Nm 6,22-27
Sl 66(67),2-3.5-6.8
Ga 4,4-7
Lc 2,16-21
Hace aproximadamente un mes, el primer domingo de Adviento, comenzaba la Iglesia el nuevo año litúrgico, el año de gracia del Señor. Hoy, al concluir la octava de Navidad y dar inicio el primer día del año civil, la Iglesia recuerda que el tiempo de la historia es también el tiempo marcado por la bendición de Dios. María, la Madre de Dios, aparece en el umbral entre el tiempo pasado y los nuevos tiempos, como puerta a través de la cual los sueños de libertad, de paz y de bendición, se hacen realidad en el mundo y vida en aquellos que acogen con fe la Palabra encarnada en sus entrañas. La Iglesia desea extender a toda la humanidad esta bendición divina y exhorta a meditar sobre la paz en ella inherente.
En su origen, esta fiesta hodierna se conocía como “la fiesta de la circuncisión”, ya que Jesús había sido circuncidado “ocho días” después de nacer (Lc 2,21). La Ley establecía que los niños fueran llevados al templo al octavo día, ofrecidos como un sacrificio, entregados al servicio de Dios y circuncidados según la Alianza. Dado que como conclusión de estos ritos se imponía el nombre al niño, esta fiesta pasó a llamarse posteriormente “la fiesta del Nombre de Jesús”, un nombre que, el hijo de María, ya había recibido, por designio divino, en el momento mismo de su concepción.
En los últimos años, la Iglesia ha establecido este día como la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios. La maternidad divina de María, la Theotokos, “portadora de Dios”, fue proclamada por el Tercer Concilio Ecuménico de Éfeso el año 431. Con este título no se afirma que la naturaleza del Verbo, su divinidad, tenga su origen en la Virgen, sino que el Verbo toma cuerpo en ella y nace según la carne. En el Concilio sucesivo de Calcedonia, el título “Madre de Dios” pasó a formar parte del símbolo de la fe.
Ahora bien, se acepta fácilmente que María sea la Madre de Jesús, pero confesar que es la Madre de Dios reclama dar el paso de la fe, porque supone afirmar la divinidad de Jesús y que Dios es su Padre. María, una simple criatura, es la Madre de Dios gracias exclusivamente al favor y a la bendición de Dios, hacia las que ella responde con obediencia y fidelidad total. Es probable, y quizá necesario, preguntarse cómo es esto posible (Cf. Lc 1,34), pero su comprensión, como nos enseña la misma virgen y madre María, sólo se alcanza a través de la fe, la oración y la “meditación constante en las cosas de Dios” (Cf. Lc 1,29; 2,19.33.51).
La bendición de Dios, deseada y profetizada desde antiguo, tomó cuerpo en el seno de María. Jesús, que significa “Dios salva”, es la bendición “enviada” por Dios para rescatar a la humanidad de la esclavitud del Mal, del pecado y de la muerte (Cf. Ga 4,4-5), y así, en cuanto Hijo de Dios e hijo de María, unirla en su persona con Dios (Padre, Hijo y Espíritu Santo) y con María, símbolo de la Iglesia. Pero para participar de esta bendición es necesario que el hombre acoja “al Niño donado” con todo el corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas, porque al deseo de poseer la bendición va unido inseparablemente el deseo de conformarse a la voluntad de Dios, encarnada y hecha camino en su Hijo unigénito.
En el AT, el término “hijo” se aplica al pueblo elegido de Dios, a Israel (Cf. Ex 4,22; Os 11,1), primicia de toda la humanidad. Dios señala a los israelitas como propiedad suya, y ellos, a su vez, asumen la responsabilidad de ser luz de las naciones y conducirlas a alabar y glorificar el nombre justo y santo de YHWH, el único Dios. Pero la historia de Israel manifiesta la realidad de todo hombre. Es la historia de un drama, en el que Dios busca incesantemente a su “hijo”, deseando imprimirle en su corazón el gran amor que le tiene, pero este “hijo” se aleja continuamente de su Padre-Dios por caminos de idolatría, miseria y pecado, negándose a obedecer, y despreciando su elección y la misma presencia de Dios en medio de él. Israel es un hijo díscolo que queda atrapado en su propia testarudez, prefiriendo confiar en otras naciones y otros dioses (Cf. Os 11,1-9). Pero Dios no es un hombre y no pretende destruir a este “hijo” irresoluto, malvado, adúltero y pecador, sino que Él es el Santo cuya fidelidad y misericordia salvarán a Israel, porque su voluntad, expresión de su mismo ser, no es otra que aquella de la paz, de la santidad y de la vida, de introducir plenamente a Israel en la comunión con Él.
La bendición que Dios transmite a Moisés (Nm 6,22-26), que es la bendición sacerdotal que se impartía diariamente en el templo después del sacrificio vespertino, constata precisamente que el Señor desea que Israel (y, por tanto, todos los hombres) viva en su presencia, que entre en el ámbito de su misericordiosa providencia, y que obre de tal modo su voluntad que todo cuanto acaezca en la tierra conduzca hacia la paz. La bendición se establecía imponiendo el nombre del Señor sobre la persona, por eso la bendición sacerdotal (según el texto original) repite tres veces el nombre de YHWH, y concluye con estas palabras: «Invocarán así mi nombre sobre los israelitas y yo los bendeciré» (Nm 6,27).
