 16,13-20; 19,27).
El conocimiento de Jesús y del Reino de Dios que Él encarna y manifiesta, reclama al discípulo, por consiguiente, que obre en conformidad con ese don acogido dentro de sí (Cf. Mt 4,17; Lc 17,21). Los aspectos cognitivo y operativo son inseparables y se reclaman mutuamente, de ahí que, nada más recibir los talentos, se diga que “en seguida” se negocia (o no) con ellos. El término traducido por “negociar” dice literalmente en griego “obrar” (ergázomai) y apunta hacia la realización de las “buenas obras” (ta kalá érga) requeridas por Jesús desde el principio (Mt 5,16) y sintetizadas en las bienaventuranzas (Cf. Mt 5,3-12); obras que Él mismo cumple (Mt 11,2.5) y que, como indicará en el mandato misionero final, tendrán que continuar practicando los discípulos a lo largo de todo el periodo escatológico: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes… enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mt 28,16-20).
El don del Reino no es, por lo tanto, una excusa para que aquel que lo conoce y recibe se convierta en un “perezoso” (Mt 25,26), puesto que dicho “don”, vinculado profundamente a la acogida y aceptación de Jesús como el Señor, no sólo pretende hacer verdaderamente libre a quien lo recibe con buen corazón, sino también confirmarle y fortalecerle en la unión con Dios-Padre y suscitar en él el deseo de cumplir su voluntad y de producir “frutos buenos” (Cf. Mt 7,17).
Así se constata en los siervos que recibieron cinco y dos talentos: rápidamente negociaron con ellos y ganaron tanto cuanto habían invertido. Cada don recibido y negociado se convirtió en una firme garantía para “ganar” otros dones: el que recibió cinco obtuvo un total de diez y el que recibió dos logró un total de cuatro. Además, el ser “tierra buena” que daba frutos, hizo que el patrón les considerase dignos de “entrar en su gozo”. Esta “retribución” final, como ya hemos dicho, desborda sobremanera cualquier mérito y capacidad humana, y se debe exclusivamente a la liberalidad del señor. La expresión “y le sobrará” (Mt 25,29) indica precisamente esa generosidad extraordinaria que consiste en hacer partícipe al siervo de la felicidad eterna, de la misma vida de Dios, algo que el hombre no puede conseguir por sí mismo (Cf. Mt 19,26), pero que Jesús vinculaba como promesa divina inherente a las bienaventuranzas y, por tanto, al seguimiento y al testimonio dado por Él (Cf. Mt 19,29). Todo se debe, en definitiva, a la magnificencia y bondad del patrón, puesto que los siervos, en cuanto siervos, no serían merecedores de nada.
Sin embargo, no deja de sorprendernos que el siervo que menos talentos recibió, en conformidad — hay que recordar —, con su capacidad personal, reaccionase malvada e indolentemente (Cf. Mt 25,26). Sabedor de que su patrón era capaz de obtener beneficios en cualquier parte mucho mejor de lo que él mismo podría hacer, decide “no negociar” y, por tanto, no hacer fructificar su talento, y opta por esconderlo debajo de la tierra para poder devolvérselo íntegramente a su amo en cuanto vuelva (Mt 25,18.24-25). Pero esto va a tener unas consecuencias dramáticas para el siervo, puesto que el “don” es inseparable de la persona y de la vida del que lo recibe, tal y como lo hemos visto en los dos anteriores de modo positivo, y ahora, con este tercer siervo, se pone de manifiesto negativamente.
Así es, este último siervo no conoce verdaderamente a Jesús, a quien llama “hombre duro”, y, en consecuencia, tampoco tiene por Dios al Padre bondadoso y misericordioso que Él anuncia y revela. En realidad este siervo demuestra, por su actitud, que no es un auténtico discípulo (Cf. Mt 7,21-23) y que no ama al Señor, ni se ama verdaderamente a sí mismo, ni ama tampoco al prójimo, puesto que toda posibilidad y capacidad de amar, simbolizada en el “talento” procedente del Señor-Jesús, la tiene “enterrada” tediosamente bajo tierra (Mt 25,18).
