Ex 20,1-17
Sl 18(19),8-11
1Cor 1,22-25
Jn 2,13-25
La liturgia de los dos primeros domingos de Cuaresma ha subrayado, por una parte, que Dios se ha aproximado definitivamente a la humanidad en Jesús, en quien nos llama a la conversión y a la fe para poder entrar en su Reino (Mc 1,15), y, por otra parte, nos ha recordado que Jesús es su Hijo amado a quien tenemos que escuchar (Mc 9,7). Pues bien, precisamente porque Jesús es el Hijo de Dios es también, como nos desvela el evangelio hodierno, el verdadero Templo en el que el Padre se hace presente y accesible a la humanidad, para que todo hombre, unido a su Hijo amado, pueda vivir su existencia como un verdadero hijo que le adora en “espíritu y verdad” (Jn 4,23-24).
Tenemos que comprender que la oración y el culto al Dios vivo no pueden limitarse a pronunciar unas palabras y a alabarle meramente con los labios, mientras el corazón y la propia existencia se mantienen al margen (Cf. Mc 7,6b), sino que reclaman la integridad de la persona, cuya vida debe llegar a ser un servicio realizado según la voluntad y el querer de Dios (Mc 10,45; Jn 13,1-17). Y esto tiene que ser así porque la persona humana, habiendo sido creada a “imagen y semejanza de Dios”, está llamada a ofrecer dicho culto sin separación ni división entre su ser y su existencia. Sin embargo, todos nos damos cuenta que esta adoración, que desvela al mismo tiempo la dignidad del ser humano y la gloria de Dios, no podemos realizarla por nosotros mismos, ya que, como dirá el libro de la Sabiduría, nuestra finitud, debilidad, pecado y caducidad nos lo impiden: «Los pensamientos de los mortales son tímidos e inseguras nuestras ideas, pues un cuerpo corruptible agobia el alma y esta tienda de tierra abruma el espíritu lleno de preocupaciones» (Cf. Sab 9,14-15). Sólo Dios puede hacer que la persona humana llegue a ser en sí misma un templo santo y un auténtico culto espiritual, y así lo ha realizado en su Palabra encarnada (Cf. Jn 1,14), dándoselo cumplido a todo aquel que recibe a su Hijo Jesucristo a través del anuncio evangélico.
Por esta razón aducida, el templo de Jerusalén no era adecuado ni para Dios ni para el ser humano. Ya en el AT, se reconocía que el templo material no podía ser una verdadera morada para Dios. Así lo había anunciado el rey Salomón al orar en el interior del primer templo recién inaugurado: «¿Es que verdaderamente habitará Dios con los hombres sobre la tierra? Si los cielos y los cielos de los cielos no pueden contenerte, ¡cuánto menos esta Casa que yo te he construido!» (1Re 8,28); y el Tritoisaías (Is 56–66) lo deja meridianamente claro cuando transmite este oráculo divino: «Así dice YHWH: “Los cielos son mi trono y la tierra el estrado de mis pies. Pues ¿qué casa vais a edificarme, o qué lugar para mi reposo, si todo lo hizo mi mano, y es mío todo ello?”» (Is 66,1-2a). De hecho, el problema básico que se afronta en el texto evangélico no es el edificio en sí mismo, ni los sacrificios que en él se celebraban, sino el “corazón” del hombre que, no obstante todos los holocaustos y sacrificios que podía ofrecer, continuaba estando alejado de Dios, empecinado en el pecado, esclavizado por sus propias pasiones, aferrado a su vida terrena y, por tanto, incapacitado para unirse plenamente a Dios y al prójimo en el amor.
Las numerosas reformas religiosas, anunciadas e impulsadas por los profetas, podían haberse reiniciado una y mil veces con el fin de que el templo recuperase su supuesta “pureza” original, pero éstas no habrían impedido que aquellos que se hubieran acercado para ofrecer sacrificios al Señor, hubiesen dejado de ser “bandidos”, esto es, personas cuyo corazón era incapaz de obrar la justicia de Dios y, por tanto, un corazón que, de uno u otro modo, se movía en la falsedad y el engaño. Sí, el templo jamás hubiera dejado de ser un “mercado” (Jn 2,16) porque aquel culto que allí se ofrecía no podía justificar al hombre y darle la salvación y la santidad, esto es, la unión con Dios (quien, en cuanto a su ser trinitario y a su amor infinito vuelto hacia la humanidad, continuaba siendo un desconocido).
Por eso Jesús, con sus palabras y su gesto profético, anuncia una novedad radical. Declara que el templo material y todo aquello que le circunda queda anulado por ser inapropiado e insuficiente para expresar y realizar la relación entre Dios y el ser humano, la unión del Padre con sus hijos. ¡Aquel templo no daba para más! Era tan sólo una figura que tenía que dejar paso a la realidad. Por eso la crítica de Jesús al entramado económico, político y religioso que allí confluía, y más aún antes de la Pascua en la que llegaban a sacrificarse unas 18000 víctimas, no debe entenderse como si fuera causada o referida exclusivamente a la posible o cierta corrupción de las autoridades judías y del pueblo hebreo. De hecho, Israel deseaba agradar a Dios y pensaba que ese era el modo como tenía que hacerlo, tratando de poner por obra, del mejor de los modos posibles, sus mandatos (Cf. Ex 12; 23,14-19; 34,18; Lv 23,5-9). El problema es más profundo que todo esto. Como dirá el autor de la carta a los Hebreos, el templo estaba llamado a desaparecer porque era ineficaz, sólo alcanzaba al exterior, a la apariencia, sin conseguir purificar el interior de la persona y liberarla de su conciencia de pecado y de la condena de muerte que pesaba sobre ella (Heb 9,1–10,18).
