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Luz en mi Camino

25 marzo, 2023 / Carmelitas
Quinto domingo de Cuaresma

Ez 37,12-14

Sl 129(130),1-8

Jn 11,1-45

Rm 8,8-11

La liturgia hodierna nos prepara para la Pascua al hablarnos sobre la muerte y la esperanza de la resurrección en Jesús. También hoy corren al unísono, y se entrelazan inseparablemente en el texto evangélico, el tema de la manifestación de la persona de Jesús y aquel de la fe en Él, requerida a aquellos que son testigos de sus palabras y obras. El dolor, la muerte, los gestos y las palabras de Jesús están en función de la fe, de que creamos que Él es la resurrección y la vida, porque el pecado del hombre en el que se enraízan la oscuridad y la muerte más tremendas no es otro, según S. Juan, que la incredulidad.

Nuestra vida, por más feliz y plena que sea, o parezca ser, está marcada por la angustia de la muerte, un misterio que nos cuestiona a todos porque a todos nos alcanza, incluyendo a los que quieren vivir de espaldas a él. El sufrimiento, el mal y la muerte continúan campando entre nosotros a pesar de los avances conseguidos en todos los campos, y planteando con renovado énfasis la cuestión sobre su sentido, sobre quién es el hombre y, en definitiva, sobre quién es Dios (que permite sufrir y morir a su criatura, presuntamente amada).

A nuestros ojos todas las muertes nos pueden parecen lo mismo, pero el evangelio afirma que no es así. Existe una muerte física ligada al pecado, pero también hay una muerte “desvinculada” del pecado — y del miedo y de la rebelión que éste provoca contra la vida y contra Dios —, y asociada a la gloria de Dios y a la glorificación de su Hijo, Jesús. La íntima amistad que une a Jesús con Lázaro muestra que la muerte de este último está orientada a ser signo de este tipo de muerte gloriosa: «Esta enfermedad — dirá Jesús — no es de muerte, sino para la gloria de Dios, para que en ella sea glorificado el Hijo de Dios» (Jn 11,4). La “amistad con Jesús” es prueba de que la realidad del pecado está poco presente en el caso de Lázaro, es decir, que su muerte física no refleja una muerte espiritual causada por el pecado (Cf. Jn 11,4.11-12.14-15). Lázaro muere (Jn 11,11-16) pero, como amigo amado de Jesús, no tiene que ser acusado de incredulidad y situado en el ámbito de los pecadores, marcado por la “cólera de Dios”. Su muerte no es un castigo, aunque participe de la suerte común de los pecadores (que todos somos), y no pueda separarse por ello de una vida relacionada, de un modo u otro y tanto social como históricamente, al pecado. Sólo la muerte espiritual es grave (Cf. Sb 2,21-24) porque priva de la vida de Dios y de la eternidad dichosa con Él, pero éste no es el caso de Lázaro.

Ahora bien, la amistad que une a Jesús con Lázaro y sus hermanas no hay que entenderla de modo arbitrario o interesado, como si a Jesús unos le cayeran bien y otros mal porque sí, sino como fruto del discipulado fiel, sincero y abierto que establece una profunda y espiritual relación de amor (agapáō) entre el Maestro y los tres hermanos (Jn 11,5). Pero este fuerte vínculo afectivo (filéō, 11,3) que une con el Señor, no es incompatible ni con la enfermedad de la persona amada, ni con la aparente “ausencia” del Amigo-Amado. Esto es algo que nunca tenemos que olvidar: uno puede ser (y de hecho lo somos) amado por Jesús, por Dios, y al mismo tiempo estar enfermo, sentir su “lejanía”, sufrir de mil modos e incluso llegar a encontrar la muerte de la manera más cruel y trágica. El mismo texto al indicar el nombre del pueblo de Lázaro: Betania — que significa “casa del pobre (de Dios)” —, supera la aparente “ausencia” de Jesús, el Pobre por excelencia (Jn 11,6), ya que Éste se encuentra precisamente en un lugar llamado “Betania”, en la Transjordania, allí donde Juan había estado bautizando (Jn 10,40-42; Cf. 1,28). Su lejanía física no significa, por tanto, indiferencia y desinterés hacia el amigo enfermo, sino consciente vinculación con él en espera de otorgarle un bien mucho mayor (Jn 11,4).

