Is 43,16-21
Sl 125(126),1-2ab.2cd-3.4-5.6
Jn 8,1-11
Flp 3,8-14
La Cuaresma no es un tiempo de preparación para sufrir, sino para la Pascua, es decir, es un periodo que nos enseña a seguir fielmente a Cristo para poder pasar, en su mismo Espíritu, al Padre y vivir unidos eternamente a Dios y al prójimo en el amor. Por eso la Pascua es la obra más maravillosa que Dios ha realizado a favor de la humanidad, al haberla salvado y recreado en su Hijo Jesucristo. Esta nueva creación, como indica la primera lectura, alcanza a todo el pueblo de Dios, dentro del cual — si recordamos el evangelio del domingo pasado —, es deseo del Padre que se encuentren todos sus “hijos-menores”, presentes en la figura de la mujer adúltera, y todos sus “hijos-mayores”, representados por Pablo, el fariseo convertido a Cristo.
A la luz del evento pascual, la primera lectura aparece como una profecía de la nueva creación. Todos nos identificamos de algún modo con los exiliados de Babilonia a los que Isaías se dirige. Ellos pensaban que jamás retornarían a la Tierra Prometida. El recuerdo de los prodigios obrados por Dios en Egipto les sumía en una melancolía tal que les impedía confiar en YHWH y les hacía creer que jamás volvería a obrar a su favor. Pero la realidad, tal y como Dios les revela a través de su profeta, era completamente diversa. Por medio del exilio babilónico, estaba formándoles, educándoles y preparándose para sí un pueblo bien dispuesto, es decir, un pueblo humilde capaz de escuchar sus palabras y de acoger, con alegría incontenible, su salvación: «No recordéis lo de antaño, ni penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo que ya está brotando, ¿no lo reconocéis? Sí, abro en el desierto un camino, ríos en el yermo… para apagar la sed de mi pueblo, de mi escogido, el pueblo que yo me he formado para proclamar mis alabanzas» (Is 43,18-19.21). El Señor exhorta a los exiliados a mirar al futuro poniendo toda su confianza en Él, porque, ya en el mismo destierro, está obrando en ellos una nueva creación de la que es inseparable una liberación todavía más extraordinaria que aquella realizada con sus antepasados.
La realidad de esta nueva creación-liberación acontece en Jesús, el Hijo amado de Dios a quien hay que escuchar y por Él que hay que dejarse formar. El episodio del evangelio forma parte de esa enseñanza que todos debemos escuchar y comprender: «Todo el pueblo acudía a Él; y, sentándose, les enseñaba» (Jn 8,2). En esta enseñanza se emite un juicio en el que está en juego la vida de una mujer sorprendida en fragante adulterio. El acontecimiento es sumamente importante porque desvela, de modo evidente, que escuchar y poner por obra la enseñanza de Jesús conduce a una nueva creación y a la vida plena, mientras que rechazarla significa optar por la condena a muerte.
Los escribas y fariseos, “hijos-mayores” fieles a la Ley, están interesados en condenar a la mujer y lapidarla. Críticos con el obrar misericordioso de Jesús, le ponen a prueba para que entre en su misma perspectiva de juicio y condena; en caso contrario, podrán acusarle de transgredir la Ley. Le emplazan, pues, ante la Ley mosaica que ordena lapidar a las adúlteras (y adúlteros) para erradicar el mal de en medio del pueblo (llamado a la santidad): «Si un hombre comete adulterio con la mujer de su prójimo, ciertamente morirán tanto el adúltero como la adúltera» (Lv 20,10; Cf. Dt 22,22-24). Leyes similares a ésta, existen actualmente en algunos países musulmanes y quizá, en ciertos momentos y situaciones, se escuchan también entre nosotros “propuestas” parecidas sobre el establecimiento y aplicación de la pena capital a los terroristas y asesinos, ladrones y violentos, pensando que sólo así es posible hacer desaparecer el mal de la sociedad. Sin embargo, sólo Jesús aborda estas situaciones miserables considerando el verdadero problema: la tendencia pecaminosa del corazón humano, cuyas consecuencias va a cargar sobre sí, para sanarlo desde dentro por medio de la conversión y de la fe en Él y, por tanto, en el amor misericordioso de Dios, y hacerle capaz de vivir santamente unido a Dios y al prójimo.
