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Luz en mi Camino

26 octubre, 2024 / Carmelitas
Luz en mi camino. Solemnidad de Todos los Santos

Ap 7,2-4.9-14

Sl 23(24),1-2.3-4ab.5-6

1Jn 3,1-3

Mt 5,1-12a

Al celebrar la Solemnidad de “Todos los Santos” queremos manifestar, con un solo corazón y una sola alma, nuestro amor a Dios y al prójimo. La celebración eucarística es nuestro canto de alabanza a Dios, el Santo de los santos, a quien damos gracias por todos nuestros hermanos y hermanas que, habiendo sido leales a la gracia recibida en el bautismo, vencieron al Acusador del género humano merced a la sangre del Cordero y al testimonio de amor que dieron siguiendo a Cristo (Cf. Ap 7,14; 12,11-12). De este modo, se convirtieron en testigos del rostro misericordioso del Padre y de su cercanía y deseo de conducir a toda la humanidad a la plenitud de la vida bienaventurada, que ellos mismos gustaron viviendo santamente en el cumplimiento de la voluntad divina.

La enseñanza de Jesús está fecundada por el Espíritu Santo que, como queda revelado al ser bautizado por el Bautista en el Jordán (Cf. Mt 3,16), reposa sobre Él. Por eso manifiesta en su palabra la potencia, la sabiduría y la voluntad de Dios, y es capaz de transformar a quienes la acogen en hijos de Dios (1Jn 3,1-3), es decir, en personas llenas de su mismo Espíritu y, por tanto, en santos que “a semejanza de Dios-Padre” son “perfectos” en su modo de amar sin medida ni restricciones (Cf. Mt 5,45-48).

Por lo tanto, Jesús, henchido del Espíritu Santo que en cuanto Hijo posee, formula en las bienaventuranzas el camino que conduce a la santidad y el modo como ésta debe realizarse concretamente entre los hombres. Entrar en las bienaventuranzas significa ajustar la propia voluntad a la voluntad de Dios y caminar “paso a paso” en (y hacia) la “justicia mayor” de su misma santidad (Cf. Mt 5,20). Esta justicia es la caridad divina que, puesta en acto, es capaz de justificar y transformar al otro, amigo o enemigo, que por miedo, error, ignorancia o esclavitud, obra con maldad o injustamente contra Dios y contra el prójimo. Jesús encarna perfectamente este camino de santidad o “justicia mayor” y, en su persona, palabras y obras, lo ofrece y da cumplido a todos los que le acogen y siguen como discípulos suyos.

Además, como indica la primera lectura, la llamada a la santidad es un don universal que Dios ofrece, en su Hijo, a toda la humanidad, sin que existan fronteras de razas, culturas, sexo o lenguas que lo anulen (Ap 7,9). Sí, Dios invita a todos a ser santos, pero este ofrecimiento reclama una respuesta adecuada por parte del ser humano; en concreto, reclama vivir unidos a Jesús, manso y humilde de corazón (Mt 11,29), siguiendo su mismo camino de humildad y mansedumbre. Dios es el único Santo y para llegar a Aquel que no-conocemos tenemos que aprender a caminar por donde no-conocemos, confiados totalmente a Jesús, el único que conoce al Padre y nos introduce en su seno.

Se comprende, por todo lo dicho, que el discipulado es un camino de transformación en el que lo que uno es (imagen y semejanza de Dios) y lo que uno vive (al margen de Dios y según el patrón de este mundo) son “ajustados” al querer y pensar divinos y puestos así al unísono, en la armonía divina que es fuente de felicidad. Así es, la lucha entre el deseo carnal, en el que priman los “pensamientos de los hombres” vaciados o contrarios a la voluntad de Dios, y el deseo espiritual de unirse a Dios y de vivir según su voluntad, será apaciguada y “la carne” puesta al servicio del Espíritu. La santidad se manifestará entonces como la perfecta armonía de lo que se es y se vive, esto es, como la adhesión y conformación jubilosas de los propios sentimientos, pensamientos, deseos, palabras, proyectos y obras a la voluntad de Dios.

