Dn 7,13-14
Sl 92(93),1-5
Ap 1,5-8
Jn 18,33b-37
El Pío XI instituyó el año 1925 la Solemnidad de Cristo-Rey que hoy celebramos y que da por concluido el ciclo litúrgico anual. Por este motivo, todas las lecturas aluden, de uno u otro modo, al Reino definitivo y eterno que Dios ha establecido en medio de la humanidad por medio de su Hijo Jesucristo y que, como se anunciaba el domingo pasado, será manifestado plenamente al final de los tiempos.
En la primera lectura, el profeta Daniel contempla en una visión nocturna la figura de alguien similar a un “hijo del hombre”, a quien Dios otorga el poder real y el dominio eterno sobre todos los pueblos (Dn 7,14). Esta profecía se cumple en Jesús, cuyo reino — basado en la verdad y el amor mismos de Dios que Él encarna —, jamás tendrá fin. En la segunda lectura, la asamblea cristiana reconoce y aclama a Jesucristo como el Rey eterno, que se ha entregado por ella y le ha hecho partícipe de su mismo sacrificio sacerdotal y de su mismo poder real sobre el pecado, el mal y la muerte: «Aquel que nos amó, nos ha librado de nuestros pecados por su sangre, nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre» (Ap 1,5b-6a). Por último, en el evangelio, tomado de la pasión según San Juan, es el mismo Jesús el que, con gran dignidad, da solemne testimonio de su realeza ante Pilato.
Aunque puede ser considerado algo meramente casual, no deja de ser significativo el hecho de que el fragmento de papiro neotestamentario más antiguo conservado, el P52 (que se encuentra en Manchester y se data en torno al 100-125 de nuestra era), enfatice, en sus cinco versículos (Jn 18,31-33.37-38), la peculiar realeza de Jesús y su testimonio ante el procurador romano Pilato, tal y como resuena en el evangelio de hoy: «¿Eres tú el Rey de los judíos?… Respondió Jesús: “Sí, como dices, soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz”» (Jn 13,33.37).
Esta escena presenta a dos personajes muy diversos y “enfrentados” entre sí, en cuanto al pensamiento, al poder humano que poseen, a la misión que realizan y al ser mismo de cada uno de ellos. A primera vista, el uno, Jesús, aparece pobre, ultrajado, débil, sufriente, y a merced de las autoridades, caprichos y decisiones humanas partidistas, injustas e inmisericordes; el otro, Pilato, aparece, sin embargo, seguro, fuerte, prepotente, convencido de tener en sus manos el destino de aquel desgraciado y de toda Judea (representada en el Sanedrín). Esta visión externa de personas y hechos expresa el modo como “vemos” y juzgamos habitualmente nuestra realidad, tendiendo a posicionarnos a favor de los “fuertes y potentes”, e incluso a desear ser uno de ellos, en vez de situarnos al lado de los “débiles” y marginados que viven unidos a Jesús y pendientes de que Dios, en su omnipotente misericordia, les haga justicia y les consuele.
Es necesario, por tanto, prestar atención al diálogo establecido entre Jesús y Pilato, porque su lectura quiere introducirnos dentro del Pretorio como testigos de primera fila, a quienes no sólo se les reclama la humildad de verse preguntando con Pilato: “¿Eres Tú el Rey de los judíos?; ¿Qué has hecho?; ¿Eres, por tanto, Rey?”, sino sobre todo aquella de acoger las respuestas de Jesús y unirnos a Él, la Verdad, para participar de su mismo destino y poder entrar así en su Reino.
Al preguntar a Jesús sobre su realeza, Pilato no hace otra cosa que trasladarle la acusación misma de los judíos, tal y como lo deja sobrentendida la respuesta de Jesús: «¿Dices eso por tu cuenta, o es que otros te lo han dicho de mí?» (Jn 18,34). Si Pilato lo hubiera dicho por sí mismo, su pregunta (“¿Eres tú el Rey de los judíos?”) habría significado un inconsciente testimonio a favor de Jesús (al modo como hizo el Sumo Sacerdote Caifás sin saber lo que decía, Jn 11,49-50). Tal testimonio lo dará Pilato posteriormente, cuando ordene emplazar sobre la cruz de Jesús el letrero con la inscripción: “Jesús el Nazareno, el Rey de los judíos” (Jn 19,19-20).
La expresión “rey de los judíos” trasladaba al ámbito político y profano el título Mesías o “rey de Israel” (también marcado este último por rasgos políticos). El Sanedrín quiso añadir a la acusación de blasfemia (por el que el procurador no se habría interesado) aquella de la realeza (“rey de los judíos”), para que Pilato se viera obligado a tomar cartas contra Jesús. Sin embargo, y como deja entrever Jesús en el v.36 utilizando un pasivo: “no fuera entregado a los judíos”, el que está actuando detrás de todo el injusto proceso que está sufriendo es el misterio de la Impiedad. Ya en el capítulo 13 (vv.1.27-30), el evangelista dejaba claro que Judas era el agente humano a través de quien el diablo-Satanás (empeñado siempre en dividir y en acusar, como sus mismos nombres indican) actuaba, habiendo asentado en su corazón el deseo irrefrenable de entregar a Jesús.