Dado que, por principio, ninguno puede condenar a otro, la responsabilidad de condenar a muerte a otra persona debe recaer sobre todo el pueblo, por eso, como refiere el texto, cada uno de los acusadores estaba obligado a tirar “su piedra” (Jn 8,7), simbolizando con tal gesto su alejamiento de aquella acción pecadora cometida (por el adúltero o adúltera) contra Dios y contra el pueblo.
Jesús no les responde en un primer momento, tan sólo “escribe en tierra con su dedo”, el dedo de (el Hijo de) Dios. Como el episodio se desenvuelve en el recinto del templo, después de haber estado Jesús en el monte de los Olivos, y se plantea un pecado contemplado en el Decálogo: «no cometerás adulterio» (Ex 20,14), parece evidente que Jesús obra como el Mesías profetizado por Moisés en Dt 18,18: «Yo [= el Señor] les suscitaré, de en medio de sus hermanos, un profeta semejante a ti [= Moisés], pondré mis palabras en su boca, y él les dirá todo lo que Yo le mande». En cuanto tal, Jesús interpreta y cumple verdaderamente la Ley, en concreto el Decálogo que con su dedo reescribe: «Después de hablar con Moisés en el monte Sinaí, (Dios) le dio las dos tablas del Testimonio, tablas de piedra, escritas por el dedo de Dios… Volvióse Moisés y bajó del monte, con las tablas del Testimonio en su mano,… Las tablas eran obra de Dios, y la escritura, grabada sobre las mismas, era escritura de Dios» (Ex 31,18; 32,15-16).
Ante su insistencia, Jesús les responde y — aunque no niega la Ley, ni se opone directamente a la lapidación —, establece una condición sine qua non a todos aquellos que quieran poner en acto tal justicia: “deben estar libres de todo pecado”, es decir, quienquiera juzgar y condenar con veracidad y justicia tiene que estar sin culpa y, por tanto, unido plenamente a Dios; en caso contrario, si no está libre de culpa, está sometido también al tribunal divino y, por consiguiente, añadirá a su pecado otro mayor en cuanto trasgresor del mandamiento de Dios que dice “no matarás” (y que Jesús, probablemente, está escribiendo también en la tierra), haciéndose merecedor de “ser escrito en el polvo” y de ser destruido para siempre por su infidelidad al Señor (Cf. Jr 17,13).
Ante las palabras de Jesús, los fariseos y escribas van alejándose “uno a uno”, esto es, de manera personal, en correspondencia con la condición impuesta por Jesús. Delante de Él, la conciencia de todos ellos está al descubierto y no pueden fingir que están libres de pecado. Y porque cuanto más larga es la vida más numerosos suelen ser los pecados y más incuestionable la culpa, los más ancianos, dice el evangelista, fueron los primeros que se sintieron interpelados en su culpabilidad y renunciaron a la lapidación (Jn 8,9).
La adúltera quedó entonces “en medio”, entre el Maestro y el pueblo que estaba escuchándole. Y Jesús concluye su enseñanza dialogando con aquella mujer que ha pasado a simbolizar a todo el pueblo, también culpable de adulterio en cuanto se entrega y se une idolátricamente a tantas cosas que no son Dios: «Jesús le preguntó: “Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Ninguno te ha condenado?”. Ella contestó: “Ninguno, Señor”. Jesús dijo: “Tampoco Yo te condeno”» (Jn 8,10-11). Jesús, el único sin culpa que podría lanzar piedras contra ella (y contra cada uno de nosotros), deja claro que no ha venido a juzgar sino a salvar, y anticipa en este momento el perdón que nos ofrecerá a todos desde la cruz a la que es conducido por nuestros pecados.
