Dt 18,15-20
Sl 94(95),1-2.6-9
1Cor 7,32-35
Mc 1,21-28
La liturgia de este domingo subraya el valor de la palabra de Dios y de la persona de Jesús, cuya palabra, siendo el Verbo mismo de Dios encarnado, es capaz de liberar y sanar a aquellos que le escuchan.
La primera lectura, tomada del Deuteronomio — el último libro del Pentateuco que está formado por una serie de discursos sobre la Torah puestos en boca de Moisés —, anuncia que, al final de los tiempos, Dios suscitará en medio del pueblo un profeta que enseñará y desvelará definitivamente, con verdad y rectitud, su voluntad: «Pondré [dice Dios] mis palabras en su boca, y les dirá lo que Yo le mande» (Dt 18,18). Esto quiere decir que las “palabras” del profeta no serán en realidad “sus palabras”, sino “las palabras del Otro”, es decir, del mismo Dios que le envía, por lo que reclamarán una respuesta apropiada a su gran dignidad y relevancia. Ahora bien, ¿qué respuesta es la que exactamente se pide? La misma lectura lo indica un poco antes con la exhortación: «A él lo escucharéis» (Dt 18,15). Así de sencilla y, al mismo tiempo, así de difícil es la respuesta que el Señor reclama: “escuchar” las palabras de su profeta.
Y es sencilla y difícil porque, considerando el trasfondo semita, el verbo de índole sapiencial “escuchar” (šāma‘) no alude a un simple oír pasivo, sino a prestar atención activa a aquello que se dice, acogiéndolo y conservándolo en la propia mente y corazón, y meditándolo cuidadosamente para poder comprenderlo cada vez más profundamente y ponerlo por obra del modo más perfecto posible. Dado que “escuchar” al profeta es “escuchar” a Dios, aquellos que cierren los oídos a sus palabras, rechazándolas y despreciándolas, serán juzgados como si hubieran rechazado y negado a Dios mismo, por eso la lectura deuteronómica sentencia que «a quien no escuche las palabras que [el profeta] pronuncie en mi nombre, Yo [= Dios] le pediré cuentas» (Dt 18,19).
Con el paso del tiempo, la tradición judía fue delineando la figura del profeta anunciado por Moisés hasta llegar a identificarlo con el Mesías davídico. Los evangelios, conocedores de esta tradición, presentan a Jesús como dicho profeta y le proclaman como la encarnación, perfecta, plena y definitiva, de la Palabra de Dios. No ha de extrañarnos, por tanto, que a lo largo de su vida pública Jesús se dedicara principalmente a enseñar (Cf. Mc 2,13; 4,1; 6,2.6.34; 10,1; 14,49), tal y como ya lo confirma su primera aparición pública en la sinagoga de Cafarnaúm, donde también se evidencia que la autoridad de su enseñanza supera, de manera incomparable, a aquella de los escribas y maestros que le precedieron (Mc 1,22.27). Jesús es, para Marcos, el “maestro” por antonomasia, y por eso solamente a Él le asignará dicho título a lo largo y ancho de su evangelio.
Los escribas eran expertos de la Ley mosaica y estaban encargados de interpretarla y de educar y enseñar al pueblo a ponerla por obrar en la vida cotidiana puesto que era expresión de la voluntad de Dios. Pero la gente advierte muy pronto que Jesús enseña y obra la voluntad del Señor con una autoridad sin igual, y que los efectos espirituales y salvíficos de su enseñanza, así como su influencia en el ámbito social — pues «su fama se extendió inmediatamente por todas partes» (Mc 1,28) —, la situaban fuera de cualquier criterio, valoración y calificación humana. En medio del pueblo elegido estaba irrumpiendo “algo nuevo”, nunca experimentado ni visto hasta entonces, que causaba asombro y estupor, y conducía a todos a plantearse la pregunta: «¿Qué es esto?» (Mc 1,27); una cuestión que se vinculaba inseparablemente a aquella otra referente a la persona misma de Jesús: “¿Quién es éste que así habla y enseña?” (Cf. Mc 2,7).
La diferencia entre la enseñanza de Jesús y aquella de los escribas conducirá muy rápido al desacuerdo y a la confrontación. Los escribas le acusarán de ser un blasfemo que pretende tomar el puesto de Dios al perdonar los pecados (Cf. Mc 2,7), le acusarán de obrar como agente de Beelzebul (Cf. Mc 3,22) y no dudarán en formar parte de aquellos que, en última instancia, le condenarán a muerte (Cf. Mc 14,53-65).
