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Luz en mi Camino

27 octubre, 2024 / Carmelitas
Luz en mi camino. Conmemoración de todos los fieles difuntos

Is 25,6.7-9

Sl 24(25),4-9

Rm 8,14-23

Mt 25,31-46

Tras celebrar la solemnidad de Todos los Santos, la Iglesia ora en este día por todos los fieles difuntos, hermanas y hermanos nuestros que ya durmieron en el Señor.

Dado que para alcanzar la santidad de Dios en el Cielo es necesario que el corazón, el ser de la persona, esté completamente purificado, sin que quede en él mancha, desviación, sentimiento o afecto desordenado alguno, oramos y celebramos hoy los sagrados misterios para unirnos de modo particular con todos nuestros difuntos y ayudarlos a purificarse, a que crezcan más intensa y profundamente en el amor hacia Dios y en la comunión de los santos, para que puedan alcanzar definitivamente la gloria y felicidad celestes.

La primera lectura está tomada del libro del profeta Isaías. Se trata de un oráculo del Señor en el que anuncia, por medio del profeta, que llegará el día en que hará desaparecer para siempre la muerte junto con todo su cortejo de dolores, llantos y tristezas. El Señor es un Dios compasivo que «consumirá en este monte el velo que cubre a todos los pueblos y la cobertura que cubre a todas las gentes; consumirá la Muerte definitivamente. Enjugará el Señor-YHWH las lágrimas de todos los rostros, y quitará el oprobió de su pueblo de sobre toda la tierra» (Is 25,7-8).

La muerte no es el final de la existencia. Dios no quiere la muerte. De hecho, la Escritura da testimonio de que la muerte ontológica ― que supone el aislamiento, la soledad poblada de desesperaciones por la separación de Dios, el autor de la vida, y del prójimo ―, no ha sido creada por Dios sino que ha entrado en el mundo por instigación diabólica (Cf. Sab 1,13; 2,24). Sin embargo, Dios ha seguido adelante con su proyecto y su deseo de vencer el pecado y la muerte. Este proyecto salvífico se ha hecho realidad en su Hijo Jesucristo, aunque su victoria todavía tiene que alcanzar a todos los hombres y a toda la creación. En este sentido, las palabras de Isaías continúan siendo profecía divina y causa de esperanza en medio de este mundo, hasta que podamos proclamar plenamente: «Ahí tenéis a nuestro Dios: en Él esperamos que nos salvase; éste es el Señor en quien esperábamos; regocijémonos y alegrémonos por su salvación» (Is 25,9).

Esta salvación que esperamos es la que queremos que nuestros hermanos difuntos la reciban de modo pleno. Sabemos, además, que al orar por ellos estamos realizando una obra de misericordia que repercute ya en beneficio nuestro. La gloria que ellos reciban se convierte, por deseo divino, en un caudal de gracia divina para toda la Iglesia, pues su entrada en los Cielos significará para nosotros recibir la ayuda permanente de sus oraciones a favor nuestro (Cf. Ap 8,3-5).

Además, considerando la segunda lectura, tomada de la carta de San Pablo a los Romanos, podemos decir que estamos unidos a los fieles difuntos en el mismo Espíritu, que es un espíritu de hijos y no de esclavos, un espíritu que nos hace clamar a Dios: «¡Abbá, Padre!» (Rm 8,14). En efecto, en Jesucristo hemos recibido el don de la filiación, la gracia de conocer el ser relacional de Dios y de poder dirigirnos a Él, guiados y sostenidos por su mismo Espíritu, con la confianza de hijos. También nuestros hermanos difuntos viven esta relación y crecen en el deseo, cada vez más ardiente y puro, de unirse perfecta y definitivamente al Padre. Esta esperanza se funda en Cristo-Jesús quien, por medio de su pasión y resurrección, nos ha hecho herederos de Dios, de la vida eterna (Cf. Rm 8,17).