En la concepción bíblica, bendecir significa poner a una persona en relación real y favorable con Dios, que es el dador de la vida, y, por extensión, ponerla en comunión con los demás hombres. La bendición está vinculada inseparablemente a la vida. Ser bendecido por Dios significa recibir todo lo necesario para vivir y, de algún modo, la vida misma de Dios. María será llamada “bendita entre las mujeres”, porque en ella tomó cuerpo, y nos fue dado, el autor mismo de la vida.
Pero la bendición divina no sólo expresa un deseo favorable sino también un don cierto y verdadero, puesto que, según el pensamiento semita, aquello que Dios habla se cumple. Esto quiere decir que cuando Dios bendice ya incoa su misma potencia vital para que el bien deseado se haga realidad en el creyente. Su bendición pretende abarcar toda la existencia de la persona y concluye con el deseo de la paz (shālôm), expresión de la vida armónica, plena y bienaventurada, en la que todas las necesidades han sido cubiertas y todas relaciones han sido sanadas y renovadas por la justicia y el amor.
En Jesús, la elección y bendición de Dios se universaliza y extiende a todos los que le acogen, a cuyos corazones Dios envía el Espíritu de su Hijo que clama en ellos: “¡Abbá! (Padre)” (Ga 4,6), de tal modo que ya no son esclavos, sino hijos y herederos, por designio divino. En Jesús, el creyente participa de su filiación, de la relación privilegiada que Él comparte con el Padre (Cf. Ga 3,23-28; 4,1-5). Pero esta filiación no tiene nada que ver con el género o la biología, con la carne, la sangre o el deseo humano, sino con el “paso” de la esclavitud y de la Ley a la intimidad y a la libertad de los hijos, con el paso del egoísmo a la comunión con el Otro y los otros, siendo un cuerpo con Jesucristo. La señal que muestra este cambio radical y extraordinario es, sin embargo, muy sencilla; se trata del nombre empleado para dirigirse a Dios: “¡Abbá!”. Esta invocación llena de cariño, de fidelidad, de obediencia y de entrega a la voluntad de Dios, expresa la gracia, elección y salvación recibidas, así como el haber sido introducidos, por decisión divina, en su misma intimidad.
Esta relación con Dios, que afecta de manera efectiva y eficaz a todas las demás relaciones, en todos los tiempos y circunstancias, es la alternativa victoriosa a la violencia y a la guerra, a las insinuaciones diabólicas del poder y de la fuerza brutal, al odio y a los rancios rencores, a la discriminación y a la jactancia nacionalista (tan de moda en nuestro tiempo), a los falsos mitos y quimeras triunfales que se propagan por el mundo y manchan las conciencias, a la codicia, al egoísmo y a las insensibilidades de unos hacia otros. Esta relación con Dios busca la vida y detiene todo deseo de matar, ya sea al nonato, ya al enemigo, o ya al anciano o enfermo terminal, porque la Encarnación revela que todos somos hermanos e hijos adoptivos de Dios y amados por Él hasta el extremo.
La prontitud de los pastores en ir a verificar la Buena Noticia que les han anunciado los ángeles, manifiesta la alegría mesiánica ante la realización de las promesas divinas. Ellos comprueban que el “niño yace en el pesebre” y se convierten en los primeros anunciadores del evento mesiánico (Lc 2,17). Los que les escuchan se maravillan de sus palabras, y dan así un primer paso para acceder a la fe y al misterio salvífico del evento. María misma muestra que no todo es claro y evidente, que se necesita tiempo, disposición e inteligencia para llegar a comprender la acción y la voluntad de Dios. Como virgen sabia, medita, se esfuerza, desde el principio, por entender (Lc 2,19). Sabe que lo que acaece proviene de Dios y comprende su importancia, pero no lo interpreta a la ligera, sino que lo profundiza pacientemente, sin hacerse ni hacerlo violencia, esperando llegar a comprenderlo totalmente. No es fácil entender, para ninguno, de qué modo en aquel recién nacido está la plenitud de la divinidad; ni cómo es posible y en qué sentido aquel neonato sometido al tiempo, al cambio, a la debilidad y pobreza humanas, trae la paz, la salvación y la bendición para todos los hombres. La admiración y la alegría no excluyen, por tanto, la seria y sincera meditación, al igual que ésta no tiene que eliminar el asombro y la alegría al contemplar el obrar salvífico de Dios. El acontecimiento y el mensaje son dignos de alegrarse verdaderamente. El Salvador está presente, la bendición divina está en acto, ha tomado sobre sí la condición de fragilidad humana, y está obrando ya la liberación profunda del hombre. Esto es fuente de alegría y de continua reflexión para comprender cómo es dicha salvación y de qué modo nos alcanza.
El Papa Pablo VI asoció la jornada mundial por la paz a esta solemnidad mariana. Es la paz con que culmina la bendición sacerdotal, la misma que anunciaron los ángeles en la Noche de Navidad hecha realidad en el Hijo de Dios nacido de María. La Iglesia desea que la paz y la bendición de Dios, encarnadas en Jesucristo, alcancen a toda la humanidad, y que todos los hombres, a través de Él, entren en relación íntima con Dios y orienten así su vida hacia el bien. Por eso, a través de la bendición solemne con la que hoy concluye la liturgia, nos envía al mundo a extender la bendición y la piedad recibidas, a anunciar, con nuestras palabras y con nuestra vida, el don de la encarnación de Dios y el don de María, nuestra Madre, para que todos “los hombres conozcan los caminos del Señor y todos los pueblos su salvación y su paz” (Cf. Sl 66,3).