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Luz en mi Camino

11 noviembre, 2024 / Carmelitas
Luz en mi camino. 33º domingo del tiempo ordinario (B)

Dn 12,1-3

Sl 14(15),5.8-11

Heb 10,11-14.18

Mc 13,24-32

Ya próximos a la conclusión del ciclo litúrgico, la Iglesia nos propone hoy un texto evangélico perteneciente al discurso escatológico de Marcos, en el que se expone, con lenguaje e imaginería profético-apocalíptica, una fuerte exhortación de Jesús a sus discípulos para que esperen activamente su manifestación gloriosa, aprendiendo a discernir adecuadamente los signos de los tiempos que la anuncian siempre cercana.

Sentado enfrente del Templo en las faldas del Monte de los Olivos, Jesús habla a sus cuatro primeros discípulos (Mc 13,3) — y a través de ellos a todos los demás (Mc 13,37) —, sobre el periodo temporal en el que ya no estará físicamente presente entre ellos, es decir, acerca del tiempo que se extiende desde su resurrección hasta la parusía, momento en el que concluirá la historia. De esto hablan las palabras iniciales del evangelio: «En aquellos días, después de esa gran tribulación, el sol se oscurecerá y la luna no dará su resplandor; las estrellas caerán del cielo y los astros del cielo serán sacudidos. Entonces verán al Hijo del hombre viniendo entre las nubes con gran poder y gloria…» (Mc 13,24-26).

La “gran tribulación” alude a los sufrimientos causados por la destrucción del Templo y de Jerusalén (Cf. Mc 13,14-18), acaecida el año 70 de nuestra era por las tropas romanas lideradas por Tito. “Después de ella” (“En aquellos días, después de la tribulación”), se abre un periodo de duración indeterminada ― en el que nosotros mismos nos encontramos ―, que terminará con la venida visible, en poder y gloria, del Hijo del hombre. La imagen simbólica del “oscurecimiento del sol y de la luna” y “la convulsión de los astros”, se refiere a que esta venida gloriosa provocará una transformación de todo el universo creado, para que la creación renovada sea capaz de acoger a la “nueva humanidad” que, en aquel instante, aparecerá transformada plenamente a la imagen gloriosa de Jesucristo (Cf. Flp 3,21).

La imaginería utilizada llama también la atención sobre la intervención definitiva de Dios en la historia como Juez, a través de la “venida del Hijo del hombre” (Mc 13,26-27; Cf. Is 13,10; 34,4). Ya el profeta Daniel, en 7,13-14, hablaba de la aparición gloriosa del Hijo del hombre; parte de la tradición judía la interpretó como la irrupción del Mesías, y los cristianos la ven cumplida en Jesús, el Cristo (Cf. Mc 8,29). En Él, la historia dio un cambio radical porque, en su persona y obra, se hizo presente el Reino de Dios en medio de la humanidad. De hecho, a partir de su resurrección, estamos en el epílogo de la historia, en el tiempo de la paciencia de Dios, en el periodo de la proclamación evangélica del cumplimiento de las promesas divinas en Jesucristo, promesas que, mientras dure este hoy, se van realizando lenta pero incesantemente en el corazón de los creyentes y en la historia humana, hasta que, con su manifestación, haga visible que todas las cosas “le han sido sometidas” y entregue el Reino al Padre (Cf. 1Cor 15,24.28).

Esta afirmación de que la historia tendrá un final contrasta con el continuo devenir de los días y las noches, el incesante trajín de las personas y el sucederse de las generaciones, que conducen a pensar en un proceso “infinito” de la historia en el tiempo. Los cristianos, sin embargo, deben aprender a “vivir vigilantes”, considerando las palabras de Jesús en las que les enseña que tanto el “ciclo de la naturaleza” como las guerras entre las naciones, las catástrofes naturales, las miserias que se abaten sobre pueblos enteros, las persecuciones contra los cristianos, la continua y universal evangelización, y la aparición de falsos cristos y profetas (Cf. Mc 13,5b-13.21-22), entran dentro de la historia salvífica que Dios-Padre lleva a plenitud en su Hijo.