Él mismo expresa todo esto cuando, al ser llamado para “ajustar las cuentas” dice así: «Señor, sé que eres un hombre duro, que cosechas donde no sembraste y recoges donde no esparciste. Por eso me dio miedo, y fui y escondí en tierra tu talento. Mira, aquí tienes lo que es tuyo» (Mt 25,24-25). Estas palabras dejan bien a las claras que el siervo considera negativamente al patrón (“hombre duro o severo”) y que no quiere tener nada en común con él (“tu talento/lo que es tuyo”), pero la consecuencia de este modo de pensar y actuar es que el “miedo”, como paralizante veneno, toma el puesto del “amor” en el corazón del siervo, y además de dejarlo inmovilizado en su propio egoísmo le conduce a pensar erróneamente que su obrar está plenamente justificado. Por eso, tal y como le define su señor, es un «siervo malo y perezoso» (Mt 25,26) que a sí mismo, con su conducta, se condena, ya que si sabía que su patrón era “duro” y que recogía donde no sembraba, entonces con mayor razón habría tenido que “sembrar” para que su señor hubiera recogido “lo suyo con los intereses” (Mt 25,27).
A lo largo del seguimiento, Jesús ha enseñado a sus discípulos que Dios es su Padre y el de ellos, un Padre misericordioso que les ama y que desea que, como hijos suyos, sean “perfectos como Él” en el amor, amando a todos, sean amigos o enemigos (Cf. Mt 5,43-48). Por eso, quien conoce a Jesús y, en Él, al Padre, no puede sino confiar en Él, y la confianza aleja el miedo, aguza el ingenio para realizar “obras buenas”, e impulsa y fortalece para ser fieles a los “dones” recibidos en medio de las mayores dificultades (Cf. Mt 24,9-13). La mujer de la primera lectura y el varón del salmo son ejemplos de que la confianza en Dios, mostrada en “el temor santo hacia Él” (y no en el “miedo”), es la fuente de la alabanza y de la vida dichosa (Cf. Pr 31,30; Sl 128,1.4).
Dentro del evangelio de Mateo, la parábola habla, por tanto, del mandamiento del amor y los “talentos” recibidos son signos de ese amor y no se han de emplear sino para ponerlo por obra. Por eso esta enseñanza de Jesús no justifica cualquier clase de “trabajo o negocio” movido por la codicia, ni justifica los métodos abusivos que se puedan emplear para conseguir ganancias y multiplicar el capital, como si fueran “las posesiones materiales” y las riquezas los frutos que espera el Señor. Pero Dios no desea esto, pues, como dice el salmista, “del Señor es la tierra y cuánto la llena” (Cf. Sl 24,1) y no tiene necesidad de nada ni de nadie, pues todo le pertenece y no carece de nada.
Por eso, respecto a las posesiones y preocupaciones “económicas”, Jesús ya ha dejado claro cuál debe ser la actitud de los siervos-discípulos: «Buscad primero el Reino y su justicia, y todas esas cosas (alimento y vestido, y bienes para adquirirlo) se os darán por añadidura» (Mt 6,33); es más, Jesús promete que «todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará vida eterna» (Mt 19,28-29). El “negocio” ejercido con los talentos se refiere, por tanto, a esa búsqueda del Reino de los Cielos y a las “buenas obras” realizadas para entrar en él y para conducir a los hombres a Cristo y a alabar al Padre (Cf. Mt 5,14-16). El tercer siervo, enterrando su talento, rehusó obrar y optó por esconder su “lámpara” debajo del celemín, por lo que al no producir “aceite” ni dar “luz” alguna, se desvirtuó y, convertido en algo inservible, fue tirado fuera (Cf. Mt 5,13; 25,30) y dejado en la oscura soledad del desamor en la que, por su desconfianza y miedo, siempre quiso estar.
La parábola muestra, sin duda, cómo influye sobre la acción de cada siervo la idea que cada uno de ellos tiene de Dios, y cómo es ésta la que determina tanto el modo de obrar como la sentencia final de alabanza o condena. Por eso tenemos que preguntarnos seriamente hoy qué idea tenemos de Dios y si, unidos a Jesús, creemos que el Padre nos ama y quiere nuestro bien, o, si por el contrario, pensamos que es un Juez injusto y despótico que sólo desea nuestra desventura.
Si hemos conocido y recibido el amor de Dios manifestado en Cristo-Jesús, los cristianos, como dice Pablo en su carta a los Tesalonicenses, somos “hijos de la luz y del día” (Cf. 1Te 5,5) y sabemos que el tiempo presente, al que la parábola se dirige, no es aquel del sinsentido y de la ausencia vana del Señor, sino aquel que nos ofrece la posibilidad de vivir su mismo amor, introduciendo y sembrando en la vida cotidiana los “talentos” del evangelio, conscientes de que es el único y auténtico camino que conduce a la Vida, el único camino que anuncia y desvela al verdadero Dios a quien toda la humanidad, viendo nuestras “buenas obras”, está llamada a conocer y alabar (Cf. Mt 5,16).