Gn 15,1-6; 21,1-3
Sl 104(105),1-6.8-9
Heb 11,8.11-12.17-19
Lc 2,22-40
La Iglesia nos invita hoy a reflexionar sobre la familia cristiana y las lecturas bíblicas acentúan varios puntos que nos ayudan a valorar adecuadamente y según la revelación divina la institución familiar. En estos textos son los ancianos los que van iluminando los valores más significativos que fundamentan la vida familiar, y no es extraño que esto sea así, ya que en Israel los ancianos, en particular aquellos que eran sabios por ser temerosos de Dios, eran los auténticos educadores de las nuevas generaciones.
De hecho, como cada generación nace “ciega” respecto a su pasado, respecto al porqué de su existencia presente y respecto a su destino futuro, siempre es necesario que aquellos que han hecho acopio de la tradición en su fe y experiencia, vayan enseñando, conduciendo e iluminando a la nueva generación en lo que incumbe, sobre todo, a ese núcleo o célula insustituible de la persona y de la sociedad que es la familia. Por eso una sociedad que desprecia a los ancianos, recluyéndolos en asilos y centros geriátricos, o disponiendo leyes que apuntan a su eliminación en masa, es una sociedad soberbia, corrompida y depravada que, semejante a los hijos de Elí, recibe en sí misma el terrible anuncio divino que fue dirigido al sacerdote de Silo: «En tu casa jamás volverá a encontrarse un anciano» (1Sam 2,32), es decir, alguien que eduque a los jóvenes, amansando sus briosos corazones y sembrando en ellos el temor de Dios, principio de la sabiduría.
Ante la problemática que en todos los órdenes debe afrontar en nuestros días la familia, Dios nos ofrece, al igual que a Abraham, una exhortación de consuelo que antecede a cualquier promesa: «¡No temas!» (Gn 15,1). Para el que confía en el Señor, el miedo que provocan las dificultades e incertidumbres, y la desesperación que éstas pueden producir, desaparecen para dejar su puesto al santo temor de Dios, ya que el Señor es “escudo protector” (Gn 15,1). Toda familia, por tanto, se encuentre en la situación que sea, es exhortada a creer en Dios, a apoyarse en Él y a esperar pacientemente en el cumplimiento de su Palabra (que excede toda capacidad humana).
A la ancianidad le es propia la fe y es esta virtud teologal la que debe fundamentar la realidad familiar. Tanto Abraham como Sara eran ancianos, pero su vejez no fue un impedimento para salir de sí mismos y de la seguridad de su patria y parentela, y convertirse en peregrinos que buscaban continuamente a Dios y su voluntad. Lo único que provoca y mantiene tal peregrinación es la confianza en Aquel a quien se considera fiable en su Palabra: «Por la fe, Abraham, al ser llamado por Dios, obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba» (Heb 11,8). Lejos de mirarse a sí mismos y a su impotencia, no dudaron en seguir adelante. Sólo la fe les capacitó para llegar a ser padres del hijo de la promesa: Isaac, que se convirtió, como su nombre indica, en causa perenne de su alegría.
El “hijo de la alegría” que debe nacer en el seno de la familia cristiana es Cristo-Jesús. Y este nacimiento se produce en la “peregrinación” existencial de los padres en la fe; una peregrinación en la que deben ir entrando los hijos al ir recibiendo el depósito de la fe e ir aprendiendo a relacionarse con el Señor. Al igual que para Abraham y Sara, la unión familiar reclama acoger la Palabra en la fe, salir detrás de ella y, convertidos en peregrinos dentro del propio corazón, ir abajando el propio yo pecador para que crezca el Hijo de la eterna alegría que, por obra del Espíritu, nos es dado.
Uno de los problemas que debe encarar la sociedad europea actual es el envejecimiento de la sociedad, pero, como nos enseña la Escritura, las soluciones que puedan proponerse deben considerar que los ancianos no son una lastra de incomodidades con la que se debe cargar, sino piedras básicas en el entramado social. Todos debemos descubrir tal importancia, tanto los padres como los hijos, los nietos, la sociedad y los mismos ancianos (que también deben aprender a ser ancianos y a asumir su importante e irremplazable responsabilidad en el seno familiar y social). Por eso al hablar de la familia no podemos pensar solamente en los padres y en los hijos, sino también en los ancianos, cuyo valor no debiera medirse por aquello que aportan económicamente, sino por todo aquello que, por su experiencia, pueden ofrecer, en particular su inquebrantable fe y serena espera en la realización de la voluntad de Dios, su experiencia y sabiduría para ayudar a discernir lo que es recto, honesto y justo, y su amabilidad y probada paciencia y caridad.
