Dt 26,4-10
Sl 90(91),1-2.10-15
Lc 4,1-13
Rm 10,8-13
Al dar inicio la Cuaresma el pasado Miércoles de Ceniza, la Iglesia nos exhortaba a la conversión, a poner toda nuestra vida — con sus alegrías y tristezas, esperanzas y proyectos —, en Dios, reconociendo nuestro humilde origen y fin ya que “somos polvo y al polvo volveremos”, realidad bien patente en nuestra presente precariedad, debilidad y contingencia. Se nos recomendaba, asimismo, que continuáramos nuestro camino cristiano practicando las obras de misericordia, el ayuno, la oración y la limosna, tal y como nos enseña Jesús en el evangelio (Cf. Mt 6,1-18). Y hoy, al celebrar el primer domingo de Cuaresma, es el mismo Jesús el que aparece ayunando en el desierto para ser tentado por el diablo y vencerle en todo tipo de tentación, con el fin de desvelar, en su humanidad, que es verdaderamente el Hijo de Dios. Él es el que nos libera de la esclavitud del mal y el que nos fortalece, en su mismo Espíritu, para vencer las tentaciones y vivir unidos al Padre como hijos suyos.
Antes de exponer las tentaciones de Jesús (Cf. Lc 4,1-13), Lucas ha descrito su bautismo y dejado claro que el Espíritu Santo reposa sobre Él y que Dios le reconoce como ‘su Hijo amado’ (Cf. Lc 3,21-22). Y a continuación ha expuesto su genealogía hasta llegar al primer hombre, a “Adán, hijo de Dios” (Cf. Lc 3,23-38), para insertar la humanidad de Jesús en toda la historia humana, una historia que desde el inicio es historia de pecado y desobediencia a la voluntad de Dios.
Todos los sinópticos concuerdan en que, antes de comenzar su vida pública, Jesús es conducido por su mismo Espíritu (de santidad) para ser sometido a una prueba profunda por el Maligno acerca de su filiación divina, para que quedase claro quién era y en razón de qué y para qué era el Hijo-encarnado. A esta prueba tiene que enfrentarse solo y en un lugar solitario, vacío de toda presencia humana y consuelo divino. El desierto es la región donde, según alguna corriente bíblica, la soledad está llena de los aullidos o rugidos que, en la noche y en el día, dentro o fuera de uno mismo, invaden poco a poco cada poro de la piel, del alma y del espíritu humano. Así está escrito, por ejemplo, acerca de Israel: «En tierra desierta le encuentra, en la soledad rugiente de la estepa» (Dt 32,10a). Y ahí, en esa tierra que simboliza la condición humana de soledad y abandono causada por el pecado, es donde Jesús tiene que manifestar su filiación divina, totalmente confiado en que, más allá de las apariencias, el Padre «le envuelve, le sustenta y le cuida, como a la niña de sus ojos» (Dt 32,10b).
Conducido al desierto, Jesús “no comió nada” durante cuarenta días (Lc 4,2). Era necesario que fuese tentado en su cuerpo y alma, para afrontar y vencer en toda su realidad humana las tentaciones. Conocemos la valencia simbólica que el número “cuarenta” tiene en las Escrituras. Recuerda eventos pasados en los que Dios mismo manifestó y desplegó la potencia de su amor hacia la humanidad, para transformar la miserable historia humana en historia de la misericordia divina. Así ocurrió en el diluvio, cuando fueron necesarios cuarenta días con sus noches para sepultar el pecado y hacer brotar una humanidad renovada; así aconteció con el éxodo y la estancia en el desierto, cuando Dios se preparó durante cuarenta años un pueblo que narrase sus maravillas; y cuarenta días necesitó Moisés para escribir la Diez Palabras del Santo Bendito sea, sin comer pan ni beber agua, porque antes de escribirlas en las tablas era necesario que quedasen grabadas en su corazón, haciendo que la Palabra que YHWH-Dios le hablaba y él escuchaba fuera su única comida y bebida. Y otros muchos ejemplos podrían ser añadidos, pero baste señalar uno más. El número cuarenta recuerda la duración de una vida humana, de una generación: es la referencia al periodo en el que el hombre tiene que haber aprendido que no vive sólo de pan, que no son sus fuerzas las que le dan la vida porque éstas ya comienzan a faltarle, que no vive ni siquiera de la fama porque también ésta le abandona; sí, en efecto, es el periodo que Dios ha otorgado para que el hombre aprenda el temor de Dios en la misma escuela que es la vida, porque o aprende ahí o no tendrá otro tiempo para ser instruido.
