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Luz en mi Camino

21 abril, 2025 / Carmelitas
Segundo domingo de Pascua (C)

He 5,12-16

 Sl 117(118),2-4.22-24.25-27a

Ap 1,9-11a.12-13.17-19

Jn 20,19-31

     Jesús resucitado conduce definitivamente a sus discípulos a la fe viva en Él y les fortalece con su Espíritu para que den públicamente testimonio del Evangelio. La lectura del evangelio muestra ese camino titubeante de los apóstoles hacia la fe, en particular, expone el proceso vivido por Tomás; y la lectura de los Hechos constata la fecundidad de la resurrección de Jesús testimoniada por los apóstoles, cuya fe se manifiesta fructífera en curaciones y exorcismos. Además, como se ve en la lectura del Apocalipsis, el Resucitado también puede revelarse de un modo tan glorioso e impresionante que suscita en el corazón humano un profundo y sentido temor religioso.

     El evangelio de Juan relata dos apariciones de Jesús resucitado a sus discípulos. Ambas acontecen el primer día de la semana, el domingo, el Día del Señor del que habla el Apocalipsis (1,10). Tanto para los discípulos, que, por miedo a los judíos, se encuentran encerrados en la sala donde habían celebrado con su Maestro la Última Cena, como para Juan, que está desterrado en Patmos por predicar la Palabra y dar testimonio de Jesús, el Resucitado se presenta para consolar, fortalecer la fe en Él y enviar a dar testimonio de su Evangelio.

     La aparición a los discípulos tiene cuatro elementos fundamentales, que se reclaman entre sí y deben entenderse conjuntamente: la paz, la misión, el Espíritu y el perdón de los pecados.

     La “paz” en boca de Aquel que “estuvo muerto pero vive ahora por los siglos de los siglos” (Ap 1,18), ya no es un simple saludo hebreo ordinario e ineficaz para liberar verdaderamente al ser humano que se encuentra atenazado por la angustia, la intranquilidad y el miedo a la muerte. Jesús, muerto y resucitado, trae y efectúa realmente la paz porque en su humanidad ha reconciliado a los hombres con Dios, y porque, habiendo vencido el pecado, el mal y la muerte, tiene el poder de dar plenamente la salvación a todo aquel que se acoge a Él: «Yo soy el que vive…, y tengo las llaves de la Muerte y del Abismo» (Ap 1,18). Porque Jesucristo ha vencido y superado en su propio cuerpo a todos los enemigos del hombre y todas las barreras que nos separaban de Dios y nos impedían “amar hasta el extremo”, puede ahora concedernos la paz, su Paz: «Paz a vosotros» (Jn 20,21.26). Así es, el Resucitado no reprende a los discípulos, ni les echa en cara su infidelidad y cobardía, sino que les ofrece la paz; una paz que es inseparable de la reconciliación con Él y de la alegría de saberse perdonados y amados por Dios-Padre, fuente de la vida, a la que han sido conducidos por pura gracia.

     Es esta paz la que todos necesitamos, desde el más joven hasta el más anciano, porque, de uno u otro modo, todos nos encontramos inquietos, preocupados, encerrados dentro de nosotros mismos por el miedo a amar, y cercados por la “muerte” que gustamos en la vaciedad, inseguridad e insensatez de la vida que, voluntaria o involuntariamente, llevamos al margen de Dios y del amor al prójimo.

     Pero, ¿de dónde brota exactamente dicha paz? Jesús mismo deja claro que su paz mana de su Pasión al “mostrarles las manos y el costado” (Jn 20,20), signos de los sufrimientos y de la muerte sufridos por amor (Cf. Jn 13,1). De sus llagas brota, por tanto, la paz porque manifiestan el amor hasta el extremo con que el Señor les/nos ha amado. Son las llagas que nos curan y las señales del castigo que nos trae la paz (Is 53,5). Este amor con el que Jesús nos ama y que ha sido capaz de vencer la muerte, nuestra muerte, debe convertirse en el motivo fundamental de nuestra verdadera y perenne alegría; por nuestra parte debemos aprender a cobijarnos en dicho amor siempre, en todo lo que somos y hacemos.

     Esta paz y alegría, que provienen del Resucitado y se fundamentan en Él, deben alcanzar a toda la humanidad a través del anuncio evangélico: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20,21). Con estas palabras, Jesús vincula a sus discípulos a la misma misión que Él ha recibido del Padre, y les envía a propagar con la fuerza de su Espíritu la Buena Noticia que transforma el mundo y llena el corazón de los creyentes de paz y de alegría. A los apóstoles les hace partícipes, además, de su poder de juzgar, perdonando o reteniendo los pecados, ya que el perdón de Dios, que a todos se ofrece, no puede ser concedido a quien se cierra voluntariamente a su gracia y misericordia.