Otro punto relevante a tener en cuenta en el ámbito familiar es que, por la fe, los padres deben aprender a entregar a Dios los hijos que de Él han recibido y en los que residen todas las promesas futuras (Cf. Heb 11,17-19). Abraham se manifiesta “hombre de fe” al no reservarse a su hijo Isaac y ofrecerlo, en sacrificio, al Dios vivo. Ahora bien, este acto no es importante tan sólo para Abraham sino también para Isaac, puesto que el hijo aprende la fe, esto es, la relación existencial de total confianza en Dios, aceptando voluntaria y activamente la entrega que el padre hace de él a Dios.
Este aspecto queda iluminado también en el Evangelio. Una familia judía, María, José y el Niño, llega al templo con el deseo de cumplir la ley mosaica y rescatar, como haría cualquier otro hebreo, al primogénito consagrado al Señor como memorial de la liberación de Egipto (Cf. Ex 13,2.11; Lv 5,7; 12,8). Era así como los padres podían disponer de su hijo, pero en esta ocasión ocurre todo lo contrario. María y José no reciben al Niño para su provecho, sino para beneficio de toda la humanidad. Es un Niño ‘ofrecido’, tal y como el viejo Simeón iluminado por el Espíritu Santo lo “ve” y desvela al pronunciar las hermosas y proféticas palabras del Nunc dimitis: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz. Porque mis ojos han visto tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos» (Lc 2,29-31). Y habla así teniendo entre sus brazos al Niño en quien Dios sella las esperanzas de justicia y misericordia prometidas a Israel y a todas las gentes desde antiguo.
Simeón ve cumplido en su vida el significado de su nombre: “el Señor ha escuchado”, ya que el Señor, en quien había esperado, estaba realizando en aquel Niño la consolación de Israel. Y, de manera semejante, también la anciana Ana hace honor a su nombre: “gracia”, porque, aunque su vida había estado marcada por el sufrimiento de haberse quedado viuda muy joven (dado que las mujeres se casaban entre los 13 y los 15 años), su persona había alcanzado una plenitud extraordinaria por su unión con el Señor: Ana era profetisa por su consagración a Dios y por el don recibido para interpretar y anunciar verazmente la acción y los designios divinos. Y así lo demuestra al “comprender” que aquel niño era el Mesías y anunciarlo seguidamente como tal a todos aquellos que esperaban la redención de Jerusalén (Lc 2,38).
Los textos nos enseñan, por tanto, que en los ancianos que han caminado en la fe, la esperanza y el amor a Dios y al prójimo, la ‘vista’ y la ‘palabra’ alcanzan dimensiones a las que los hijos y nietos no logran todavía llegar. Abraham, Sara, Simeón y Ana “ven” porque creen y sólo por eso pueden indicar dónde está la salvación. Quien ha hecho acopio en su vida de la palabra de Dios en la fe, será al llegar la ancianidad un faro que anuncia y señala donde está la salvación que toda la familia debe acoger y buscar. Podemos decir, por tanto, que el Señor desea que la ancianidad llegue a ser un “lugar” profético en el que se da testimonio de que “Él es recto e íntegro, fiel, misericordioso y santo” (Cf. Sl 92,15-16).
El testimonio de las Escrituras no sólo nos llama a que ayudemos a los ancianos a realizar la misión que Dios les encomienda, sino principalmente a que todos aprendamos a envejecer según Dios, esto es, a dejarnos condicionar por su Palabra, convirtiéndonos así en peregrinos que le buscan incesantemente y en siervos que construyen su vida en torno a su santa voluntad, manifestada en Cristo-Jesús. Abraham, Sara, Simeón y Ana no hacen otra cosa que salir de sí mismos para vivir como peregrinos que anuncian y buscan, en su vida hecha profecía, al Dios que no deja de hablarles y que ya es, en esperanza, su Luz y su Vida. Por eso los ancianos tienen mucho que decir y enseñar sobre los valores humanos y divinos en los que la persona, la familia, la sociedad y la humanidad entera, deben fundarse y crecer para alcanzar la felicidad y la vida eterna.
Toda esta enseñanza tiene que ayudarnos a los cristianos a valorar lo que somos y lo que hemos recibido. Ninguno, tenga la edad que tenga, es una mera mercancía y posesión terrena que se destruye o se pasa de uno a otro según la conveniencia del momento, sino una persona querida por Dios y heredera de las promesas divinas cumplidas en Jesucristo. De ahí que este tesoro, depositado en nuestra alma, no sólo debe de ser vivido por cada uno en conformidad con la fe que Dios le ha concedido, sino que también debe de ser transmitido, en comunión con la Iglesia, a la nueva generación que está surgiendo, para que ésta encuentre la Luz y el porqué de su existencia, el profundo y verdadero sentido por el que ha venido a este mundo.