Jesús, que ya ha sido presentado en el prólogo joánico como la Palabra hecha carne, la Luz y la Vida de los hombres, y ha sido testimoniado por Juan el Bautista como “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,4.9.14.29), irrumpe en la explanada del viejo templo como Aquel que va a realizar lo que prefiguraba el antiguo santuario junto con el sacerdocio y los sacrificios y holocaustos que en él se ofrecían para reconciliarse con Dios. Él, el Cordero sin defecto, era la Morada de Dios y el Cuerpo Mediador (Cf. Jn 1,14; 2,21) que iba a sustituir al templo hecho por manos humanas. Jesús, como ya quedaba simbolizado en la transformación del agua en vino en Caná (Jn 2,1-11), iba a transformar todas las relaciones entre Dios y los hombres, y aquellas de los hombres entre sí, porque es precisamente en el ámbito de las relaciones donde se tendrá que manifestar el verdadero culto en espíritu y verdad que corresponde al Padre celeste. El profeta Jeremías ya había anunciado la transformación de la relación del ser humano con Dios en la nueva Alianza, en la que YHWH mismo prometía cumplir en el corazón humano su Ley, sintetizada en las Diez Palabras que hoy se proclaman en la primera lectura: «Pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Ya no tendrán que adoctrinar más el uno a su prójimo y el otro a su hermano, diciendo: “Conoced a JHWH”, pues todos ellos me conocerán del más chico al más grande — oráculo de YHWH — cuando perdone su culpa, y de su pecado no vuelva a acordarme» (Jr 31,33b-34).
Jesús, que con el azote de cuerdas en sus manos se presenta como el Mesías que purificará a los hombres de todos sus pecados, vicios y prácticas idolátricas, es el “Santuario” (como indica el término griego naós en Jn 2,19), es decir, “el Santo de los santos” en el que mora y resplandece la gloria de Dios y que asegura, por tanto, la presencia permanente de Dios en el mundo. Y ofrece una señal o signo de que esto es así: «Destruid este Santuario y en tres días lo levantaré» (Jn 2,19). Su muerte (“destruid”), ofrecida como máximo servicio de amor al hombre para liberarlo del pecado, del mal y de la muerte (Jn 13,1) y unirlo al Padre, será también la máxima expresión de la gloria de Dios, de su amor omnipotente desplegado a favor de la humanidad. En su resurrección (“en tres días lo levantaré”), el Santuario de su Cuerpo quedará erigido para siempre como el “lugar” teológico en el que toda persona, a través de la fe, encontrará al Padre y, en su unión con Cristo, será capaz de adorarle en “espíritu y verdad”, gracias al Espíritu que brota de Jesús y que recibe el creyente como un “río de agua viva” (Cf. Jn 7,37-39). Jesús mismo dirá que el discípulo, unido a Él en el amor y en el cumplimiento de su Palabra, será morada de Dios: «Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14,23).
Es evidente, por tanto, que “la sabiduría humana” que buscaban los griegos en el discurso bien hecho, convincente, razonado y razonable, y “los signos de poder” que pedían los judíos para probar la autenticidad del Enviado, no expresaban la verdadera esperanza y profunda realidad del hombre, aquello que el ser humano deseaba, buscaba y quería alcanzar. De hecho, Dios rechazará esos deseos basados en pensamientos meramente humanos, y mostrará que la sabiduría y el signo que desvela y responde al anhelo de plenitud que tiene la persona humana es “Jesucristo crucificado” (1Cor 1,22-23): “escándalo para los judíos”, porque aparentemente la cruz tan sólo es signo de debilidad e impotencia y no expresión de la potencia divina; y “necedad para los gentiles” porque ¿cómo puede estar la salvación y la sabiduría de Dios en un hombre crucificado?
Pero Dios ha revelado su omnipotencia y sabiduría en su Hijo encarnado y crucificado, y ha manifestado que Él es el Templo de su gloria, en quien la persona humana llega a alcanzar su plenitud y grandeza, esto es, la unión con Dios (Padre, Hijo y Espíritu Santo). “Jesús crucificado” es, para los llamados, la revelación más poderosa y sabia del amor de Dios; Aquel en quien comprenden que el culto más excelso que pueden dar a Dios-Padre no es otro que el de aceptar, por amor y sólo por amor, la humillación, el sufrimiento, el desprecio, el odio y la muerte que les pudieran sobrevenir por parte de los hombres (Cf. Jn 15,13)
Jesús es el Templo verdadero en el que Dios mora y la Víctima viva y santa que a Él agrada, la misma que en la Eucaristía se nos da como alimento y bebida de salvación eterna. Sí, en Jesús se produce definitivamente el encuentro de Dios con el hombre y del hombre con Dios. Por eso, tenemos que acoger este Templo y Víctima a través de la fe, para — en Él, con Él y por Él — dar culto al Dios vivo en nuestro propio cuerpo (Cf. Rm 12,1-2). En este sentido, las iglesias, catedrales, basílicas y demás lugares materiales de oración o culto, junto con los ornamentos, inciensos y objetos de culto, sólo son útiles en la medida en que nos ayudan a crecer en la fe en Dios y en el perdón y el amor concreto al prójimo en cada momento y circunstancia de nuestra vida.