Sir 27,4-7
Sl 91(92),2-3.13-14.15-16
Lc 6,39-45
1Cor 15,54-58
El texto evangélico continúa el discurso del llano que dirige Jesús a la multitud de sus discípulos después de la elección de los Doce (Cf. Lc 6,12-17.20). El fragmento hodierno ofrece reflexiones sapienciales que el Señor desea arraiguen en nuestra vida para que aprendamos a discernir y a vivir nuestro discipulado y, por tanto, nuestra unión con Él, con integridad y veracidad.
Esta enseñanza sapiencial puede organizarse en dos partes que se reclaman mutuamente. Una utiliza la imagen de la viga y la otra la del árbol. Ambas se encuentran introducidas, y fundamentadas, por la sentencia sobre la necesidad de “ver” para poder guiar a los demás y sobre la configuración o imitación del discípulo con su maestro. De hecho, la primera cosa para aprender la sabiduría es escoger un buen y sabio maestro, un maestro experimentado que conoce el discernimiento entre lo bueno y lo malo y dirige siempre por el buen camino. El cristiano, en este sentido, no ha sido él quien ha elegido, sino que el mejor de todos los maestros, el Maestro por antonomasia, le ha elegido a él. Tiene, por eso, garantizado el camino de la sabiduría que es, como enseña la Escritura, el camino de vida y hacia la vida.
En Jesús reposa el Espíritu Santo (Cf. Lc 3,21-22), motivo por el que todas sus palabras están llenas de amor y de verdad a favor de los hombres. Jesús es un hombre íntegro y en esta integridad, que es necesaria para vivir su unión con el Padre de modo perfecto y, al mismo tiempo, iluminar la situación de los hombres y guiarlos a dicha unión, quiere que los que le siguen también sean íntegros en toda su existencia. Jesús lucha contra la hipocresía porque ésta, arraigada en un corazón, en una existencia, conduce a la doblez, a la falsedad y a la dependencia del Malo, del falsario (Cf. Jn 8,44), junto a quien nadie puede dar frutos buenos.
En Lc 6,39, utiliza Jesús una experiencia popular hecha proverbio, una máxima sapiencial que Él, sabiamente, la formula con preguntas retóricas muy enraizadas en la realidad vital de las personas: «¿Podrá un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo?». La respuesta se cae por su peso: es evidente que si un ciego guía a otro, ambos caerán en el hoyo que se abre delante de sus pasos porque no lo ven. Aplicado a la vida concreta esto quiere decir que si uno quiere ser guía o maestro de otro es necesario que tenga en sí mismo luz y sabiduría auténticas, porque sino será causa de ruina tanto para él mismo como para quienes le sigan. Un maestro ciego es una persona necia, ignorante, alguien que, por más títulos académicos que pudiera tener, carece del temor de Dios (que es el principio y el fin de la sabiduría; Cf. Pr 1,7; 9,10; Sl 111,10). Fiarse de ese tal es ponerse en grave peligro y ruina personal.
Ya Ben Sirá, el sabio que escribe el libro del Sirácida a inicios del s. ii a.C. (190-180 a.C.) y que conocemos sobre todo por la traducción griega que realizó su nieto el 132 a.C. (el año 38 del reinado de Evergetes en Egipto, Prólogo Sir 27), lo expresa de modo penetrante en algunas máximas: «Cuando la criba se sacude, quedan los desechos; así en su reflexión se ven la vilezas del hombre» (Sir 27,4). La ceguera de un hombre se manifiesta cuando reflexiona, al igual que la criba separa el grano de la paja. Además el verdadero valor de la persona se descubre en su lenguaje, en su modo de expresarse socialmente, pues en sus palabras muestra su pensar interno, su proyecto, su sentimiento en relación con Dios y con el hombre, por eso: «No elogies a nadie antes de que hable» (Sir 27,7).
