SOLEMNIDAD DE SANTIAGO EL MAYOR, APÓSTOL, PATRONO DE ESPAÑA
He 4,33; 5,12.27-33; 12,2
Sl 66(67),2-3.5.7-8
2Cor 4,7-15
Mt 20,20-28
A partir del s. VIII, la fiesta del Apóstol Santiago, apodado “el Mayor” y hermano de Juan el evangelista, se celebra el 25 de julio en Occidente. Desde el s. VII (con Isidoro de Sevilla), algunas fuentes, apoyándose en tradiciones anteriores, sostienen que Santiago evangelizó España y que, para alentar su tarea evangelizadora, se le apareció la Virgen María “en carne mortal” en Zaragoza, hacia el año 40. Sus reliquias fueron descubiertas por el obispo Teodomiro de Iría en el s. ix, en torno al 830, en un sepulcro de los tiempos romanos en el Campus Stellae (Galicia).
Aunque estas fuentes sean discutibles, es innegable que, a partir del s. ix, el culto del Apóstol sirvió para convertirle en el protector y sostenedor de la fe y de la libertad de los cristianos frente a la opresión del islam, así como para hacer de Compostela — junto con Jerusalén y Roma — uno de los mayores centros de peregrinación de todo el periodo medieval. En nuestros días, el camino de Santiago ha recobrado nueva vitalidad y ayuda a miles de personas a descubrir y entender el valor de la propia vida — junto con la del prójimo — como un camino de peregrinación espiritual hacia el encuentro con Dios, con el Dios misericordioso encarnado en Jesús de Nazaret.
Según el relato lucano de He 12,1-3, Santiago fue el primer apóstol que derramó su sangre por Jesucristo al ser decapitado por Herodes Agripa i, alrededor de la pascua del año 43-44. Hijo de Zebedeo y de Salomé (Mc 15,40; Mt 27,55), Santiago fue uno de los cuatro primeros discípulos llamados por Jesús, y uno de los tres privilegiados por el Maestro para ser testigo directo de la curación de la suegra de Pedro (Mc 1,29-31), de la resurrección de la hija de Jairo (Mc 5,37-43), de la Transfiguración (Mc 9,2-8) y de la agonía sufrida en Getsemaní (Mt 26,37).
A Santiago, sin embargo, no le resultó fácil el seguimiento de Jesús. Tuvo que aprender a negarse totalmente a sí mismo para poder permanecer unido al Señor y vivir como Él les enseñaba. Un ejemplo nos lo ofrece el evangelio hodierno al mostrarnos que Santiago no se vio preservado de la tentación de poder. Esta tentación, que casi siempre se presenta de forma sutil y devastadora, tiende a emplazar rápidamente al tentado en el primer puesto y a encumbrarse por encima de los demás, sometiéndoles y reclamándoles sumisión y honores hacia la propia persona. Jesús también sufrió esta insidia demoníaca cuando el Diablo le prometió darle los reinos y la gloria del mundo: «si postrándose ante él le adoraba»; mas el Señor afrontó, superó y venció de modo perfecto y total dicha tentación afirmándose en el cumplimiento de la voluntad del Padre y siendo fiel a ella hasta incluso la muerte en cruz. De ese modo, Jesús “adoró y dio culto siempre y únicamente al Señor, su Dios” (Cf. Mt 4,8-10).
Pues bien, aunque sea por boca de su madre, se ve en el evangelio que los Zebedeo habían hecho suyos los sueños y la mentalidad popular acerca del Mesías. Soñaba Santiago con participar del poder terreno del Jesús y sentarse junto a su trono real cuando juzgase a la humanidad y sometiera a todos los pueblos bajo el dominio de Israel. Santiago quería conseguir una posición de prestigio con todas las credenciales de poder, dominio y privilegios en regla.
