Hch 2,42-47
Sl 117(118),1-4.13-15.22-24
Jn 20,19-31
1Pe 1,3-9
Las lecturas de este segundo domingo de Pascua exponen algunas de las trascendentales consecuencias que tiene la resurrección de Jesús para la existencia humana, particularmente visibles en la vida de sus discípulos. Como muestra la lectura de los Hechos, la resurrección es el origen de la comunión y de la caridad fraterna de los cristianos, expresadas concretamente en la oración común y en el compartir los bienes. La fe en Jesús resucitado quebranta y supera todo tipo de barrera causado por el egoísmo, transformándolo en generosidad y misericordia hacia los hermanos necesitados, y haciendo que el creyente participe de la misma alegría que brota del amor misericordioso de Jesús, muerto y resucitado.
En la segunda lectura, Pedro afirma que la fe en Jesucristo nos hace renacer a una vida nueva, a la misma Vida de Dios: incorruptible, pura e imperecedera; por eso, en comparación con la fe — “más preciosa que el oro” —, todos los bienes son estimados en nada. La fe, sin embargo, no está exenta de pruebas, pero éstas, lejos de ser algo negativo, se convierten para el creyente en un medio para perfeccionar y profundizar en la misma fe y alcanzar así una más auténtica y plena relación con Dios (Padre, Hijo y Espíritu Santo). Esta fe se convertirá en el principio de “nuestra alabanza, gloria y honor en la manifestación de Jesucristo” (1Pe 1,7). Confirma Pedro asimismo que, como dice Jesús a Tomás, “creer y amar a Jesús sin haberle visto” ya hace partícipe al creyente de la bienaventuranza de la fe y le inunda de un gozo indecible y glorioso mientras camina hacia la salvación definitiva (1Pe 1,8-9).
También el evangelio afirma que la resurrección no excluye a la comunidad cristiana de un clima de opresión, simbolizado por la oscuridad, las puertas cerradas y el miedo a los judíos (Jn 20,19). Y no la excluye porque las persecuciones y el conflicto con el mundo forman parte del misterio pascual y expresan la participación de los discípulos en la misma muerte-resurrección de su Señor. Es en esta situación de opresión en la que «llegó Jesús y se puso en medio de ellos”, porque Él es el centro del mundo y de la historia, también de aquella que persigue y mata a sus discípulos. Juan, que nunca usa verbos de “aparición” en relación con Jesús, presenta a la persona individual y a la comunidad como el lugar privilegiado en el que el Resucitado se revela, incidiendo e invadiendo el tiempo y el espacio contingentes para otorgarles un valor de eternidad.
Esta presencia del Resucitado tiene cinco elementos fundamentales e inseparables, que se reclaman y se comprenden conjuntamente: la paz, la misión, el Espíritu, el perdón de los pecados y la alegría.
La primera palabra de Jesús resucitado es: “Paz a vosotros” (Jn 20,19). Para el profeta Isaías, la paz se vincula a la fe al igual que el miedo se asocia a la incredulidad (Cf. Is 7,9; 30,15-17). Ahora, en Jesús, toda ambigüedad es destruida y se establece un principio claro para realizar el discernimiento de espíritus: la paz presupone una relación justa y santa del hombre con Dios, con el prójimo y con uno mismo, y esta paz sólo la otorga Jesús en el perdón que ofrece y que va más allá de cualquier expectativa humana. Sólo Jesús resucitado transforma en consolación una situación que conduce a la desolación. La paz es fruto de la unión con el Resucitado, en quien la tiniebla y el pecado, reconocidos a la luz de la Pascua por sus efectos, son derrotados. Por lo tanto, Jesús nos hace pasar definitivamente de las tinieblas a la luz y del miedo a la paz.
Pero, ¿de dónde brota esta paz? De la pasión de Jesús vivida como “amor hasta el extremo” (Jn 13,1). Las “manos” y el “costado” muestran, precisamente, que la misericordia divina es la respuesta a la iniquidad humana. Este es el motivo de la verdadera alegría y la certeza de que toda la existencia se encuentra bajo el amparo y el signo de ese amor sublime: el Resucitado continúa siendo el Crucificado, establecido definitivamente al centro de la humanidad y del universo. Y esta misericordia salvífica, patente y visible permanentemente en Jesucristo, recrea a aquellos que creen en Él, pasándoles de la tristeza y de la angustia a la alegría que viene de lo alto, tal y como constata el evangelista: «los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor» (Jn 20,20).
Jesús vuelve a repetir a continuación la misma palabra, subrayando y sellando de este modo su veracidad: «Paz a vosotros» (Jn 20,21). Esta “paz” significa que en Jesús, muerto y resucitado, no existe nada que pueda separarnos del amor de Dios y de la unión con Él, por lo que toda resistencia y escrúpulo humano tiene que desaparecer ante Aquel que es la fuente de la paz, de “nuestra paz”.
Esta paz y esta alegría se convierten, por voluntad del Resucitado, en misión: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20,21), pero no sin haberse dado antes a sí mismo en su Espíritu: «Habiendo dicho esto, sopló y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo”» (Jn 20,22). Jesús se condensa en el soplo, con el que se significa la nueva “creación” (Cf. Gn 2,7; Sb 15,11; Ez 37,7-10). Además de haber entregado ya su Espíritu desde la cruz (Jn 19,30), Jesús hace posible que los discípulos lo reciban ahora, dejando claro así que su pasión, muerte y resurrección son misterios inseparables.