Jesús, nuestro Señor, nos invita a que seamos críticos con nosotros mismos y discernamos las cegueras, las carencias, las hipocresías que existen dentro y fuera de nosotros, afrontándolas y sacándolas a la luz, sin conformarnos y acomodarnos a ellas o justificándonos para no cambiar ni convertirnos. En juego también está la vida de los demás, y el Señor jamás dice que no podemos cambiar y que está bien así como somos porque “Dios nos ama”, sino todo lo contrario: Porque Dios nos ama hasta el extremo es posible cambiar de vida apoyándonos en su amor incondicional.
La sentencia de Jesús en Lc 6,40: «No está el discípulo por encima del maestro. Todo el que esté bien formado, será como su maestro», subraya la relación de los discípulos con Jesús. Se basa también, sin duda, sobre la experiencia vivencial y no se centra en la cantidad de conocimientos matemáticos o teóricos o académicos, sino principalmente en la conducta moral de vida conformada a la voluntad de Dios. Aún más evidente si, como es este caso, el maestro al que Jesús se refiere es Él mismo. El dicho asume, por tanto, una dimensión sobrenatural, una altura de vida máxima. Jesús es el mejor maestro sin comparación a cualquier otro; el maestro rebosante de sabiduría divina, y a tal modelo es al que el discípulo tiene que configurarse y asemejarse, pues en ello le va la vida dado que a “imagen de dicho Hijo/Maestro” ha sido creado y, por tanto, predestinado (Cf. Rm 8,29). Sólo aprendiendo de Jesús, será el discípulo capaz de guiar a otros por el camino de la vida que es, precisamente, el mismo Jesús.
Si, por tanto, alguien es llamado a seguir a Jesús y le sigue verdaderamente en la conversión y la fe, entonces llegará a ser un hombre sincero, humilde, justo, capaz de ser “maestro” de otros: será un “pescador de hombres”. Tanto es así que, este tal, siguiendo la enseñanza de Jesús en Lc 6,41-45 y uniéndose fielmente al Maestro, dejará de arrogarse el derecho de juzgar a los otros considerándolos incapaces de acoger la salvación y de recibir el amor del Maestro que es capaz de transformar los corazones más endurecidos; y, por el contrario, se humillará a sí mismo, unido al Siervo del Señor (su propio Maestro; Cf. Flp 2), para ganar al hermano con su amor (que es el amor de Cristo con el que él mismo ha sido amado). Esto significa que dejaremos de ser indulgentes con nosotros mismos, excusándonos siempre por las cosas erradas que hacemos, y lo seremos sobre todo con los demás, conscientes de la misericordia que nosotros mismos recibimos de Dios (Cf. Lc 6,36-38).
Además, el verdadero discípulo tampoco hará ostentación de su presunta dignidad para ser servido, sino que, como discípulo del Hijo del hombre, se ofrecerá a servir y a dar la vida con alegría y amor hacia los demás (Cf. Lc 22,24-27). Por eso, el discípulo es “un hombre bueno” que del buen tesoro del corazón saca “bondad, mansedumbre, compasión, humildad, rectitud”, y no amargor, vileza y el veneno de la hipocresía y de la murmuración y el juicio contra los otros; y su vida se convertirá en un árbol bueno que alimenta, con sus palabras, obras y presencia, a los demás, al darlos a gustar el fruto sabroso del amor que brota de su corazón por obra del Espíritu Santo y que hace presente a Jesús resucitado.
