He 6,1-7
Sl 32(33),1-2.4-5.18-19
1Pe 2,4-9
Jn 14,1-12
El evangelio de este domingo forma parte del discurso que Jesús dirige a sus discípulos en la sala donde han comido la Última Cena, inmediatamente después del lavatorio de los pies. Jesús habla desde la perspectiva de su victoria sobre el mal y la muerte, y desde su próxima glorificación. Proclamado en este tiempo pascual resuena, por tanto, con toda su fuerza.
Considerando la cercanía de su pasión, Jesús se interesa por el estado interior de sus discípulos, deseando preservarles de una turbación excesiva y prolongada, y les dice así: «No se turbe vuestro corazón» (Jn 14,1). Se trata de una fórmula de aliento de claro trasfondo veterotestamentario (Cf. Dt 1,21; 31,6.8; Jos 1,9; 8,1; 10,25; 1Re 2,1-9; 1Re 19; Is 7,4), dirigida en este caso directamente al “corazón” que, en la Escritura, representa la sede de los pensamientos, sentimientos, deseos y proyectos del hombre, su mismo ser. Ya los profetas Jeremías (31,33) y Ezequiel (36,26) habían anunciado, de parte de Dios, que el lugar de la nueva alianza sería el corazón del hombre.
Pues bien, Jesús, que aceptó en su espíritu y sufrió en su carne la traición de Judas (Jn 13,21), y la negación y el abandono de sus discípulos (Jn 13,38), les anima ahora para liberar sus corazones de la turbación, ya que su glorificación no significará la declaración de un juicio de condena contra ellos (y contra la humanidad), sino que expresará “el amor hasta el extremo” con que ha amado a aquellos que, por su pecado, no eran amables. Ahora bien, para superar la turbación del corazón, los discípulos tienen que responder a las palabras de Jesús con la fe, tienen que “creer” en el Padre y en su Enviado, o dicho de otro modo, tienen que poner todo su corazón, todo su ser, en Jesús, estando seguros de que su amor vence la muerte y le introduce en el Cielo, “en la casa del Padre” (Jn 14,2). De hecho, a la fe, suscitada y comunicada por Jesús, se vincula la paz (Cf. Jn 14,27), mientras que a la incredulidad se asocia el miedo, la confusión y la desesperación (Cf. Jn 20,19).
Jesús habla de su pasión empleando imágenes sencillas, tomadas de la vida familiar. Dice así: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no os lo habría dicho, porque voy a prepararos un lugar» (Jn 14,2). Jesús prepara este “lugar” (tópos) a través de sus sufrimientos, de su pasión y de su resurrección. Su cuerpo crucificado y resucitado es el “lugar”, es decir, el templo vivo y verdadero preparado para aquellos que creen en Dios y en Él (Cf. Jn 2,21). Nosotros somos miembros de su cuerpo porque nos ha preparado un lugar en Él: «Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros» (Jn 14,3). Esto significa que, en su amor, Jesús nos ha unido a Él y, por medio de Él, nos ha acercado, definitivamente y sin vuelta atrás, al seno y a la vida misma del Padre. Por eso es necesario creer en Dios y en Él para acceder a esta realidad, porque por la fe aceptamos ser “tomados por Él” y pasar a formar parte de su cuerpo y, por tanto, ser preparados nosotros mismos como “lugar” donde el Padre y Jesús, el Hijo, morarán, mediante el don del Espíritu de la verdad, tal y como afirmará más adelante en este mismo discurso de la Última Cena: «Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará y vendremos a él, y haremos morada en Él» (Jn 14,23).
Jesús es, por tanto, no sólo el lugar hacia donde vamos, sino también el camino por el que tenemos que alcanzarlo. Esto quiere decir que hay que seguirle como discípulos que se dejan determinar en toda su existencia por la voluntad de su Maestro, imitando incesantemente su obrar al ser impulsados y alentados por el mismo amor con que han sido y son amados por Él. Jesús es el camino en cuanto nos ha amado hasta el extremo, y nos ha enseñado y capacitado para que podamos amarnos del mismo modo (Cf. Jn 13,1.15.34). Este amor nos atrae y seduce a todos, pero al mismo tiempo nos atemoriza porque nos pide entregar la vida, de ahí que sólo podamos seguir a Jesucristo con su ayuda, es decir, con la fuerza de su Espíritu que proviene de su pasión y resurrección (Cf. Jn 19,30; 20,22).
Jesús “es el camino porqué es la verdad, y por lo tanto la vida” (Jn 14,6). Es la verdad porque revela plenamente quién y qué es Dios: Dios es Padre y comunión de amor trinitario. Esta verdad es el fundamento del camino y, por consiguiente, de la vida, de la misma vida de Dios comunicada al hombre. La revelación directa de Dios es imposible para el hombre, pero a través de Jesús podemos conocer al Padre porque podemos ver el rostro del Padre en el rostro de Jesús: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14,9). La grandeza, la bondad y el ser de Dios son reveladas en el misterio pascual de Jesús, por eso contemplándole, escuchándole y siguiéndole vamos penetrando al mismo tiempo en la contemplación, escucha y conocimiento del Padre.