Pero la esperanza conlleva no-ver aún lo que se espera, y nos reclama, al mismo tiempo, aguardarlo con paciencia, por eso todavía gemimos en nuestro interior anhelando la redención de nuestro cuerpo (Cf. Rm 8,23.25). La muerte será vencida totalmente cuando nuestro cuerpo sea redimido por medio de la resurrección. La victoria que Jesús ha logrado sobre la muerte al resucitar de entre los muertos, ya es en Él una victoria total, que se hará manifiesta para nosotros al final de la historia.

El evangelio, por su parte, nos ayuda a comprender el camino de la santidad y sobre qué seremos juzgados al final de nuestra vida. Dios es amor y sobre el amor seremos juzgados. Jesús nos lo enseña por medio de una parábola, en la que nos dice que cuando retorne en su gloria el Hijo del hombre, es decir, Él mismo, reunirá a toda la humanidad y separará a unos de otros al modo como un pastor separa ovejas y cabras. Pondrá entonces a las ovejas a su derecha, signo y lugar de las bendiciones, y las cabras a su izquierda, signo y lugar de las maldiciones.

A los que estén a su derecha dirá: «Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme» (Mt 25,34-36). Palabras éstas que resultaran sorprendentes para los justos, que no tendrán conciencia de haber encontrado al Señor tan a menudo en su vida y de haberle servido de tantos modos y en tantas personas a las que se aproximaron para ayudarlas en sus necesidades. Pero es esta verdad la que les confirma de nuevo Jesús al decirles: «En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40).

Cuando lleguemos al Cielo ya no podremos hacer ningún servicio a Jesús, es ahora en nuestra vida cuando Él ha querido identificarse con los hombres, en particular con los más pobres, desfavorecidos y desgraciados. En estas personas, hermanos nuestros, podemos servir a Cristo y acumular un tesoro en el Cielo. Este servicio nos reclama la fe y el amor. La fe para acoger y ver a Cristo en el otro, como aquel que nos pide, a través del prójimo, ayuda y amor verdadero y efectivo. Es así, amando al hermano, a quien vemos, como mostramos que amamos a Dios, a quien no vemos (Cf. 1Jn 4,20), porque es sobre este amor sobre el que ya estamos siendo juzgados.

Los fieles difuntos, guiados por Cristo y precedidos por nuestra Madre María, nos preceden hacia esa meta final que es la comunión de vida plena y dichosa con Dios. Ellos ya iniciaron en su existencia terrena ese camino de amor hacia Dios, pero habiéndose apegado impuramente a ciertas cosas y/o personas, retardaron su conversión y su total entrega de amor a Dios y los demás, y no lograron alcanzar el abrazo pleno y definitivo de Dios cuando murieron. Sin embargo, Cristo no los perdió y, sosteniéndolos en esa entrega imperfecta al amor de Dios, sigue guiándolos en su amor, al que tras la muerte se acogieron de modo definitivo y en el que crecen continuamente, siendo lavados de sus impurezas y conducidos al puesto que les tiene preparado junto al Padre.

Por eso hoy, al mismo tiempo que oramos por nuestros hermanos difuntos, somos exhortados a que nos empeñemos en “entrar en el descanso del Señor”, a que escuchemos su voz y a que, en vez de endurecer nuestro corazón, la guardemos, comprendamos y pongamos por obra en nuestra vida (Cf. Heb 3,12‒4,11). La palabra de Dios que escuchamos es amor y Dios nos ha amado hasta entregar a su Hijo por nosotros, quien, a su vez, ha dado la vida para que ninguno se pierda. Su morir, lleno de amor, ha transformado la muerte en el paso, en la Pascua, del encuentro con Él, que es la Vida. Aprendamos pues a vivir su misma muerte para poder gozar un día, junto con todos nuestros hermanos difuntos por los que hoy intercedemos, de los bienes de su resurrección.

 

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