La llamada a la vigilancia, que atraviesa de hecho todo el discurso (Cf. Mc 13,5.7.9.11.18.21.23), es enfatizada en los versículos finales (Mc 13,28-37), de los que forma parte la pequeña parábola que, sobre la higuera, hoy se proclama. Este árbol de hojas caducas renueva sus brotes en primavera y anuncia, de ese modo, la cercanía del verano y de sus frutos. Aprendiendo de ella, los discípulos tienen que comprender que los acontecimientos arriba indicados son un anuncio de lo cerca que Jesús está de ellos y de lo cercana que, por tanto, está su manifestación gloriosa. Sobre esta certeza, y seguros de la ayuda providencial del Espíritu Santo, tienen que aprender a vivir su vida cotidiana dando testimonio de Él (Cf. Mc 13,11). Esto significa que la “manifestación gloriosa de Cristo” está cercana para cada generación. Y, por lo tanto, también para la nuestra. Los acontecimientos señalados están, de uno u otro modo, siempre presentes ante nosotros como signos que “anuncian” su cercano venir, y esta Venida la pueden “acelerar” todos y cada uno de los creyentes por medio de la evangelización y de la fidelidad personal al Evangelio (Cf. 2Pe 3,12).

Ahora bien, como indica el texto, sólo Dios-Padre decide, en su conocimiento activo, sabio y eficaz, de la historia humana, el momento final: «En torno a ese día y hora nadie sabe, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre» (Cf. Mc 13,32). Por eso se equivocan y conducen al error quienes proponen fechas específicas (como han hecho en diversas ocasiones los Testigos de Jehová) o un desarrollo discernible y verificable de la historia a través de horóscopos o del estudio de los astros, o por “supuestas revelaciones” de grupos sectarios apocalípticos; tales hipótesis sólo pueden ser tachadas de ciencia-ficción, y los que las proponen forman parte de los “falsos profetas” anunciados por Jesús (Mc 13,21-22).

Según lo dicho, la enseñanza del evangelio es muy rica para cada uno de nosotros y, sin pretender ser exhaustivos, podríamos enumerar los siguientes puntos: (1) Los cristianos no estamos esperando el fin del mundo, sino la manifestación gloriosa de nuestro Señor Jesucristo, con quien ya estamos unidos espiritualmente por medio de la fe, que siempre mantenemos viva acogiendo, meditando y cumpliendo su Palabra (Cf. Mc 13,31); (2) Tampoco estamos aguardando una catástrofe cósmica, sino “un cielo nuevo y una tierra nueva”, es decir, la transformación del universo y de nosotros mismos para poder vivir en el seno de Dios, en su armonía y felicidad plenas; podríamos decir, aplicándonos aquello que el profeta Daniel dice en la primera lectura, que esperamos: “brillar como el fulgor del firmamento y como las estrellas, por toda la eternidad» (Dn 12,3); (3) Tampoco creemos y esperamos, por tanto, que el final de esta vida terrena significa para nosotros entrar en el sinsentido o en el vacío o en la nada más absolutos, sino más bien el “paso” hacia la plenitud del Amor y de la Vida que hemos recibido en Cristo, que gustamos en la fe y en la esperanza, y que tratamos de vivir y testimoniar amando al prójimo como somos amados por Él.

No son, por tanto, los magos, los astrólogos, los fanáticos de las sectas religiosas, ni los líderes políticos, quienes ofrecen la verdadera respuesta a las preguntas existenciales más profundas del ser humano y que las lecturas hodiernas conducen a plantearnos (quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos, qué sentido tienen la vida y la muerte), sino el Evangelio de Jesucristo, la Luz verdadera, en el que nos invita a adherirnos a Él con paciencia, perseverancia, vigilancia y amor (Mc 13,13), esperando activamente (en el amor a Dios y al prójimo) el Día de nuestra definitiva liberación.

Que esta palabra evangélica nos ayude a gustar la esperanza salvífica que ya reposa en nuestro corazón y a levantar la mirada hacia lo Alto y hacia la manifestación gloriosa de nuestro Señor Jesucristo con que concluirá la historia. Y así, fijos los ojos en Aquel en quien adquiere sentido pleno nuestra existencia, aprendamos a vivir según sus mismos sentimientos cada uno de nuestros pequeños o grandes intereses, cada uno de nuestros quehaceres y cada uno de nuestros dolores y gozos, caminando sin cesar hacia su encuentro, creciendo continuamente, como discípulos suyos que somos, en el amor total e incondicional hacia Dios y hacia los hermanos.

 

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