Jesús expresa con las imágenes una fuerte oposición. No existe término medio. A la brizna que está en el ojo del hermano se confronta la viga que está en el propio ojo. La guía y corrección fraterna puede verse empañada por el juicio y la condena que nos establece más bien como jueces y árbitros y que Jesús ya condenaba la semana pasada: “No juzguéis…, no condenéis” (Lc 6,36-37). Antes que nada es necesario conocer la realidad profunda del propio corazón, realidad pecadora, impura, alejada de Dios y del amor al hermano. Antes de ayudar al hermano a ver su brizna, pues la corrección puede llegar a ser un deber (Cf. Lc 17,3), es necesario que uno vea con claridad la propia situación y que el propio “ojo” esté limpio y claro. Esto reclama, sin duda, una disciplina fuerte con uno mismo, una ascesis que no está de moda ni ahora ni nunca (¡para qué engañarnos!), una sincera autocrítica a la luz del Maestro, y una firme y efectiva humildad que quebranta el corazón impuro para que Dios, en el seguimiento de Jesús, lo transforme en puro. Sólo así será posible acercarse al hermano para ayudarlo a corregir su mal moral.
Jesús, como hemos señalado, no quiere la hipocresía en sus discípulos (Lc 6,42), no quiere que sean semejantes a aquellos que hacen de su vida un teatro donde interpretan el papel que egoístamente les interesa en cada momento, presentándose como santos, sacerdotes, profetas y reyes, pero borbotando en su corazón y, por tanto, en los frutos de su vida, maldad, envidia, amargura, murmuración y desesperación. En definitiva, antes que nada está el conocimiento de la propia debilidad, miseria, pecaminosidad, a la luz del conocimiento del amor misericordioso de Dios manifestado en Jesucristo. Sólo así estaremos en grado de “guiar” a los demás.
Se comprende, según lo dicho, la imagen del árbol que ilustra o bien el corazón corrompido, impuro, malvado, del que nada bueno puede brotar, o bien el corazón humilde, manso y bondadoso que produce frutos de vida eterna. No son las apariencias las que hacen a uno maestro, sino los frutos, es decir, la entrega verdadera en el amor. El corazón egoísta está centrado en sí mismo, su tesoro es él mismo, su orgullo y endurecimiento, por lo que los juicios, condenas y odios surgen inmediatamente de él.
Un corazón de piedra es un corazón insensible, endurecido que ni puede ni quiere comprender a los otros; un corazón de carne es un árbol bueno lleno de bondad, de la sensibilidad del Espíritu, afectuoso e indulgente, rebosante de comprensión y de simpatía hacia los demás (Cf. Ez 36,26-27). Quien tiene un corazón de carne es capaz de “llevar el peso de los demás” hermanos con los que vive (Ga 6,2), siendo caritativo, indulgente, comprensivo, servicial con ellos. Ese tal es punto de comunión, de paz, de alegría y de mutua comprensión. El corazón nuevo nos lo da Jesús junto con su mismo Espíritu, y así lo recibimos en la Eucaristía: con su corazón y Espíritu dentro de nosotros (y respetando siempre la medida de nuestra fe y nuestra entrega de amor hacia Él) va transformando y asemejando el nuestro al suyo.
Un corazón malvado en el que habita el pecado no respeta la ley, todo lo contrario, cualquier mandato que le indique lo que no debe hacer será para él una tentación para transgredirlo. Sí, dice San Pablo, “la fuerza del pecado es la ley” (1Cor 15,56), pero, en Jesucristo, Dios nos ha dado la victoria sobre la tendencia pecaminosa hacia el mal y, en consecuencia, hacia la muerte y la condenación eterna. Como Cristo ha puesta el amor en nuestros corazones ahora es posible vencer el mal con el bien y nuestra fatiga no es vana sino victoriosa (Cf. 1Cor 15,57-58).
Acojamos hoy a Jesús como nuestro único Maestro y pidámosle que nos haga comprender más profundamente que el amor, la bondad y las demás virtudes, no son una teoría, algo que se adhiere a nuestra existencia y se procura realizar en ciertos momentos, sino que éstas se arraigan en Dios, en el Dios que es amor, bondad, mansedumbre, alegría, etc., y así lo es Jesús. Pidámosle también por eso, que, unidos a su Él, haga que nuestra vida rebose de los frutos del Espíritu Santo para poder testimoniar así, a los ojos del mundo, la existencia de Dios.