Ex 24,3-8
Sl 115(116),12-13.15-18
Heb 9,11-15
Mc 14,12-16.22-26
La Iglesia celebra solemnemente este domingo el mismo Misterio que aclama y vive, esto es, la donación total de Jesús, en su Cuerpo y Sangre, para la salvación del mundo. Este Misterio lo desveló Jesús en la intimidad de una cena compartida con los amigos, en la que anticipó la oblación de su vida como Cordero pascual y el establecimiento de la nueva Alianza en su propia sangre.
La Cena Pascual, cuyos preparativos y desarrollo narra el evangelio, tiene como trasfondo la escena de la alianza del Sinaí descrita en Ex 24. El Señor selló en aquel entonces con Israel una alianza vital y eterna, que quedó expresada simbólicamente en la sangre de los animales derramada sobre el altar (símbolo de Dios) y sobre el pueblo reunido en asamblea: «Tomó Moisés la mitad de la sangre y la echó en vasijas; la otra mitad la derramó sobre el altar… Entonces tomó Moisés la sangre, roció con ella al pueblo y dijo: “Esta es la sangre de la Alianza que YHWH ha hecho con vosotros, según todas estas palabras» (Ex 24,6.8). Este rito fundante simbolizaba, por lo tanto, la íntima relación de fidelidad, protección y amor con que YHWH-Dios se unía a Israel, quien, a su vez y como respuesta, se comprometía a hacer visible su unión con YHWH observando la Torah. La constante infidelidad de Israel a este pacto evidenciaba, sin embargo, que este rito tan sólo era una prefiguración, un tipo del verdadero antitipo y de la nueva Alianza que, con el trascurso del tiempo, iba a establecer Dios en la sangre de su Hijo Jesucristo.
Con vistas a la Cena Pascual, los judíos eliminaban el pan fermentado que tenían en casa antes del mediodía del 14 de Nisán (= marzo/abril), y por la tarde, hacia las 15 horas, inmolaban en el recinto sagrado del templo el cordero que iban a comer durante la cena, después del ocaso del sol y al poco de dar inicio, según el calendario judío, el 15 de Nisán.
Celebrada en un ambiente festivo de gran júbilo y alegría, la cena se desarrollaba siguiendo un preciso orden ceremonial, denominado seder pascual. Pero antes, era necesario haber preparado todo adecuadamente (Mc 14,16): el cordero, las hierbas amargas (marôr), el dulce (ḥagigáh), la salsa de fruta (ḥaroset: del color rojizo de los adobes, en recuerdo de la esclavitud de Egipto), el vino tinto, agua abundante para las abluciones, y el pan ácimo (maṣṣôt) prescrito para el banquete pascual y para los días sucesivos de los Ácimos.
La cena tenía lugar hacia las seis de la tarde y en ella participaba un número de comensales que no podía ser menor de 10 ni mayor de 20, de manera que cada uno de ellos pudiera comer una porción del cordero que había sido inmolado en el templo por el cabeza de familia. La cena se desarrollaba siguiendo estos cuatro pasos: (i.) Bendición de la primera copa de vino (Qiddúsh); (ii.) Evocación de la Pascua (Haggadáh); (iii.) Comida del cordero pascual, momento central de toda la cena en cuanto memorial de la liberación de Egipto; (iv.) Conclusión del banquete. Cada uno de estos momentos se concluía consumiendo una copa de vino.
En el tercer acto de la cena, después de que todos habían vuelto a lavarse las manos, el cabeza de familia tomaba el pan ácimo, lo bendecía alabando a Dios, lo partía y daba un trozo a cada asistente en señal de comunión y bendición. Todos lo comían, mojándolo con las hierbas amargas en el ḥaroset. Seguidamente comían el dulce y a continuación el cordero, que tenía que ser consumido totalmente, y si algo sobraba se quemaba al final de la cena. Por último, se bendecía la tercera copa de vino (la copa de la bendición, Cf. 1Cor 10,16), se la bebía y se daba por concluido este momento.
Pues bien, fue en este acto central de la cena, cuando Jesús tomó el pan (Mc 14,22), pronunció sobre él la bendición habitual (“¡Bendito seas, Señor Dios nuestro, rey del universo, que produces el pan de la tierra!”), lo partió y lo dio a los discípulos, pero pronunciando unas palabras que lo transformaban en su propio cuerpo, ya que “esto es mi cuerpo” quiere decir, según la mentalidad semita: “esto soy yo mismo”. Jesús daba su propio cuerpo como alimento de los discípulos, el mismo cuerpo que iba a soportar el pecado de la humanidad, el mismo cuerpo que ofrecía como sacrificio vivo y santo sobre la cruz para la salvación de todos.
