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Luz en mi Camino

19 diciembre, 2023 / Carmelitas
Luz en mi camino. Nochebuena.

Is 9,2-7

Sl 95(96),1-13

Tit 2,11-14

Lc 2,1-14

    Esta noche, memorial de la obra realizada por Dios hace más de 2000 años, se hace presente el cumplimiento de las palabras proféticas de Isaías: «el pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; los que habitaban tierras tenebrosas, una luz brilló sobre ellos» (Is 9,1). Dios, hecho hombre, ha iluminado esta Noche Santa con su sabiduría, condescendencia y amor, con el propósito de arrancar a los corazones de todos los hombres de la oscuridad y del temor en que se encuentran e inundarlos de paz, ternura y alegría, tal y como manifiesta el mensaje evangélico que el ángel anuncia a los pastores: «No temáis, os traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2,10b-12).

    Un niño, tan sólo un Niño, es capaz de “acrecentar la alegría y aumentar sobremanera el gozo” (Is 9,2), porque “el yugo de la esclavitud” que asolaba a la humanidad, yugo causado por el pecado y el mal que le introducían en la más oscura noche del desasosiego y de la desesperación, ha sido quebrantado y roto por la todopoderosa misericordia de Dios encarnada y vivida, por este Niño, hasta el extremo.

    Y el evangelio constata que esta Criatura no es una entelequia, sino que nació en un lugar y tiempo histórico concretos. Nació en Belén, en la ciudad de David, cuyo trono iba a heredar como Rey eterno (Cf. Lc 1,32-33), “siendo Augusto emperador y Cirino gobernador de Siria” (Lc 2,1). Y, como indica el censo establecido por Roma, nació en un pueblo oprimido que conocía, en su propia carne, la esclavitud y el mal. Y, como puede deducirse del anuncio hecho a los pastores, fue dado a luz probablemente en una noche (Lc 2,8), la cual asume, en este contexto, una clara connotación simbólica y teológica (Cf. Sab 18,14-15) que enlaza entre sí muchos eventos importantes de la historia de la salvación — como la noche de la creación y aquella de la Pascua de la liberación del pueblo esclavizado en Egipto —, haciéndolos confluir en este Salvador que acaba de nacer y que los llevará a su pleno cumplimiento.

  1. Pablo dirá que este Niño es “la gracia de Dios que trae la salvación para toda la humanidad” (Tit 2,11). Y le presenta seguidamente como el verdadero Consejero que: «nos enseña a renunciar a la impiedad y a los deseos mundanos» contrarios a la voluntad del Padre. Por eso en esta Noche, llena de luz y de santidad, nadie puede continuar engañándose al contemplar el “amor de Dios” hecho hombre. Ante su luz se desvelan los deseos e intenciones de todos los corazones, que o bien le acogen o, por el contrario, le niegan, ignoran y rechazan. Todo corazón se ve ante la encrucijada de tener que decidir estar con Él o contra Él. Y si le acoge, sabe que tendrá que hacerlo asumiendo la pobreza y sencillez con la que nace, creyendo al anuncio celeste que revela que en aquel pequeñín está la plenitud divina, que aquel chiquitín es el Señor del cielo y de la tierra, el Salvador y la Pascua que une definitivamente a Dios con el hombre y al hombre con Dios. Tendrá que acogerle considerándose un “pastor” más entre aquellos pastores que representan, en el texto, al nuevo pueblo de Dios a quien va destinada la alegría mesiánica. Un pueblo pobre y humilde, ajeno a las grandezas y a los honores mundanos, ya que los pastores, pertenecientes a las clases más humildes de la sociedad, no gozaban por lo general de gran estima y eran despreciados por su desconocimiento de la Ley y por el permanente estado de impureza ritual en el que les introducía el contacto con los animales.

