He 2,1-11
Sl 103(104),1.24.29.30.31.34
1Cor 12,3b-7.12-13
Jn 20,19-23
La primera lectura y el evangelio presentan las dos grandes perspectivas de la efusión del Espíritu Santo transmitidas en el Nuevo Testamento. Juan la emplaza el mismo día de Pascua («al anochecer de aquel mismo día», 20,19) y subraya principalmente la santificación de los apóstoles. Aquella de los Hechos — dando por concluidas las apariciones del Resucitado —, coincide con la celebración hebrea de Pentecostés, cincuenta días después de la Pascua, en la que se anunciaba el don del Espíritu para los tiempos mesiánicos (Cf. Ez 36,26-27), y deja incoada la futura misión universal de la Iglesia.
Juan el Bautista había profetizado que Jesús iba a bautizar en el Espíritu Santo porque éste reposaba sobre Él (Jn 1,33). El evangelio da testimonio de que toda la existencia de Jesús, sus pensamientos, sus deseos, sus palabras, sus acciones, está movida, inspirada, sostenida y confirmada por el Espíritu Santo, que es el Espíritu del Padre (Jn 15,26). Y el Espíritu brotará para el creyente de Jesús crucificado, como queda simbolizado en el agua que mana de su costado traspasado (Jn 19,34) y como Él mismo lo había anunciado el último día de la Fiesta de las Tiendas, cuando: «Puesto en pie, gritó: “Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí”, como dice la Escritura: De su seno correrán ríos de agua viva”»; y el evangelista comentará que «esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir lo que creyeran en él. Porque aún no había Espíritu, pues todavía Jesús no había sido glorificado» (Cf. Jn 7,37b-39). La glorificación de Jesús, según San Juan, acontece en la hora de su muerte en la cruz, de ahí que el Resucitado, nada más presentarse en medio de los discípulos, muestra las señales de sus manos y del costado (Jn 20,20), para que le reconozcan como el Maestro y Señor que estuvo con ellos por los caminos de Palestina y murió crucificado por amarlos hasta el extremo, y para dejar claro que el don del Espíritu está inseparablemente unido a Él en lo que respecta a la salvación humana.
El don del Espíritu supone recibir también junto con Él el don de la vida nueva en Dios, de ahí que, al igual que en el momento de la creación del ser humano, Dios “insuflo en sus narices aliento de vida y resultó el hombre un ser viviente” (Gn 2,7), también Jesús insufla el Espíritu Santo en los discípulos como el principio divino de vida y santificación que recrea a la persona en el perdón de los pecados y sella en su ser su destino de vida y paz eternas en Dios.
Gracias al Espíritu, los discípulos serán capaces de comprender quién es Jesús, su persona y su obra (Cf. Jn 14,26; 15,26-27), y serán iluminados y fortalecidos para continuar la misión de ser testigos fidedignos del Evangelio y del Dios que es comunión de amor. De hecho, las palabras de Jesús: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20,22), consagran a los apóstoles para la misión y les hacen, por tanto, instrumentos activos en las manos de Dios para extender a toda la humanidad la nueva creación en Jesucristo. Esta creación conlleva la renovación profunda y espiritual de la persona en el perdón de los pecados: «A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados» (Jn 20,23). De este modo, el poder de perdonar, exclusivo de Dios y que su Hijo Jesucristo había hecho presente a lo largo de su ministerio (Cf. Mc 2,5), se concede ahora, por el don del Espíritu Santo, a los apóstoles. El gran don del perdón (per-don/per-donar) es confiado en sus manos para que hagan visible, en el momento y situación histórica que viven, el amor misericordioso de Dios, cuyo deseo es que “el pecador se convierta de su conducta y viva” (Cf. Ez 33,11) unido a Él para siempre.
Lo verdaderamente extraordinario en Pentecostés es, precisamente, que el amor de Dios reposa y rebosa en los corazones de los discípulos (Cf. Rm 5,5). Éstos, que habían sido reacios a los anuncios de la pasión y habían abandonado al Maestro en el momento de su arresto y muerte, entienden finalmente que Jesús, muerto en la cruz, es la expresión suprema del amor de Dios y que Dios es, por tanto, bondad suma. Por eso, a partir de este momento, el “escándalo de la Cruz”, el escándalo de Cristo crucificado, se convierte para ellos en el centro de la proclamación evangélica, pues, por obra del Espíritu Santo, lo entienden y viven como el Amor encarnado que reconcilia al hombre con Dios, le recrea y le santifica, hasta transformarle plenamente en hijo de Dios, es decir, en la plenitud de la imagen y semejanza a la que fue creado y que Jesucristo encarna y desvela.
