Is 42,1-4.6-7
Sl 28(29),1-4.9-10
He 10,34-38
Mc 1,6b-11
Después de la Epifanía, la liturgia da un salto en el tiempo y nos sitúa ante Jesús ya adulto, en el momento en que es bautizado por Juan el Bautista y está a punto de iniciar su vida pública. Los años pasados en Nazaret quedan en el silencio y sólo la contemplación del inmenso fruto salvífico de su ministerio público nos ayuda a comprender la esencia de lo que, a lo largo de ese tiempo, ocurrió en Jesús, esto es, que creció de manera extraordinaria en sabiduría, en madurez y en la capacidad de amar y de hacerse amable para Dios y para los hombres (cf. Lc 2,52).
Así pues, “el más fuerte y más digno” anunciado por el Bautista, que venía detrás de él y que iba a bautizar en el Espíritu Santo (Mc 1,7), irrumpe definitivamente en escena cuando Jesús, que contaba por entonces unos 35-36 años, se acerca al Jordán para ser bautizado. Y aparece como una persona más entre todas aquellas que, habiendo tomado en serio la predicación de Juan, eran bautizadas por él tras haber manifestado su voluntad de conversión y su deseo de ser perdonados y reconciliados con Dios (Mc 1,5).
También el lugar de su procedencia es del todo ordinario, pues Galilea, la región norteña de Palestina, alejada de Judea y de la actividad política, económica y religiosa de la Ciudad Santa, era considerada irrelevante por los sumos sacerdotes y fariseos tanto por el elevado número de gentiles que en ella habitaban y transitaban como por el hecho de que “nunca hubiera salido de ella profeta alguno” (Jn 7,52). Y más intranscendente aún si cabe era Nazaret, el pueblo donde Jesús había transcurrido toda su vida y en el que, como dará a entender Natanael (Cf. Jn 1,46), jamás había surgido algún personaje importante o ocurrido algo digno de mención, por lo que era completamente desconocido e innombrado en toda la literatura judía. Sin embargo, esta localidad quedará asociada para siempre al nombre de Jesús, hasta llegar a convertirse, de algún modo, en su apellido y ser conocido como “Jesús el Nazareno” (Cf. Mc 1,24; 10,47; 14,67; 16,6). Lo cierto es que fue allí, en aquel pequeño y desconocido pueblo, donde se forjó su personalidad y donde, en confrontación con sus gentes, habituadas al trabajo duro y a la vida austera y modesta, creció en estatura, sabiduría y gracia, hasta llegar a ser el hombre que, en el río Jordán, será bautizado por Juan.
A primera vista, tampoco el bautismo de Jesús es extraordinario, salvo en aquello que precede y en aquello que le sigue. Previamente Juan había anunciado la llegada del “más fuerte y digno” que él que iba a bautizar en el Espíritu Santo (Mc 1,7-8), e inmediatamente después del bautismo la revelación celeste manifiesta que entre Dios y Jesús existe una unión y relación paterno-filial del todo perfecta (Mc 1,10-11). Por eso cabe preguntarse, como lo hará el mismo Juan en el EvMt (Mt 3,14), por qué Jesús, “el más fuerte”, que estaba unido de manera tan perfecta a Dios, se deja bautizar por Juan y recibe un bautismo de conversión para el perdón de los pecados. Sobre este particular, es importante darse cuenta de que Jesús, a diferencia del resto de la gente que se acercaba al Bautista para ser bautizado, no confiesa los pecados pues, siendo el Cordero sin mancha, no es un pecador y no tiene necesidad ni de conversión ni de ser bautizado. Sin embargo, recibiendo el bautismo de Juan, Jesús no sólo confirma la actividad profética del Bautista y su relevancia como Precursor del Mesías (Cf. Mc 11,30), sino que manifiesta también su cercanía y solidaridad con los pecadores, de quienes asumirá todas las consecuencias del pecado que les separan de la unión con Dios y con los demás hombres y les encierran en la “cárcel” del propio egoísmo.
Por tanto, como queda ya incoado ahora en el bautismo, Jesús, a diferencia de los fariseos y escribas, estrictos cumplidores de la letra de la Ley mosaica, no se aleja ni desprecia a los pecadores sino que se acerca a ellos para conducirlos, en su propia persona, a la reconciliación con Dios y con el prójimo, que es el cumplimiento perfecto de la esencia de la Ley en el amor. Jesús está poniendo por obra aquello que, en un momento de su vida pública, dirá a los escribas de los fariseos, esto es, que «no ha venido a llamar a justos, sino a pecadores» (Cf. Mc 2,17).
Según lo que acabamos de exponer, es evidente que el bautismo en las aguas del Jordán anticipa simbólicamente el segundo y definitivo bautismo de Jesús, que tendrá lugar con su pasión y muerte en la cruz (Cf. Mc 10,38), momento en el que su acercamiento y unión a la suerte de la humanidad pecadora alcanzará el ápice. Hay que señalar, asimismo, que, según la narración marcana, a cada uno de los bautismos le sigue la manifestación de su filiación divina y la constatación de su unión con Dios-Padre, bien por revelación de Dios mismo (Cf. Mc 1,11) o bien por medio de la confesión del centurión romano (Cf. Mc 15,39).