    El unigénito era denominado también primogénito (Cf. Lc 2,7) para indicar los privilegios y obligaciones que asumía en relación con la Torah, sobre todo con aquellas prescripciones relativas a su rescate: «Consagrarás a YHWH todo lo que abre el seno materno. Todo primer nacido de tus ganados, si son machos, pertenecen también a YHWH… Rescatarás también todo primogénito de entre tus hijos» (Ex 13,12-13; Cf. 34,19). El primogénito era consagrado al Señor (Ex 13,2), y esto, de manera muy especial, es apropiado y válido para Jesús. Él, el Salvador, nace extremadamente pobre, una pobreza que preludia aquella de la cruz, donde manifestará su total consagración a Dios y desde la que el Padre mismo le rescatará, arrancándole de las garras de la muerte.

    Su pobreza y vulnerabilidad están envueltas y protegidas por el amor de sus padres, pobres y justos. La acción de María que, sin tardanza, “le envolvió entre pañales” (Lc 2,7), expresa ejemplarmente el profundo amor maternal con que tiene que ser acogido el Mesías. Un amor que el creyente manifestará en las buenas obras que realice, sabedor de que este Niño, que “reposa en un pesebre”, es su único Alimento, su verdadera Vida, y la fuerza y la razón de su existencia. Sabedor también de que este Niño es el Consejero a cuyas exhortaciones y enseñanzas tiene que obedecer; el Guerrero divino cuya lucha contra el pecado, el mal y la muerte tiene que hacer suya; el Padre eterno de la Vida que tiene que recibir como fundamento de su ser; y el Príncipe de la Paz a cuyo servicio tiene que someterse mansamente.

    El acercamiento a este Niño presupone, como deja sobrentendida la acción de los pastores, la adhesión a Él por la fe. Sólo así se llega a comprender el canto de alabanza de los ángeles (que anticipa el himno de alabanza que la comunidad cristiana elevará a Dios después de la Pascua de resurrección): «¡Gloria a Dios en lo más alto, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor!» (Lc 2,14). La gloria de Dios, esto es, el esplendor de su potencia salvífica en acto, reposa sobre la tierra como Paz encarnada en el Niño, y la Paz encarnada no tiene otro deseo que conducir a los hombres — que la reciben en el perdón de los pecados, en la reconciliación con Dios y con el prójimo, y en la herencia de la vida eterna—, a alabar la gloria de Dios en el mismo Cielo.

    Esta Paz que nos trae Cristo se manifiesta, por tanto, en la transformación de todas nuestras relaciones, pasándolas del desorden a la armonía, del egoísmo a la caridad, del dominio opresor al servicio. Es la Paz que une, en justicia y amor, al hombre con el hombre, al hombre con la creación, y al hombre con Dios, con el Dios uno y trino. La Gloria y la Paz hechas realidad en el Niño siguen siendo una promesa llamada a hacerse “carne” en todos y cada uno de los hombres en quienes Dios se complace. De hecho, el sustantivo griego eudokía (complacencia, buena voluntad), traducido por el verbo “amar” en el texto litúrgico al que añade explícitamente “el Señor” como sujeto, no se refiere, como entendió la Vulgata, a “la buena voluntad” (pax hominibus bonae voluntatis) de los hombres, sino al inmenso amor misericordioso (gloria) con que Dios ama gratuitamente a la humanidad y que con el nacimiento del Mesías es revelado y realizado sobre la tierra.

    Por consiguiente, sería equivocado pensar que el Niño donado tan sólo quiere ofrecer la posibilidad de vivir una vida un poco mejor en esta tierra. No es así. Quien recibe a este Niño ya no podrá vivir sin Él, de ahí que haga brotar en el creyente la dichosa esperanza de poder encontrarse con Él cara a cara y para siempre. Es la esperanza verdadera que S. Pablo recuerda a Tito: «esperamos la aparición gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo» (Tit 2,13). ¿De qué servirían las promesas si no esperásemos el retorno de Aquel que es la Promesa? Por eso hoy, después del tiempo de Adviento, debe nacer en cada corazón que ha acogido el anuncio de la Venida del Señor el mismo grito esperanzado, lleno de amor y de deseo, que elevaban los primeros cristianos, el mismo grito con el que la Escritura queda abierta hacia su total cumplimiento, el grito mismo que la Esposa-Iglesia dirige a su Esposo-Cristo: ¡Ven, Señor Jesús, no tardes más!

 

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