He 10,25-26.34-35.44-48
Sl 97(98),1-4
1Jn 4,7-10
Jn 15,9-17
La imagen de la vid y los sarmientos empleada por Jesús el domingo pasado, la aplica a la vida en el fragmento evangélico hodierno, en el que insiste sobre el amor fraterno, un amor fundamentado en su amor oblativo, realidad modélica que está llamada a hacerse vida en cada uno de sus siervos-amigos (hasta llegar a alcanzar a todos los hombres [Cf. Jn 12,32], como ya deja vislumbrar la primera lectura al relatar la acogida de los primeros gentiles en la comunidad cristiana).
Hasta tal punto ama el Padre al Hijo que forma un solo ser con Él y “pone todo en su mano” (Jn 3,35; 5,20), y Jesús ama a los discípulos con el mismo amor con que el Padre le ama y que le hace ser lo que es: el Hijo. Por eso les exhorta a permanecer en su amor, para que también ellos lleguen a ser verdaderos discípulos suyos (y, por medio de Él, “hijos de Dios”): «Como el Padre me amó, también yo os he amado; permaneced en mi amor» (Jn 15,9).
Del mismo modo que Jesús manifiesta su amor al Padre cumpliendo plenamente su voluntad y permanece unido a Él realizando sus mandamientos, también los discípulos permanecerán en el amor de Jesús si observan sus “mandamientos” (15,10), que se condensan en uno solo: «Que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15,12). El Padre es el origen, la fuente del amor, que se derrama en el Hijo de modo total y a través del Hijo a los discípulos, quienes tendrán que comunicarlo a los demás para conducirles hasta Jesús para que también lleguen a ser verdaderos sarmientos suyos: «Os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca» (Jn 15,16).
El amor (agápē) de Jesús, caracterizado por la gratuidad, la generosidad y la entrega total al cumplimiento de la voluntad del Padre, se vincula, por tanto, a un mandamiento y a una misión. El verdadero amor es inseparable de la obediencia y del testimonio, uno y otros se reclaman recíprocamente. Esta verdad del verdadero amor choca frontalmente con la mentalidad de la sociedad actual que asocia y reduce el amor a la tolerancia, al individualismo, al sentimentalismo y a la genitalidad absolutos, terminando por destruir la dignidad propia de la persona humana. De hecho, el amor verdadero que Jesús encarna y ordena realizar, ni es ni nace de un sentimentalismo o de una emotividad y espontaneidad inmediata, sino que nace y se fundamenta en Dios y en su promesa de conducir al amor y a la felicidad plena a quien permanece unido a su Hijo-Vid. Este amor reclama al discípulo la permanencia, esto es, la entrega y el empeño total y radical de su vida, unas actitudes negativamente tratadas, desterradas o ignoradas en nuestra vida cotidiana (como constatan, por ejemplo, los divorcios a la carta).
Sí, la “ley del amor mutuo”, propuesta y ordenada por Jesús, no está escrita en piedras, ni es algo impuesto al hombre desde el exterior y que tiene que cumplir como un esclavo por temor al castigo, porque se trata de la ley escrita en el ser mismo del hombre desde el origen de su creación, desvelada y dada cumplida ahora en Aquel mismo que le ordena amar, en Aquel mismo que es “la imagen y semejanza” a la que ha sido creado: Jesús, la Palabra hecha carne (Jn 1,14). “Su ley del amor mutuo” es la vida y la norma de la vida humana porque es el mandato que sostiene y estructura la realidad del ser humano, creado por amor y para amar infinitamente: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envío a su Hijo… Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros» (1Jn 4,10-11). Esta “ley del amor” que “todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta y jamás cesará” (1Cor 13,7-8), es, sin duda, la más exigente, porque nace de dentro y reclama la entrega de toda la persona.
Por todo lo dicho, no podemos llamarnos cristianos, vivir en una misma comunidad y familia, trabajar juntos por extender el Evangelio, pero vivir ignorando y descuidando el amor, la relación de amor mutuo. Es necesario que tomemos mayor conciencia de lo que Jesús nos dice: “Amigos míos, antes de dar un paso adelante, amaos los unos a los otros como Yo os he amado” (Cf. Jn 13,12). Y este amor no es algo “opcional”, ni “espontáneo”, ni reducible a los “amiguismos”, a aquellos “con los que me encuentro bien y mientras me siento a gusto”, pero que me conduce a escandalizarme y a abandonar en cuanto hay discusiones, cambios opuestos de pareceres, y aparece, de modo más o menos explícito, la falsa manera de “ser el primero” al ser incapaz de aceptar, con sincera humildad, la autoridad y veracidad de nadie.
Además, se corre el peligro de entender el “amor mutuo” desde la lógica humana, y pensar, expresar y exigir que los demás (la mujer o el marido o los hijos o los hermanos,…) “me amen, me obedezcan y me cuiden (cuando llegue el momento) como yo les amo, con tantos sacrificios, trabajos, negaciones, cuidados, preocupaciones y afectos hacia ellos”. Esta concepción, aparentemente “justa”, choca contra aquella de Jesús, quien no dice que tenemos que amarLe como Él nos ha amado, sino: «Como Yo os he amado, amaos los unos a los otros», es decir, el amor con que nos ha amado Jesús no ha sido para que se lo devolvamos a Él como contrapartida, ni para utilizarlo para hacer a los demás dependientes y deudores de uno mismo, sino para que nos amemos entre nosotros como Él mismo nos ama. Por eso su alegría es aquella de ver que nos amamos generosamente, dando sin esperar recibir, entregando la vida por el hermano (15,11.13), y, en definitiva, dando frutos de vida eterna al ganar, con su mismo amor, el corazón de los hombres para Dios.
Es cierto que no hay fe adulta sin haber experimentado antes la verdadera amistad. Y que no entenderemos la amistad del Señor sino a través de aquellos que, en su nombre, sin pedir nada a cambio y con un corazón movido por su Espíritu, nos tienden una mano en el camino y comparten con nosotros las vivencias más dolorosas y desesperantes de nuestra existencia. Es así, por lo demás, como tenemos que (aprender a) vivir en medio de nuestra sociedad, por las calles, oficinas, mercados, hogares, hospitales y lugares de recreo por los que transitamos o vivimos, mostrando y comunicando el mismo amor de Cristo en el que vivimos, nos movemos y existimos. Este amor es falso si se “conserva”, encerrado como en una lata de sardinas, en el corazón, separándolo de la vida y del hermano. Pero también es cierto que este amor exige el dar la vida y que, por tanto, mientras vivimos en este mundo va unido a la cruz y al sufrimiento mismo de Jesús, que lleva sobre sí los pecados, incredulidades y maldades de los demás, para hacer brillar en ellos, en nosotros, el amor que tales maldades oscurecían e impedían crecer.