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Luz en mi Camino

20 diciembre, 2023 / Carmelitas
Luz en mi camino. Navidad.

Is 52,7-10

Sl 97(98),1-6

Heb 1,1-6

Jn 1,1-18

    En esta celebración volvemos a hacer memoria, por segunda o tercera vez en este mismo día santo que iniciamos con la Noche Buena, de aquello que sucedió hace mucho tiempo en medio de la humanidad, y cuya significación y consecuencias siguen siendo validas y eficaces para todos los hombres de todos los tiempos. Ya en el AT, Dios había manifestado su cercanía al hombre y su deseo de intimidad con Él cuando estableció que la Sabiduría, con que creó el universo y lo sostiene, habitase en medio de los hombres: «Habita en Jacob, sea Israel tu heredad» (Sir 24,8). Hoy conmemoramos que esta relación de Dios con el hombre se ha hecha verdaderamente íntima y profunda con la encarnación de su Hijo, del perfecto Mediador — Sumo Sacerdote — entre Dios y los hombres, como constata la epístola a los Hebreos: «En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades del mundo» (Heb 1,1-2).

    Para Israel, la Sabiduría se había “encarnado” en la Torah, sobre todo en las Diez palabras, en el Decálogo; y el mismo Templo de Jerusalén era considerado obra de la Sabiduría y manifestación, a través del culto, de la armonía y del orden perfecto de todo el universo (Sir 24,1.10). Jerusalén era el centro del mundo, la ciudad hacia la que todas las naciones se dirigían y todos los pueblos miraban porque, como profetiza Isaías, en ella el Señor anunciaba la Buena Noticia, reinaba sobre su pueblo, los consolaba y lo salvaba «a la vista de todas las naciones» y confines de la tierra (Is 52,10; Cf. Sl 97[98],3). Pero el Evangelio nos dice que el “centro del mundo” ha cambiado definitivamente, que de ahora en adelante el “lugar” hacia el que todas las gentes mirarán y confluirán ya no es Sión, la Ciudad Santa, sino la Palabra hecha carne, el cuerpo de Jesús, en el que toda la humanidad está llamada a encontrar la luz, la paz y la unidad.

    De hecho, el Hijo de Dios no ha venido únicamente para ser admirado de manera pasiva, o para ser acogido como Maestro y Señor sin más, sino para introducirnos en una relación íntima y eterna con Dios (Padre, Hijo y Espíritu Santo), haciendo que el mismo Dios ponga su morada dentro de nosotros. Para ello reclama al hombre, como respuesta adecuada a su obrar misericordioso y gratuito, la conversión y la fe: «A todos los que la recibieron (a la Palabra) le dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre» (Jn 1,12).

    Sin embargo, hay que aprender a mirar a la Palabra encarnada como Juan la miró, y a mirarnos y hablarnos unos a otros con el mismo Espíritu que la encarnó en el seno de María y la “encarna” en nosotros. Todos sabemos lo que significa mirarnos y hablarnos con celos, con envidia, con odio, o con deseos y pasiones egoístas y lascivas. Y no sólo respecto a gente alejada o ajena a nosotros sino, principalmente, a aquellas más allegadas, dentro de nuestras mismas familias, grupos sociales y comunidades cristianas. Al otro se le mira como a un ladrón, como a alguien que toma algo que nos pertenece o como a alguien que posee algo a lo que tenemos derecho exclusivo, sean afectos o bienes. Somos ciegos que miramos sin ver la verdad profunda de las cosas y personas, porque los ojos de la mente y del espíritu, entenebrecidos y ofuscados por el propio pecado, nos incapacitan para ver con los ojos de Cristo y para hablar con sus palabras de gracia y verdad (Cf. Jn 1,17).

    Hoy se anuncia la Buena Noticia de que “la Palabra encarnada es la luz verdadera que alumbra a todo hombre” (Jn 1,9). La Palabra encarnada ilumina y descubre al hombre “la imagen y semejanza divina” a la que ha sido creado, y le impele a ver en el prójimo a “un hombre enviado por Dios” (Jn 1,6). Y esta afirmación, que es válida tanto para el testigo (Juan) como para la Luz misma (Jesús), tiene que ser la auténtica norma con la que tenemos que aprender a mirarnos unos a otros, porque de «su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia» (Jn 1,16).

    Lo verdaderamente importante no es, por tanto, el orden cronológico — Juan nació primero y Jesús después —, sino el orden teológico: Jesús es el primero en todo porque es el Hijo. Por eso no mira Juan a Jesús como a uno que le quita algo que él se merece por edad, por herencia o por sus propias fatigas, sino que le ve como “enviado por Dios a su misma vida y circunstancias históricas”. Sólo esa mirada, filtrada y purificada por el Espíritu de la Palabra (Jn 1,31-34), le permite a Juan discernir y ver en Jesús al “Cordero de Dios” y anunciarle como tal. También es esa mirada la que nos permitirá ver en el otro, no a un enemigo sino a uno que es amado por Dios. Es esta mirada de Juan la que cuestionará posteriormente (Jn 1,19-28) a aquellos que vendrán a interrogarle acerca de su persona y de su obrar. De hecho, los sacerdotes, levitas, y fariseos no se acercarán a él con deseo de convertirse, “de cambiar su mirada”, sino que se aproximarán con la mirada del mundo, ya establecida y manchada. Sin embargo el Bautista, movido por la humildad, les dirigirá hacia “el primero en todo”, hacia Aquel que habita en medio de ellos, pero a quien no conocen ni reconocen porque no saben mirarle. Por eso no ven en Él el verdadero Templo donde se ofrece el verdadero Cordero, ni la Luz que ilumina las tinieblas del pecado y de la incredulidad y cura los corazones para que poder poner su Morada en ellos.

    Hoy, como siempre que se anuncia la Palabra, se nos emplaza ante una advertencia y una esperanza. Ante la advertencia de que no obremos al modo como tantos procedieron en el pasado y tantos otros continúan actuando en el presente: la Palabra vino a los suyos, pero ellos no la aceptaron, no acogieron al Hijo, ni le conocieron, ni quisieron ser iluminados por Él, rehusaron aceptar y hablar sus palabras de vida, y le procuraron la muerte.

    Y nos sitúa ante la esperanza de que todos y cada uno de los que escuchen el Evangelio, lo reciban con alegría, se dejen iluminar por él y, convirtiéndose y creyendo, reciban en sí mismos la Palabra divina para ser transformados en templos vivos de la presencia de Dios en medio de los hombres. Sólo estos comprenderán que “la Palabra se ha hecho carne” y que, de ese modo, Dios ha hecho suya la carne de los pobres, de los enemigos y amigos, de los enfermos y torturados, de los perseguidos y abandonados, de los jóvenes y de los ancianos y, sin duda alguna, también aquella “de los pecadores”. Sí, hecho hombre, Dios tiene en su mano la carne de todos para salvarnos, redimirnos y hacernos libres a todos, de tal modo que podamos llegar a conocer lo que es ser verdaderamente humanos como lo es el Dios hecho hombre, y podamos y sepamos mirar y hablar al otro con el mismo amor divino-humano con que nosotros mismos, en nuestra propia carne, hemos sido amados y henchidos de amor hasta el extremo (Cf. Jn 13,1).

 

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