Pero el amor que Jesús ofrece es exigente y reclama unirse verdaderamente a Él con un amor semejante al suyo, por eso dice a la mujer: «Anda y desde ahora no peques más» (Jn 8,11). Ella, que ha conocido que el pecado no sólo conduce a la muerte externa (= lapidación) sino también a aquella interna del propio ser (= condena), sabe ahora que Jesús, en nombre de Dios, la ha liberado total e íntegramente, y que sus palabras le enseñan — a ella y a todo el pueblo que escucha —, el nuevo y único programa de vida que debe seguir después de haber sido “recreada” (= “tampoco Yo te condeno”). Su vida, de ahora en adelante, debe estar entregada a la voluntad del Señor y orientada hacia el encuentro pascual definitivo con Él, puesto que “Él es la Luz del mundo y el que le sigue, de ningún modo caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la Vida” (Jn 8,12).
La nueva creación realizada por Dios en el misterio pascual de Jesús es también para los escribas y fariseos (= “hijos-mayores”), tal y como se cumple paradigmáticamente en el apóstol Pablo. Como sabemos, Pablo era un celoso fariseo y un observante intachable de la Ley, pero en él había anidado un pecado de ensoberbecimiento muy sutil y profundo: se creyó bueno, impecable e irreprensible (Flp 3,5-6). Seguro de poseer la justicia procedente de la Ley, Pablo se sentía inmune y sin necesidad de ser liberado del pecado; pero cuando, en el camino de Damasco, se encontró con la Luz del Resucitado, comprendió que su justicia no era la verdadera justicia divina y que tenía necesidad de ser salvado del orgullo y de la soberbia que le habían llevado a pensar, erróneamente, que persiguiendo a los cristianos hacía una cosa buena, mientras que, en realidad, estaba obrando algo violento, injusto y criminal, hasta el punto de que toda la condena de la Ley pesaba sobre él.
Una vez alcanzado y conquistado por Cristo, Pablo, al igual que la mujer, se supo perdonado y comprendió, desde entonces, que al margen de Cristo todo carecía de importancia. Sus méritos previos y sus propias virtudes humanas los consideró una pérdida y dejaron de contar para él, porque la única cosa importante era su relación personal, en humildad y amor, con Cristo: «Lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo. Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo» (Flp 3,7-8). Desde entonces, Pablo ya no deseó otra cosa que seguir a Jesucristo y unirse a su misterio pascual, aprendiendo a participar en sus mismos sufrimientos para poder alcanzar la nueva vida de su resurrección.
La Cuaresma es vivir como Pablo después de haber sido encontrado por Cristo. Saber que, mientras vivimos en este mundo, todavía no hemos llegado a la meta y hemos de “esforzarnos” por conquistar a Cristo. Este “esfuerzo”, para todo aquel que, como la adúltera y Pablo, ha sido alcanzado por Cristo, es suscitado y movido por el mismo amor que ha recibido de Cristo. Y en dicho esfuerzo, al igual que profetizaba Isaías, debe aprender a olvidar el pasado (por más precioso que pueda haber sido) y a lanzarse hacia el futuro, ya que dicho pasado empalidece ante la sublimidad del premio de la vida eterna al que Dios le llama en Cristo-Jesús (Cf. Flp 3,13-14).
A un paso de la Pascua, la Iglesia nos confirma hoy que Jesucristo no ha venido a condenar al hombre sino a recrearlo, aunque sea el más miserable “hijo-menor” (como la adúltera) o el más arrogante “hijo-mayor” (como Pablo) que pueda existir sobre la faz de la tierra. Sus palabras son una llamada misericordiosa y a la vez exigente, que nos renueva interiormente y nos impele a abandonar el pasado pecador y a acoger la obra extraordinaria creada por Dios: el misterio pascual de su Hijo. Si le escuchamos y acogemos su Palabra ya no importará el pasado, aquello que hicimos o dejamos de hacer, porque en Él se nos ofrece, de ahora en adelante, el nuevo y maravilloso camino que conduce e introduce en la vida divina y que, parafraseado, dice así: “Tampoco Yo te condeno; sígueme, sé mi discípulo y, a partir de ahora, no peques más”.