Con todo, tenemos que preguntarnos si muere verdaderamente Lázaro. Pues bien, Lázaro murió pero no estuvo delante del juicio de Dios, es decir, no vio a Dios, ni fue transformado por Él (Cf. 1Cor 15,51-53). Lázaro no se encontraba en el Cielo cuando fue llamado por Jesús, pues en tal caso, al morir de nuevo, habría tenido que pasar por segunda vez a través del juicio eterno y definitivo de Dios. Nadie, excepto Jesús, ha retornado de la muerte, y ninguno retornará jamás de la muerte para revivir en este mundo su vida mortal, y todavía menos bajo otras formas de vida. Esto tiene que quedarnos claro frente a las extendidas creencias actuales acerca de la “reencarnación” o apariciones de muertos, y para que en el trabajo pastoral no alimentemos de falsas esperanzas a los enfermos, moribundos y familiares.

El mensaje evangélico se entiende desde la experiencia de la fe, y a este respecto la muerte de Lázaro no tiene carácter definitivo en relación al juicio y a la visión de Dios. Esto significa que, aunque su estado de muerte física era irreversible (desde la perspectiva de las posibilidades humanas), respetaba las condiciones necesarias para retornar a esta vida terrena, es decir, Lázaro regresará a esta vida porque las condiciones de su organismo y de su cerebro todavía lo permitían. Podríamos compararlo con los estados de coma irreversible que se conocen actualmente y que, tanto médica como clínicamente, están abocados a permanecer latiendo como “vida” por un tiempo indefinido. Frente a estas situaciones que generan numerosos problemas en el campo médico, angustias en el ámbito familiar, cuestiones serias sobre la terapia a realizar y graves problemas morales en cuanto a la aplicación o no de la eutanasia, la muerte de Lázaro muestra que dichas “muertes” tienen en Jesucristo un sentido para los hombres y para Dios, y que, desde la conversión y la fe, hay que empeñarse en encontrarlo.

Los “cuatro días” que Lázaro está sepultado en el sepulcro indican la irreversibilidad de su estado mortal que, por tanto, no debe confundirse ya con el sueño (Jn 11,11-14). El “hedor” de la descomposición es, por otra parte, el efecto que Marta y todos los demás esperan percibir al quitar la piedra, aunque finalmente no fuera así (Jn 11,39-40). Ahora bien, el todavía posible retorno a esta vida de Lázaro acaece en virtud de una disposición y de una palabra de Jesús a su favor (Cf. Jn 11,4.43), y esta orden demuestra que su autoridad dominará incluso sobre la misma “descomposición” en el momento en que la resurrección final lo requiera. Jesús es la resurrección y en su amigo anuncia el incomparable fulgor que resplandecerá a través de la incorruptibilidad de su Cuerpo resucitado.

Los judíos celebraban los funerales el mismo día de la muerte, por lo que el número “cuatro” podría hacernos pensar en una resurrección. Pero, ¿ha resucitado verdaderamente Lázaro? Considerando lo dicho anteriormente es evidente que no. Además, y sin entrar en detalles, las vendas y paños que le envuelven (Jn 11,41-46) marcan un claro contraste con el paralelo que el evangelista presenta con la escena de Pascua relativa a la resurrección de Jesús (Jn 20,6-7). También la piedra, por ejemplo, será movida en el caso de Lázaro por personas conocidas (Jn 11,41), pero en la Pascua ninguno sabrá quién ha corrido la piedra del sepulcro donde yacía Jesús (Jn 20,1-2). En definitiva, Lázaro retorna a esta vida para volver a morir (Cf. Jn 12,10-11), mientras que Jesús, verdaderamente muerto, resucita a la Vida para no volver a morir nunca jamás. La resucitación de Lázaro busca fortalecer la fe de los discípulos como adhesión personal a la persona de Jesús, el único capaz de reivindicar para sí “la resurrección y la vida” (Jn 11,15.25). De hecho, el acento de todo el episodio cae en el efecto que las palabras y obras de Jesús provocan en los presentes: en aquellos que creen, como Marta, María, los discípulos y algunos judíos, y en aquellos que no creen, como los judíos que retornan a Jerusalén para acusarle.