Jesús da a los discípulos el poder de perdonar o retener los pecados, es decir, el poder de actualizar su sacrificio y su misión salvífica, pues como indican sus llagas: Él es para siempre el Pastor que ha dado su vida por sus ovejas (Cf. Jn 10,15). Es importante comprender aquí que, antes que cualquier sacerdocio ministerial, es la comunidad cristiana la que tiene la misión de reconciliar y de mostrar el mismo amor de Jesús con que está siendo amada, de ahí que cualquier pecado retenido por ella detenga también la acción de Dios, de Jesucristo y del Espíritu.
Las señales de las manos y del costado son los signos que descubren a Jesús y le identifican ante los discípulos después de su resurrección. A través de ellas le reconocen, y Tomás insiste también sobre este particular. Jesús vuelve a presentarse el domingo siguiente “en medio de” los discípulos, pero esta vez estando Tomás presente. La resurrección no es un acontecimiento fácil de aceptar porque no entra dentro de las perspectivas y de los proyectos humanos, pero la reacción de Tomás no se debe tanto a su incredulidad o a la exigencia de una prueba personal y tangible para creer, como a la necesidad imprescindible de participar, en cuanto miembro de “los Doce”, de la misma experiencia del “ver” (en relación con la fe) que han tenido los demás. La fe de la Iglesia se fundamenta en la fe de los Doce, y Tomás, uno de ellos y llamado a testificar el evento pascual, no puede quedar excluido de ningún modo de ese “ver”, ya que el testimonio apostólico no tolera mediación alguna en cuanto surge desde la inmediatez de la relación con Dios en Cristo-Jesús.
Tomás tampoco pone en duda que los discípulos hayan visto al Señor, pero, para evitar cualquier equivocación, pone como condición para creer en el Resucitado que éste se identifique claramente con Jesús crucificado. No dice que quiere ver el rostro del Señor o escuchar su voz, sino que quiere corroborar que aquel que dicen haber visto los demás discípulos es verdaderamente Jesús, tocándole, con sus propios dedos y manos, las llagas de sus manos y de su costado. Estos signos distinguen a Jesús de cualquier otro pretendiente, pues en ellos manifiesta su amor infinito e inigualable.
El evangelio pone en evidencia que, en cuanto resucitado, Jesús no sólo no está condicionado por ninguna realidad física, sino que conoce todo, también aquello que Tomás ha dicho. Por eso le invita a hacer lo que ha puesto por condición y le exhorta a “creer” como había dicho y a no ser incrédulo nunca más (Jn 20,27). El texto, con todo, no dice que Tomás haya “tocado” las señales de las manos y del costado del Resucitado, pero sí que señala que Jesús ha conducido a Tomás a la fe, haciéndole comprender que su cuerpo glorioso de resucitado es al mismo tiempo igual y diverso a aquel que poseía cuando sus manos fueron taladradas por los clavos y clavadas en la cruz, y su costado fue atravesado por la lanza.
Las resistencias de Tomás son vencidas y emite su profesión de fe: “¡Señor mío y mi Dios!” (Jn 20,28). Estas palabras expresan la condición profunda de un hombre que ha sido transformada por la presencia del Señor, y para quien “tocar” se ha convertido ya en algo innecesario. De este modo, Tomás no sólo reconoce la victoria de Jesús sobre el sufrimiento, el pecado y la muerte, sino también su divinidad: Jesús era y es “Dios-con-nosotros”. Desde el principio era el Hijo de Dios hecho hombre, y ahora lo es de modo más visible por su resurrección.
Jesús acepta la validez de la percepción que Tomás ha tenido sobre lo sucedido: «¡Porque has visto has creído!» (Jn 20,29; como afirmación, no como pregunta), y funda, sobre la base de esta experiencia apostólica, la bienaventuranza de quien creerá sin haber visto. Será precisamente a través del testimonio de Tomás, y de los demás apóstoles, “que han creído viendo”, como otros llegarán a la fe en Jesús, el Mesías e Hijo de Dios, Señor y Dios encarnado. Esta bienaventuranza nos toca de lleno a nosotros y señala el valor extraordinario de “la fe que profesamos” sin haber “visto” los signos inconfundibles de la resurrección de Cristo. Esta fe establece una relación profunda con Jesús resucitado y, en comunión con Él, con Dios y con todos los hombres. El creer no sólo le permite al cristiano identificarse con la persona de Jesús que vive “en medio de” su Iglesia, sino también entrar en el “tiempo” y en el “espacio” del Resucitado, hasta el punto de que sea Él el que viva en el creyente, quien, a su vez, podrá vivir cada evento cotidiano santamente, “en el nombre de Jesús” (Jn 20,31).
Este domingo, al proclamar nuestra fe, tenemos que ser un poco más conscientes de su verdadero valor: ella es la fuente de nuestra paz, de nuestra alegría, del amor mutuo y del celo apostólico. Pero la fe es, sobre todo, el principio de nuestra unión personal e íntima con Jesús resucitado y, por medio de Él, con Dios-Padre. Nuestra fe es un don que tiene incoado ya en sí mismo la bienaventuranza de la participación en la vida divina; un don que tenemos que ir acogiendo cada vez mejor, y en el que tenemos que ir profundizando continuamente en cada uno de los momentos y de las circunstancias que nos tocan vivir.