Sin embargo, para todos, gente letrada o del vulgo, era innegable que la palabra potente de Jesús era capaz de expulsar a los demonios o “espíritus inmundos/impuros” (Cf. Mc 1,23-27.34.39; 3,11-12; 5,1-20; 9,14-29). El término “espíritu” hace referencia aquí a una potencia activa, difícil de comprender, sujetar y dominar; y la calificación “inmundo/impuro” indica, según el pensamiento bíblico, que dicho espíritu es profano y que se encuentra en oposición a Dios y a su voluntad. En los evangelios, los espíritus inmundos (también denominados demonios) son presentados como poderes contrarios a Dios que esclavizan a muchas personas, impidiéndoles disponer libremente de sí mismas, aislándolas, encerrándolas en sí mismas y separándolas de los demás y de Dios. Pero Jesús muestra, con su autoridad y poder, que es más fuerte que ellos, hasta el punto de vencerlos con una sola palabra y liberar de ese modo a los hombres, a quienes les devuelve la dignidad humana que habían perdido (Cf. Mc 5,15). La expulsión de los demonios constata que, en la persona de Jesús, el Reino de Dios se ha aproximado definitivamente y de manera favorable, eficaz y salvífica, a la humanidad (Cf. Mc 1,15).
Reparando en aquello que acaece en la sinagoga, es evidente que la palabra de Jesús no es vana, un mero soplo de aire, un irreflexivo movimiento de los labios, o un hablar sin ton ni son semejante a los interminables parloteos y chismorreos que inundan los innumerables programas “telebasura” que se emiten actualmente en todos los canales de televisión y a todas las horas. La palabra de Jesús es, por el contrario, un acto solemne y eficaz, tanto más grande, importante y eficaz cuanto más insigne y veraz es Aquel que la pronuncia. Cuando Jesús habla, su palabra, lejos de morir o extinguirse en el mismo instante en que es pronunciada, empieza a latir y a vivir, de modo concreto y real, en aquellos que la “escuchan” y creen en Él, acomodándose con sublime humildad y sin violentar voluntades a la condición y situación en las que éstos se encuentran. Ahora bien, tal y como se observa en la sinagoga, la palabra de Jesús sí que incide poderosamente sobre el mal que pretende rechazarla y apartarla de la persona del endemoniado, en la que el sujeto plural con que responde gritando ante la presencia de Jesús muestra la múltiple disociación en que la posesión del “espíritu inmundo” sume a su personalidad: «¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazaret?» (Mc 1,24). La palabra de Jesús actúa como una “espada” que penetra hasta las junturas del alma en las que dicho “espíritu inmundo” quiere enraizarse, seccionándolo y expulsándolo fuera del hombre: «Cállate y sal de él» (Mc 1,25). Efectivamente, la palabra de Jesús no es una pomposa doctrina que tiene que ser admirada, sino una fuerza divina creadora, liberadora y amiga del ser humano.
La palabra de Jesús, que permanece para siempre (Cf. Mc 13,31), no ha perdido ni perderá jamás su vigor, por eso continúa buscando personas que la escuchen y se dejen limpiar de todos los “espíritus inmundos” que las oprimen. De hecho la expresión “espíritu inmundo/impuro” (to pneuma to akátharton) no alude a algo ajeno a nuestra realidad y sociedad actual, pues ¿cuántos demonios continúan moviendo a los hombres e impulsándolos a proyectar planes egoístas y contrarios a la voluntad de Dios, condicionándolos, subyugándolos y destruyendo su vida y la de los demás? Jesús mismo, al hablar sobre la doctrina de lo puro e impuro, de aquello que verdaderamente “contamina” (koinóō) a la persona, desvela y nombra de algún modo a todos estos “espíritus inmundos” que continúan bien presentes entre nosotros y que salen de dentro del corazón humano, tales como: la prostitución, los robos, los homicidios, los adulterios, las codicias, las maldades, los engaños, la impureza, la envidia, las calumnias, la soberbia y las múltiples vanidades y necedades que nos subyugan (Mc 7,21-22).
Jesús, el “Santo de Dios” que ha puesto su tienda en medio de la humanidad (Mc 1,24) y que “no ha venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mc 2,17; Cf. 10,45), nos invita también hoy a todos nosotros a dejarnos condicionar por su palabra, a permitirle iluminar y expulsar a “nuestros demonios” y a que, como el Maestro y el Santo de Dios que es, le dejemos que ocupe el puesto primario, único y central que le corresponde en nuestra mente y corazón, en nuestro ser.