En el relato de los Hechos se dice que “el ruido del cielo resonó en toda la casa” (He 2,2). Lucas, que usa aquí una metonimia de adjunto, indica el lugar, la “casa”, por “los que están reunidos en ella”, lo cual quiere decir que el ruido venido del cielo llena en realidad el interior de los discípulos. Y esto es así porque sus oídos internos, los del corazón, ya están abiertos gracias a haber seguido a Jesús, a haber contemplado su pasión, a haber experimentado sus apariciones pascuales y a haber estado orando unánimemente en espera de ser revestidos de lo Alto (Cf. He 1,8.14). De igual modo, las lenguas de fuego les quemaban porque comenzaban a ser capaces de formular la fe en palabras inteligibles, en palabras evangélicas que expresaban el obrar y el ser amorosos de Dios, y todo esto era obra del Espíritu Santo: «Se llenaron todos del Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu les sugería» (He 2,4).
Sí, el Espíritu estaba “dentro” del discípulo al igual que el “Cuerpo” y la “Sangre” de Jesús, en las especies del pan y del vino, entran en el cuerpo del creyente a través del sacramento de la Eucaristía. Y es que el Espíritu no es enviado, como sostienen falsamente ciertas corrientes de la Nueva Edad (New Age), sobre “las almas simples y hermosas que desean romántica y emotivamente unirse al ser divino impersonal que se diluye en el cosmos”, sino a personas concretas formadas por una unidad de cuerpo y alma, que, en un camino de conversión y de fe dentro de la Iglesia, viven una historia determinada y son conscientes de ser pecadoras (Cf. 1Jn 1,8) y de vivir, al mismo tiempo, en el perdón que reciben de Cristo Jesús, combatiendo, mientras dure su existencia en este mundo, el buen combate de la fe contra el Demonio, el mundo y la carne.
No existe vida cristiana sin el Espíritu Santo. Sin Él, el cristiano es nada y vacío. Es el Espíritu el que hace que el recuerdo de Jesús se haga memorial vivo, santo y eficaz en medio de la comunidad creyente (Cf. Jn 14,17.26; 15,26; 16,13). Es el Espíritu el que nos hace ver y entender que Jesús de Nazaret, el Crucificado, humillado, difamado, fracasado y abandonado, es el Resucitado y el Hijo amado del Padre. Es el Espíritu el que nos ayuda a comprender que las palabras de Jesús son Espíritu y Vida, palabras que nos desvelan la verdadera realidad de nuestro ser y nos dan a entender que sólo uniéndonos a Él, en la fe y el amor, conoceremos al Padre y alcanzaremos la vida eterna. Y es el Espíritu el que nos impulsa y enseña a amar a Dios con todo el ser y a responder al mal con el bien, a amar al prójimo con el mismo amor que recibimos de Dios.
Es el Espíritu Santo el que nos hace comprender, asimismo, que el Resucitado es el único que, al igual que a los discípulos, nos da la verdadera paz: «¡Paz a vosotros!» (Jn 20,19.21); y que ésta es inseparable de la reconciliación y del perdón. Por eso el Espíritu nos enseña a que cada vez que somos una desilusión o un fracaso para el otro, cada vez que nos herimos y somos infieles a la palabra dada, nos perdonemos en Nombre de Jesucristo, en el nombre de sus heridas que, en realidad, son las nuestras (Cf. Is 53,4-5); aquellas mismas que ahora, en su Espíritu, acogemos y queremos compartir por amor.
Sin el Espíritu sería imposible tomar conciencia viva del significado de todo esto que hemos señalado y estaríamos como las mujeres junto a la tumba o como los discípulos encerrados en la sala superior, seguiríamos buscando un cadáver o llorando a un muerto o temblando de miedo, en vez de rebosar de la esperanza que ahora nos salva.
Por eso el Espíritu es Consolador, Defensor, Paráclito, Aquel que está con y en nosotros. Y se comprende, por tanto, que el Espíritu no viene a endulzarnos la vida o a suavizarla o a protegerla en una urna de cristal que la hace intocable ante las asechanzas del dolor, de las desgracias y del mal, sino que su misión es aquella de consolarnos en todo momento, asegurándonos que Dios nos ama y nos llama, al mismo tiempo, a amar del mismo modo que el nos ha amado en su Hijo, puesto que tal es la razón de nuestro ser “hijos-de-Dios” y de nuestra existencia unida a Jesucristo.