Jesús, a lo largo de su ministerio, afrontará victorioso las fuerzas demoníacas que atormentan a los hombres y les liberará de ellas (Cf. 4,33.41; 8,26-39), pero antes tuvo que enfrentarse Él mismo a la raíz del Mal y vencerla. En esos cuarenta días que estuvo en el desierto, Jesús vio aflorar en sí mismo el mundo tenebroso en el que se encuentra la humanidad, al mismo tiempo que iba delineándose junto a Él la figura de aquel que, ladinamente, busca el corazón humano para que se aparte de Dios y reniegue de Él. Por eso al final de este periodo, cuando en su debilidad sintió hambre y estaba envuelto en un océano de sugestiones y posibilidades seductoras, pero cuando continuaba teniendo el corazón abierto y libre del Hijo que jamás se había separado del Padre, se entabló la lucha directa contra aquel que está detrás de cada impía y oscura sugerencia e instigación: el diablo.
Guiado por el Espíritu, Jesús fue entrando día tras día, hasta un total de cuarenta, en la guarida de Satanás y éste, no pudiendo “esconderse” por más tiempo detrás de nada, tuvo que hacer acto de presencia. Jesús, el “Hombre”, en la debilidad humana, se encuentra finalmente de cara ante el espíritu del Mal que esclaviza al ser humano, sin que éste se dé siquiera cuenta de su presencia, porque escurridizo se le escapa, enmascarándose entre la multiplicidad de ofertas que le hace y entre la multiplicidad de excusas que cada uno pone para justificar su pecado y cargárselo al prójimo.
Las tentaciones previas (Lc 4,2a) se concentran ahora en las tres tentaciones que le plantea el diablo (Lc 4,3.6-7.9-11). Todas van directas a un centro: probar la filiación divina de Jesús en la que se ha mantenido firme durante los cuarenta días previos y sobre la que el evangelista ha hecho constancia desde el inicio de su evangelio, porque la clave de su victoria no es otra que su comunión plena e inamovible con Dios-Padre.
El diablo le induce primero a conservar su vida usando sus poderes de Hijo para sí mismo, para satisfacer sus necesidades primarias. Le invita a que se entregue, completa y absolutamente, a saciar su “hambre”, dado que, en cuanto Hijo de Dios, tiene el poder de conseguir por sí mismo lo que necesita para vivir y mantener su vida: «Si eres Hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan» (Lc 4,3). Pero Jesús responde afirmando que la ‘vida’ no está en el ‘pan’ ni depende del ‘pan’, sino que se encuentra en permanecer unido, plena e incondicionalmente, a Dios-Padre (Cf. 12,22.31): «Está escrito: No sólo de pan vive el hombre» (Lc 4,4; Cf. Dt 8,3). De este modo, nos enseña que el centro de nuestra vida es Dios y que dicho centro no debe ser modificado ni siquiera cuando esté en juego la vida física. Sus poderes de Hijo son para realizar la salvación del mundo cumpliendo la voluntad del Padre y no para “salvar” su vida terrena.