Comiendo este Cuerpo, dentro del banquete sagrado pascual en el que se celebra la liberación de la esclavitud de Egipto, los discípulos eran introducidos en una profunda comunión de vida con Jesús, en su misma Vida, para que pudieran vivir su misma muerte (al pecado) y participar de su misma gloria (junto al Padre). Comiendo el único Pan-Cuerpo de Jesús, los discípulos pasaban a formar una única comunidad de bendición y de salvación para los hombres; una comunidad llamada a extender y a hacer presente en el mundo el mismo cuerpo de Jesús, ya que su Cuerpo les capacitaba para unirse a Él en su mismo sacrificio, es decir, para poder ofrecerse a sí mismos como un sacrificio vivo y santo, cargando sobre sí los pecados de los demás para conducirles al seguimiento y a la unión con su mismo Maestro y Señor.
La tercera copa de vino, que se bebía después de haber comido el cordero, es la copa que tomó Jesús con sus manos y, tras pronunciar la acción de gracias (= eucaristía) prevista, se la dio a sus discípulos para que bebiesen (Mc 14,23). También en esta ocasión, Jesús pronuncia unas palabras eficaces que transforman el vino en su propia sangre, símbolo, según la concepción bíblica, de la vida misma de la persona. Sus palabras: “esta es mi sangre” (Mc 14,24), quieren decir, por tanto, “esta es mi vida” (que “derramaré” por toda la humanidad en la cruz).
Al hablar de la “sangre de la Alianza”, Jesús alude a la Nueva Alianza sellada con su sangre, en la que da cumplimiento a la Alianza sinaítica. Ahora ya no es la sangre de novillos o de machos cabríos la que se derrama sobre el altar, sino que es la sangre de Jesús, el Hijo de Dios, la que sanciona — en su propia carne — la nueva y definitiva Alianza que hace posible que los hombres participen en la misma vida (sangre) divina: «Pues si la sangre de machos cabríos y de toros y la ceniza de vaca santifica con su aspersión a los contaminados, en orden a la purificación de la carne, ¡cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo!» (Heb 9,14-15)
Como dice la carta a los Hebreos, con el don de su vida, de su sangre derramada, Jesús se manifiesta como el Mediador de la nueva alianza, el Sumo Sacerdote que entra definitivamente en el verdadero Templo, en el auténtico Santo de los Santos, es decir, en el Cielo, en Dios mismo (Heb 9,11-12). Por eso la participación en el cáliz que Él ofrece conduce a los discípulos a la auténtica relación y unión con Dios, una realidad que viven existencialmente siguiendo a Jesucristo (en quien son bautizados en el Espíritu y en quien reciben el perdón de los pecados).
No existe otro modo de amar, ni de amarse auténticamente, que dando la propia vida (Cf. Jn 15,12-13), tal y como el testamento de Jesús, hecho realidad en la entrega de su propio cuerpo, constata. Jesús, en el mismo momento en que su vida va a ser arrancada de “la tierra de los vivos” (Cf. Is 38,11-12), es consciente del significado de su vida, prevé que su muerte violenta será acogida y aceptada por el Padre como “salvación de los hombres”, y la hace don de vida eterna para toda la humanidad. De este modo, Jesús no deja un testamento escrito en papel, sino en su cuerpo roto, fragmentado, y en su sangre derramada por todos. ¡Cuántos testamentos de papel son la causa de divisiones, de iras, de odios, de rencillas “incurables” por un poco de dinero o por algunos objetos o por algunas posesiones! El testamento de Jesús, que es Él mismo hecho “comida” y “bebida”, es, sin embargo, fuente de unión, de vida y de amor divino. Y así tiene que ser recordado y así tiene que ser vivido, porque tal es el misterio que desvela quiénes somos verdaderamente y hasta qué punto Dios nos ama y se nos entrega en su Hijo, para transformarnos y hacernos llegar a ser plenamente hijos suyos.
Es cierto que en no pocas ocasiones, la celebración de la Eucaristía no nos dice nada; que tantas veces tomamos el Cuerpo y la Sangre de Cristo por costumbre, pero sin ser verdaderamente conscientes de a quién recibimos y lo que eso conlleva para la propia vida. Al “tomar” el Pan-Cuerpo del Señor, tenemos que saber que dicho “pan” hace presente el Cuerpo de Jesús en medio de nosotros y en nosotros. La Eucaristía no es un mero rito que repetimos como autómatas, sino un memorial que pretende actualizarse en la propia persona y en la vida concreta de cada cristiano. Pretende, sí, que el creyente “pase” (“haga Pascua”) continuamente a la voluntad de Aquel a quien ha recibido, para que en su propia persona y en su modo de vivir dé testimonio de Él, es decir, de Jesús, de su Vida y de su Gloria, y de la potencia salvífica del amor misericordioso de Dios-Padre con que nos ha amado a todos.