Por lo tanto, acoger la llamada de Jesús y seguirle significa verse situado inmediatamente en el camino de la santidad y emplazado bajo el arco de la bienaventuranza, de la vida dichosa. Y con otras palabras podemos decir que se es santo, y se llega a la santidad, porque se elije el camino de las bienaventuranzas y se rechaza aquel de las maldiciones. En este sentido, el crecimiento del discípulo en la comunión de vida con Jesús y con el Padre se hará visible para todos, ya que el camino de la santidad (Mt 5,3-12) contrasta frontalmente con aquel de las maldiciones (Mt 23,13-32).

Y esto no quiere decir que todo le irá bien al discípulo y que abundará de riquezas y podrá disfrutar de todos los placeres del mundo sin trabas ni límites. Significa, más bien, que, imitando a Jesús, el Maestro bueno, el discípulo ya no cerrará a los demás la entrada en el Reino de los cielos con la justicia de su ley, de su moralismo y de sus propias miras de lo que es recto y justo (Mt 23,13), pues habrá aprendido que la llave de la unión con Dios, que a él mismo está salvando, es aquella de la misericordia, y que la puerta de entrada al Reino no es otra que aquella del perdón y del amor incondicional al hermano.

El discípulo tampoco buscará a los otros para que le sirvan (Mt 23,15), sino que dará la vida por ellos para ganarlos y atraerlos a Jesucristo con lazos y lágrimas de amor (Mt 5,5); y se cuidará muy mucho de ser un guía ciego, porque sabrá que Jesús, muerto y resucitado, es la Luz de la vida y el verdadero Templo y la verdadera ofrenda agradable al Padre de la que él mismo participa, y en cuyo Espíritu está siendo transformado en templo y ofrenda viva y santa (Mt 23,16-22); tampoco reparará en las minucias de la letra de la Ley, en “dar” contando y pesando qué y cuánto da, porque habrá comprendido que es él mismo el que tiene que entregarse totalmente amando sin límites a los demás, apoyado en la justicia, la misericordia y la confianza plena en el Padre providente (Mt 23,23-24); ni tratará de aparentar “ser bueno” y de vivir hipócritamente (como un “hijo” del padre de la mentira; Cf. Jn 8,44), sino que buscará incesantemente la pureza del corazón, es decir, la conformación total de sus pensamientos, deseos y actos, con el querer divino (Mt 23,25-26); tampoco hablará ni obrará con doble intención (Mt 23,27-28), buscando su propio provecho egoísta, sino que trabajará por la paz y la justicia (Mt 5,9-10); por último, no insultará, ni perseguirá, ni calumniará a los demás, sean amigos o enemigos, sino que, movido por el amor a Cristo y al prójimo, llevará sobre sí los insultos, persecuciones y calumnias que pudieran levantarse contra él por el hecho de dar testimonio de Jesús y del Evangelio (Mt 5,11; Cf. Mt 23,29-32), ofreciendo su vida, si fuera necesario incluso hasta el derramamiento de sangre, por sus mismos verdugos. En definitiva, el santo vive amando y sólo en el amor manifiesta su santidad, es decir, su comunión de vida y amor con Jesús y con el Padre celeste.

Pues bien, aunque para el mundo siga sin estar de moda este camino de santidad, la Iglesia no cesa de celebrarlo y de anunciarlo porque sabe que es el anhelo más profundo y veraz que brota del corazón humano. Acojamos hoy esta llamada a la santidad con nuestro más noble y sincero deseo de poder vivirla plenamente un día, al mismo tiempo que damos gracias a Dios, uno y trino, por haberla hecho brillar en el incontable número de tantos santos y santas que, canonizados o no, ya gozan de la gloria y alegría celestes unidos a Él para siempre.

 

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