Jesús, por tanto, es el camino y el lugar para todo hombre (Cf. Jn 1,9) y, en particular, para aquellos que se encuentran en un callejón sin salida, abandonados y abocados al oscuro abismo del sinsentido, de la nada y de la muerte más absolutos. Y todos experimentamos este abismo de uno u otro modo y debido a causas diversas: enfermedades incurables que aparecen en nuestros cuerpos mortales, o aficiones — llámense drogas, pasiones sexuales, juegos de azar o de poder, alcohol, velocidad y deportes extremos, etc. —, que van tejiendo una sutil tela que nos enreda en una espiral de (auto-)destrucción; o enfermedades psicológicas y demencias de diversa índole, o vacíos existenciales y depresiones inconfesables, o quiebras económicas repentinas, o errores y pecados que uno ya no puede reparar. Pero para todos estos “callejones sin salida” existe una Palabra de libertad y de vida: Jesús. Él, como anuncian los evangelios, fue el camino de salvación para la viuda de Naím, para la adúltera que iba a ser apedreada, para los leprosos y ciegos abandonados a su suerte, para los endemoniados y pecadores que, como el geraseno, el epiléptico, Zaqueo, Mateo o María Magdalena, estaban enajenados y condenados de por vida, y fue también el camino de la vida para aquel ladrón que estaba colgado en el patíbulo junto a Él. Todos se encontraban, como todos nosotros en tantos momentos de nuestra vida, perdidos como la oveja sin pastor, como el dracma de la mujer o como el hijo pródigo, acorralados por los lobos, asolados por los ladrones o salteadores, y sin salida posible, pero todos descubrieron en Jesús, como también nosotros hemos descubierto, el camino de la Luz y de la Vida, el Lugar del encuentro con Dios-Padre. Es decir, no descubrieron en Jesús el camino para volver a vivir una existencia terrena roma e insulsa, sino el camino que les introducía en el corazón del Padre, y que, al mismo tiempo, introducía al Padre, su mismo amor, en su propio corazón. Descubrieron, en definitiva, que Jesús era el “lugar” del encuentro de Dios con el hombre y del hombre con Dios (que es Luz y Vida).
¡Cuántos son los hombres y mujeres, de todas las edades, que, abatidos, se resisten a intentarlo de nuevo! ¡Cuántos los que a mitad de la vida se niegan a la reconciliación, a dar un nuevo paso, otro pequeño intento! ¡Cuántos los que confiesan que han perdido definitivamente toda confianza y esperanza! Muchos se preguntan entonces dónde está el Señor. Pues bien, Él, como manifiesta en su amor hasta el extremo, está allí donde comienzan, se agrandan y se topan con un muro infranqueable nuestros callejones sin salida, nuestras profundas “turbaciones” (Jn 14,1). Allí, en esos mismos “agujeros negros”, nace, para el que cree en Él, la luz, porque “la luz ya brilla en las tinieblas y éstas no la vencieron” (Jn 1,5); allí, para el que cree en Él, cede el paso lo imposible a lo posible, la desesperanza a la esperanza firme y segura en Aquel que es la vida y la esperanza de todo hombre que viene a este mundo (Cf. Jn 1,9).
Esta es la “buena noticia” contenida en el Evangelio y que tiene que ser predicada a toda la creación. A esto, precisamente, se refiere Jesús cuando dice: «En verdad, en verdad os digo: el que crea en mí, hará él también las obras que yo hago, y hará mayores aún, porque yo voy al Padre» (Jn 14,12). Jesús limitó su ministerio a Palestina y, ocasionalmente, a las regiones circundantes, pero sus discípulos extendieron el anuncio del evangelio a todos los pueblos, realizando de ese modo una obra más grande y extensa que aquella del Maestro. Esta obra inmensa de la Iglesia, que se va extendiendo a lo largo de los siglos, es, sin duda alguna, la obra del mismo Jesús, resucitado y glorioso, que mora en ella.
Cada uno de nosotros, discípulos de Jesús, somos instrumentos suyos llamados a realizar concretamente en nuestra vida cotidiana — en la familia, en el trabajo y el descanso, en las relaciones de amistad con los demás —, la misma obra salvífica del Señor. Se trata, en realidad, de conducir a los hombres a Cristo, colaborando con Él en la construcción de un edificio espiritual y realizando, de ese modo, una obra de mediación sacerdotal entre Dios y los hombres, siempre y cuando permanezcamos unidos, por la fe, la esperanza y el amor, a Jesucristo, que es el único y sumo Sacerdote (Cf. 1Pe 2,5).
Por lo tanto, todos tenemos una vocación concreta dentro de la Iglesia y estamos llamados a realizar obras santas en unión con Cristo y a ofrecer sacrificios espirituales agradables a Dios. Estas obras y sacrificios santos consisten en vivir nuestras actividades diarias y nuestras relaciones con los demás, henchidos del mismo amor, entrega y humildad con que nos sentimos y sabemos amados por Dios en Cristo, su Hijo. Son obras sencillas que pueden pasar desapercibidas a los ojos del mundo, pero que tienen un valor inestimable a los ojos de Dios. Es así como contribuimos a construir la Iglesia y a que el conocimiento de Cristo, junto con su paz, se extienda a todos los hombres, para que puedan ser liberados de los “callejones sin salida”, y de las tinieblas y de las sombras de muerte del pecado, en que se encuentran.