Marta, con cierto reproche, expresa en sus palabras confianza en Jesús y no duda de su relación única con Dios, pero al mismo tiempo su fe tiene que ser transformada porque está cercana a la idolatría, a considerar a Jesús como una especie de amuleto o talismán que preserva “a los suyos” de la enfermedad y de la muerte (Jn 11,21b-22). De confesar la fe de Israel (su hermano “resucitará en el último día”; v.24), Marta tiene que pasar a profesar vitalmente que Jesús mismo es “la resurrección” que ya alcanza, en esta vida, al creyente (vv.25-26). “Creer en Jesús” significa que su Vida se convierte en la vida del discípulo, por lo que el abismo de la muerte es superado por la inhabitación de Jesús y la comunión de vida con Él que va más allá de la misma muerte. Marta profesará esta fe, se adherirá a la palabra de Jesús y “creerá” para siempre (vv.27.40). Jesús es la resurrección y la vida a la que se accede por la fe, antes incluso de que Lázaro retorne, por un lapso más de tiempo, a esta vida.

María, que estaba sentada en tierra como señal de luto (Cf. Ez 8,14), se levanta deprisa nada más saber que el Maestro está allí y la llama. Su prontitud y raudo acercamiento a Jesús simbolizan el ir hacia el encuentro de la vida, hacia la resurrección. Nada más verle, María cae a sus pies, pero no como signo de adoración sino de sumisión y de petición de ayuda a su situación insoluble. Y Jesús, viéndola llorar a ella y a los judíos que la acompañaban, se conmueve en su Espíritu, se turba y llora, haciendo suyas las penas que la muerte de un ser querido provoca en los hombres. Algunos judíos, aunque reconocen el amor de Jesús hacia Lázaro, se burlan de Él, exteriorizan su concepción mágica e idolátrica de Jesús y de sus acciones, y manifiestan su falta de fe (Jn 11,36-37.45-46). Pero frente a ellos, el fuerte grito de Jesús que libera a su amigo (Jn 11,43) es semejante a un grito victorioso de guerra sobre las fuerzas de la muerte y del mal. Un grito que renueva el seguimiento (“ven”), arranca de los cepos de la muerte (“fuera”) y orienta hacia la realización del propio destino (“dejadle andar”), vinculado para siempre al de su Señor (Cf. Jn 12,10). Lázaro significa “Dios ha ayudado”, y así lo ha realizado y manifestado Dios en Jesús (= Dios salva).

Esta vivificación de Lázaro nos enseña también que, al igual que hay dos tipos de muerte, también existen dos maneras de vivir. Se puede vivir según la lógica del mundo, no tomando la muerte en serio y viviendo como si uno no tuviera que morir, o bien otorgando a la muerte una importancia tan exagerada que la vida sólo se conciba en función de la muerte. Mas también se puede vivir según la lógica de Jesús y del evangelio, en función de la resurrección, dando entonces a la enfermedad, al sufrimiento y a la muerte el lugar que les corresponde con vistas a la gloria de Dios, creador y salvador de los muertos y de los vivos.

Todos hablan y reaccionan ante la situación de Lázaro porque él, en su pasividad y silencio absolutos e impresionantes, es un signo en sí mismo, una “palabra” divina, un “amigo de Jesús” que, sin haber muerto ni resucitado verdaderamente, anticipa en su existencia de creyente una participación en la resurrección final, antes de la resurrección de Jesús y de la suya propia. La vivificación de su cuerpo todavía mortal le reenvía, a través del encuentro con Jesús, al encuentro definitivo con Éste y con Dios en la gloria (Jn 11,4.44).

Con este signo, demostrando su poder sobre la vida y sobre la muerte, Jesús anuncia su deseo de darnos la vida eterna a través de su próxima pasión y resurrección. Las muertes cotidianas de niños, jóvenes, adultos y ancianos son un anuncio de nuestra propia muerte (seamos niños, jóvenes, adultos o ancianos), pero el creyente — amigo de Jesús e hijo de Dios — sabe con certeza que su muerte no es otra cosa que un tránsito en el que, como Lázaro, se confía y entrega definitivamente al cariño y protección de Jesús y del Padre.

 

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