A continuación, el diablo le conduce a una altura desde donde le muestra el mundo y todo lo que éste le ofrece y él le puede dar: «Te daré todo el poder y la gloria de estos reinos, porque a mí me ha sido entregada, y se la doy a quien quiero. Si, pues, me adoras, toda será tuya» (Lc 4,7). El diablo sabe que todo lo ha recibido de Dios (“me ha sido entregada”), pero pretende ocupar su puesto y ser adorado por Jesús. Para que esto acontezca, le propone poseer todas las riquezas de los reinos, y la fuerza y el poder que éstas dan, para dominar entonces a placer sobre la voluntad de los hombres. ¿Acaso este dominio no estaría en conformidad con su dignidad, inteligencia y capacidad de “Hijo de Dios”? El problema aquí es que tal dominio se realizaría según los “pensamientos de los hombres” pero al margen de los “pensamientos y del ser de Dios” que es amor. Por eso Jesús, que conoce al Padre, responde contraponiendo a la oferta del Maligno su humildad y obediencia total a Dios: «Está escrito: Adorarás al Señor tu Dios y sólo a Él darás culto» (Lc 4,8). Nos enseña así que buscar el poder por sí mismo se contrapone con el reconocimiento de Dios como Señor, y que disponer del mundo, idolatrándolo, significa servir al Maligno y buscar la vida fuera del Padre. Y al contrario, servir a Dios es reconocer que Él es el único y absoluto Señor de todo el universo, y darle un verdadero culto espiritual. De hecho, Jesús obtendrá el poder sobre el cielo y la tierra obedeciendo al Padre hasta la muerte y muerte de cruz.
Por último, considerando que ni las necesidades vitales, ni la seducción de las riquezas y del poder humano toman para Jesús el puesto de Dios-Padre, el diablo le lleva hasta el alero del templo y le invita a constatar si Dios está verdaderamente con Él, cuidándole y protegiéndole: «Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo; porque está escrito: A sus ángeles te encomendará para que te guarden. Y: En sus manos te llevarán para que no tropiece en piedra alguna» (Lc 4,9-11; Cf. Sal 91,11-12). Es la más sutil de las manipulaciones de la verdad y, por tanto, la más sagaz, astuta y mordaz de las tentaciones. Jesús la afronta citando otro texto de la Escritura que es básico para interpretar correctamente la palabra de Dios referida por el diablo: «Está dicho: No tentarás al Señor tu Dios» (Lc 4,12; Cf. Dt 6,16). Jesús sabe que probar a Dios significa creerse uno mismo prepotente y capaz de dominarle, hasta el punto de hacerle obrar aquello mismo que uno desea de manera soberbia y egoísta. Él, sin embargo, se confía plenamente a la providencia divina, consciente de que ésta siempre está operante en el acontecer cotidiano. Jesús sabe que Dios es el Creador y que conoce y gobierna todo con infinita bondad, por lo que también le ayudará a Él como mejor conviene en todo momento.
Superando toda tentación (Lc 4,13), Jesús se revela como el Hijo de Dios que vence en su debilidad humana al diablo y al misterio de la iniquidad presente en el mundo (Cf. Lc 4,6; 2Te 2,7). Y de este modo siembra la semilla de la victoria sobre el pecado, el mal y la muerte, en el campo de la humanidad y de toda la creación, y deja ya incoado su triunfo inapelable sobre el Mal en el ara de la cruz.
Ante esta enseñanza, tenemos que comprender que toda tentación no es sino un espejismo de sabiduría, de vida y de gloria, que tan sólo puede superarse viviendo unidos fielmente a Dios. No se trata, por tanto, de asombrarle durante la Cuaresma con un sinfín de prácticas religiosas, sino de valorar seriamente lo que Dios es, ha hecho y hace por nosotros, desde habernos dado la vida hasta haber entregado a su propio Hijo para arrancarnos de los lazos del Mal y unirnos a Él en su mismo Espíritu de amor. Toda la Cuaresma debe ser comprendida en este contexto del amor de Dios, dentro del cual las mismas tentaciones asumen un aspecto positivo, como un medio que nos permite optar por Dios, mostrarle el amor que le tenemos y dejarnos amar verdaderamente por Él.