Pilato rehúsa responder a la pregunta de Jesús, pero su continuo cuestionamiento (“¿Soy yo acaso judío?” – “¿Qué has hecho?” – “Con que, ¿tú eres rey?”) sirve para realzar el valiente testimonio de Jesús sobre su persona y Reino (Jn 18,36-37), que define primero negativamente: “Mi Reino no es de este mundo”, y después de manera positiva en cuanto rey que da “testimonio de la Verdad”.
El Reino de Jesús “no es de este mundo” porque la esencia, el origen y la legitimación de dicho Reino no están en este mundo, ni provienen de él. El Reino de Jesús no es un proyecto humano o un sistema político o de poder socio-económico y militar. Tanto es así que su misma presencia: débil, desprotegido, vulnerable, sin guardias ni soldados que lo defiendan, es una prueba evidente de que su realeza difiere radicalmente de aquella que los hombres conocen. Hay que precisar, asimismo, que Jesús no dice: “Mi Reino no está en este mundo”, pues esta afirmación daría pie a un evidente dualismo gnóstico, es decir, a condenar totalmente toda la realidad de este mundo en el que vivimos y a optar por huir de nuestra realidad presente. Y no dice eso porque Dios ha creado todas las cosas por medio de su Palabra y por tanto todas las cosas participan de la bondad del Creador, y la realeza de Jesús, la Palabra encarnada que vive en el seno del Padre, aunque no es de este mundo, sí que incide y está “en el mundo” obrando con poder y realizando el proyecto divino en el corazón de las personas y en la historia humana.
De hecho, la realeza de Jesús “es el testimonio de la Verdad”, es decir, el testimonio existencial que revela a la humanidad que Dios es amor (1Jn 4,8) y Padre de bondad, fiel a sus promesas e incansable en su búsqueda amorosa de lograr ganar para sí corazón de su amada criatura, el hombre; un testimonio, por tanto, de que el Reino de Dios está caracterizado por ese amor, bondad, fidelidad y entrega manifestadas en Cristo-Jesús.
Esta “Verdad” divina que Jesús encarna y revela a lo largo de su vida, se evidencia más claramente ya allí, ante Pilato, al estar “entregado” en manos de los pecadores, para cargar sobre sí las consecuencias de la maldad humana y hacerlos capaces, en su amor extremo (Jn 13,1), de entrar en su Reino y de unirse al Padre como hijos. Esta “Verdad” de su Reino y realeza será desvelada plenamente en el ara de la cruz y en su retorno victorioso de entre los muertos.
Pilato representa a los reinos y reyes de este mundo, que pretenden subsistir y prevalecer a través de la imposición, del engaño y de los fraudes y, cuando lo creen necesario, también con el uso de la violencia y la crueldad. Nazismo, comunismo, regímenes totalitarios o las mismas democracias actuales, son “reinos” gobernados por “reyes” que tienden, irremediablemente, a la corrupción, si bien, como Pilato y el imperio romano, están abocados a pasar y desaparecer, una verdad histórica que les delata como una “ilusión” o un frívolo “sueño” de grandeza surgido dentro del gran teatro del mundo — como diría Calderón — en el que también morirá.
Jesús, sin embargo, es el “Rey del Reino de la Verdad” que se enraíza en el amor de Dios. Un Reino en el que los “súbditos” no entran por coacción o violenta y temible opresión, sino por la libre aceptación del amor que el mismo Rey y Señor ha derramado sobre cada corazón humano en su sacrificio sobre el altar de la cruz que, sacramentalmente, celebramos en la Eucaristía. Es un Reino eterno, trascendente, indestructible, que “no pasará” y sobre el que las “fuerzas del Hades” no prevalecerán. Es un Reino que se esconde en el corazón del creyente como una “pequeña semilla” que le une a Cristo y que ya le permite vivir, en este mundo, una relación filial, íntima y amorosa con Dios-Padre.
Al contemplar hoy a los reyes y reinos del mundo y al Rey y Reino de Jesús, la Iglesia nos invita nuevamente a elegir a Jesús y su Reino y a dar con ello valiente testimonio de nuestra fe. También Pilato fue invitado por Jesús a abrirse a la Verdad que el manifestaba, pero, al igual que habían hecho precedentemente los judíos, se retrajo y prefirió, en su comportamiento humano, dejarse guiar por el misterio de la Iniquidad (Cf. 2Te 2,7). Que nosotros hoy, a diferencia de Pilato y de las autoridades judías de entonces, “escuchemos la voz de Cristo”(Jn 18,37) y, como “ovejas suyas” (Jn 10,1-4), salgamos detrás de Él para dar testimonio de su Reino y de su victoria sobre el pecado, y ser “luz” que, en medio de un mundo en el que parece triunfar la fuerza bruta o la astucia maligna que esclaviza a las personas, invita a todos a “entrar en el Reino de amor” del Rey de reyes y Señor de señores, Jesucristo.