Esta tentación que sufre Santiago es un espejo para cada uno de nosotros, puesto que todos, de uno otro modo, somos tentados a poseer poder y riquezas. Por eso, para poder vencer la tentación y se ensalzados por el Señor, también debemos dejarnos corregir por Jesús, y acoger y aceptar en nuestra propia vida la doble dimensión que reclama dicha corrección.
En primer lugar, debemos beber el mismo cáliz de Jesús. En efecto, Jesús pregunta a Santiago (y a Juan) si “es capaz de beber el cáliz que Él ha de beber” (Mt 20,22). Se trata del cáliz anunciado por los profetas. Un cáliz colmado de sufrimientos (Cf. Is 51,17) que Jesús transforma en medio de salvación, como dice el salmista: «¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de salvación, invocando el nombre del Señor» (Sl 116,12-13). Con la imagen del cáliz, Jesús alude a su muerte, que es, al mismo tiempo, juicio sobre el mal y el pecado del hombre que, por amor, carga sobre sí mismo, y salvación porque ofrece su propia sangre como “vino” exquisito que nos pasa a la Vida del Padre.
Este “bautismo” es el que Santiago debe estar dispuesto a aceptar: sumergirse en la pasión y muerte de Jesús, ajustando cada uno de sus pasos a los de su Maestro, y entregarse, junto con Él, por la salvación de los hombres. Y, aunque este camino de cruz y donación no presenta una carrera deslumbrante hacia el poder como lo imaginaba Santiago, sí que, como Jesús había anunciado un poco antes (Mt 20,17-19), desembocará en la victoria de la Pascua y, por tanto, en el paso definitivo a la gloria del Padre.
En segundo lugar, debemos servir como Jesús mismo sirve. El Señor enseña que, entre los suyos, la autoridad no se entiende como posesión egoísta, ni como orgullo y autoafirmación en detrimento de los demás, sino como servicio, entrega y sacrificio por el otro (Mt 20,26-27). La “imagen y semejanza” de Dios a la que el hombre fue hecho conlleva, por tanto, darse y entregarse por amor para que el otro pueda vivir. En la Eucaristía, Jesús ofrece a los discípulos su cuerpo entregado y su sangre de la Alianza, derramada (Mt 26,26-28), como cumplimiento perfecto de “no haber venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos” (20,28).
Santiago acogió esta enseñanza diciendo: “sí estoy dispuesto a beber el cáliz que me des a beber”; y ciertamente que, con su martirio, lo bebió-vivió hasta el extremo. De ese modo se cumplieron las palabras de Pablo: “en Santiago actuó la muerte, y nosotros a través de su testimonio hemos recibido la fe en Jesús que nos da acceso a la Vida misma de Dios” (Cf. 2Cor 2,8-10).
Santiago nos enseña que, para seguir a Jesús, debemos estar dispuestos a entrar en un camino de conversión, un camino en el que nuestra ambición será transformada en servicio, nuestro orgullo en humildad, y nuestro egoísmo en entrega sincera y llena de amor, porque “nuestros pensamientos llegarán a ser los mismos pensamientos de Jesús, de Dios” (Cf. Mt 16,23).
Santiago obtuvo una gloria mayor que aquella pasajera que anhelaba. Y ahora, desde el cielo, es una “estrella santa” que confirma nuestra fe (apostólica) y sostiene, con su intercesión, nuestro testimonio cristiano para que, en medio de un mundo en el que somos zarandeados por tantos vientos de doctrina, vivamos con la esperanza viva y alegre de sabernos unidos al Resucitado, el único Mediador entre Dios y los hombres, y la única Vida que todos deseamos alcanzar.
Oremos al Señor para que, por el martirio de Santiago, fortalezca y vigorice a la Iglesia en España, y nos conceda a todos poder seguir siempre fielmente a su Hijo Jesucristo, anunciando y viviendo el evangelio para que «cuantos más reciban la gracia, mayor sea el agradecimiento, para gloria de Dios» (2Cor 4,15).