Por consiguiente el bautismo inicial en el río Jordán y aquel conclusivo en el patíbulo de la cruz, enmarcan todo el camino de descendimiento e inmersión de Jesús en las turbulentas aguas del Mal, del pecado y de la muerte en las que se desarrolla la actividad de los hombres, confirmando su participación plena en el destino humano y, al mismo tiempo, su plena y perfecta unión con Dios-Padre. Entre ambos bautismos, Jesús irá guiando a sus discípulos, enseñándoles el camino hacia el Padre, formándolos, transformándolos y bautizándolos en el Espíritu Santo por medio del seguimiento, hasta hacerles hijos de Dios y “pescadores de hombres” (Mc 1,8.17; 13,10). Y entre ambos bautismos, y siguiendo fielmente las instrucciones de su Maestro y Señor, va guiándonos también la Iglesia, como Madre y Maestra, a lo largo de cada ciclo litúrgico, ayudándonos a morir al hombre viejo y a crecer en la fe y adhesión a Jesús, para que podamos vivir, cada vez más plenamente, la vida nueva que en Él se nos da.
Las dos relaciones fundamentales que mueven a Jesús en todo lo que obrará y hablará en su ministerio público quedan pues desveladas en el momento de su bautismo. Por una parte, aquella que tiene con Dios-Padre, a quien amará por encima de todo (Cf. Mc 14,36) y, por otra parte, aquella que mantiene con los hombres, a quienes mostrará el amor del Padre amándoles (con ese mismo amor) hasta el extremo (Cf. Mc 10,45). Por lo tanto, es su perfecta e íntima unión de amor con Dios-Padre la que hace eficaz y relevante su participación en el destino de los hombres.
Otro aspecto importante que vemos en el bautismo de Jesús es el hecho de que, saliendo del agua, vea los cielos rasgados y al Espíritu descendiendo en Él, y escuche una voz de los cielos que le dice: «Tú eres mi Hijo, el amado, en ti me complazco» (Mc 1,11b). El testimonio de Dios-Padre, revelando en ese momento que Jesús es su Hijo amado, da a entender que todo el pueblo de Israel — el “hijo” (cf. Os 11,1) —, está representado y condensado en la persona de Jesús, su Hijo único a quien conoce y ama y en quien tiene puesta toda su complacencia. Es así como el evangelista describe, ya desde el principio de su evangelio, la íntima y peculiar relación que existe entre Dios y Jesús.
Por otra parte, para el pensamiento bíblico era evidente que la tierra y el cielo eran dos mundos diversos entre los que existía una distancia inabarcable, y que mientras la tierra era el lugar donde se desarrollaba la actividad humana, los cielos eran el ámbito donde Dios residía y se manifestaba plenamente y adonde ningún ser humano podía acceder. También actualmente las miserias de la vida, los sufrimientos y desgracias, las enfermedades y sinsabores de la convivencia humana, continúan haciendo pensar y sentir a los hombres que están olvidados y abandonados por Dios, que los cielos están cerrados a cal y canto, y que lejos de existir alguna relación entre ellos y Dios, lo único que se constata es una separación total y radical. Al inicio del Adviento, la Iglesia hacía suya esa lamentación de la humanidad y se unía a la voz del profeta Isaías para clamar a Dios diciéndole: «¡Ojalá rasgases los cielos y descendieses!» (Is 63,19). Y ahora nos dice el evangelista que Jesús ve los cielos rasgados y que existe una comunicación paterno-filial abierta, amorosa y viva entre Dios y Él. En la Encarnación, los cielos quedaron abiertos definitivamente y la faz de Dios vuelta hacia los hombres, de tal modo que, en la persona de Jesús, la humanidad pecadora, que estaba encerrada hasta entonces en su mundo de angustia, desesperación y muerte, tiene abierto para siempre el camino hacia la plena libertad y la vida eterna.
En el momento del bautismo de Jesús también se manifiesta que la potencia, el amor y la vida de Dios, su Espíritu Santo, está descendiendo continuamente “en” o “dentro de” Él, y que lo hace en forma de “paloma”. Considerando que este tipo de ave era el único que se aceptaba para el sacrificio por el pecado (Cf. Lv 5,7; 12,6), su aparición en este contexto indica que Jesús llevará a cabo y será en sí mismo el sacrificio perfecto que reconciliará al hombre con su Dios. Así parece confirmarlo también la voz divina al revelar la elección de Jesús en la frase: “en ti me complazco” (que, dicho sea de paso, no ha sido reflejada en el texto litúrgico); ya que esta locución, como señala la primera lectura, le vincula al Siervo de YHWH profetizado por Isaías: «Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero» (42,1).
Por tanto, el bautismo de Jesús no sólo nos ayuda a comprender la relevancia de su misión y cómo ésta está fundamentada en su filiación divina y en haber sido elegido por Dios mismo para llevarla a cabo, sino que también nos ayuda a tomar conciencia de que nuestro camino de discípulos pasa por ser bautizados en el mismo bautismo del Maestro, dejándonos transformar por su Espíritu de amor hasta llegar a escuchar la voz del Padre que nos dice: “tú eres mi hijo amado, en ti me complazco”. Solo así, asociados a través del bautismo del agua y del Espíritu en la misma misión del Hijo, podremos vivir y proclamar en nuestra existencia cotidiana la Buena Noticia de que, en nuestro Señor Jesús, los cielos están abiertos y la salvación se nos ha puesto definitivamente a nuestro alcance.