     Las señales de las manos y del costado son los signos que descubren a Jesús y le identifican ante los discípulos después de su resurrección. A través de ellas le reconocen, y también Tomás insiste es en este mismo aspecto para creer que el Maestro crucificado es aquel mismo que los demás apóstoles han visto resucitado. Afirmaba el Cardenal Newman que “el hombre es un animal que soporta dudas”, y Tomás, al igual que los otros discípulos, es un claro ejemplo de ello. Él se había confiado a Jesús, le había amado hasta el punto de haber estado dispuesto a morir con Él (Cf. Jn 11,16) y le había creído cuando dijo que “era el Camino que conducía al Padre, la Verdad de la fidelidad de Dios a sus promesas y la Vida eterna” (Jn 14,5). Sin embargo, después de que Jesús murió crucificado y fue sepultado, la duda había tomado su asiento en el corazón de Tomás: “¿Cómo podía ser Jesús, crucificado, muerto y sepultado, el Camino que conducía a la Verdad, porque era verdaderamente la Vida deseada por todos?”.

     Tomás no quería creer porque todavía no comprendía que el Camino hacia el Padre pasaba necesariamente por la Cruz, en la que ya brillaba la Verdad del amor de Dios y desde la que se ofrecía a todo hombre la Vida de comunión con Dios (Cf. Jn 19,30). Tomás estaba sumergido en su personal e intransferible “noche oscura”, en la que sentía la dolorosa experiencia del “abandono y del silencio de Dios”. Por eso su condición para creer era, de algún modo, un grito elevado a Dios, una oración desde la profundidad de su noche y de su “fe”: “¡Muéstreme y déjeme tocar las llagas y el costado de su Cristo! para que llegue yo a creer verdaderamente” (Cf. Jn 20,25).

     Tomás no dice que quiere ver el rostro del Señor o escuchar su voz, sino que quiere corroborar con sus propios ojos, dedos y manos, que Aquel que dicen haber visto los demás discípulos es verdaderamente Jesús. Y lo quiere hacer viéndole y tocándole “sus llagas”, porque éstas son las señales que distinguen a Jesús de cualquier otro pretendiente, en cuanto en ellas manifiesta su amor extremo, el amor que nadie puede igualar.

     ¡Y Tomás fue escuchado! Jesús resucitado, que ya no está condicionado por ninguna realidad física (“entra estando las puertas cerradas”) y que penetra los pensamientos de todos, manifiesta que conoce perfectamente qué es lo que “ha pedido” Tomás y le invita, con palabras de inmensa ternura, de vida y bendición, a realizar la condición que había puesto para creer: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado», exhortándole al mismo tiempo a “creer” como había dicho y a abandonar definitivamente la incredulidad: «Y no seas incrédulo, sino creyente» (Jn 20,27).

     Jesús se revela así como el Buen Pastor (Jn 10,11) que da la vida de la fe a sus ovejas y les concede el don de “su cayado” (“la Cruz gloriosa”), para que pasen a través de los valles y sombras de muerte, es decir, para que pasen de la “incredulidad” y desconfianza en Él — ante su muerte en la cruz —, a la fe en Él como el Camino, la Verdad y la Vida, como Aquel que “Es El Que Es” (Cf. Ex 3,14; Jn 8,24) y que siempre está junto a ellas.

     Tomás lo comprendió, lo acogió y creyó. Sus resistencias fueron vencidas de un golpe y pronunció una oración de reconocimiento y adoración en la que expresaba su fe viva y amorosa en Jesús: “¡Señor mío y mi Dios!”. Reconocía así la victoria de Jesús sobre el sufrimiento, el pecado y la muerte, y su divinidad: Jesús era y es “Dios con nosotros”.

     Jesús le confirmó entonces que a la fe en Él no sólo se vincula el don de “su paz”, sino también aquel de la felicidad: «Dichosos los que crean sin haber visto» (Jn 20,29). Es la bienaventuranza de la que todos participamos creyendo en el anuncio del Evangelio que nos ha llegado por medio de “aquellos que vieron a Jesús resucitado”. En este sentido, no somos menos que ellos, se nos da la misma participación en la paz, la alegría, la vida y la dicha que brotan de Jesús. Todos los cristianos estamos llamados a vivir esta bienaventuranza porque la fe en Jesús resucitado nos introduce, por pura liberalidad divina, en una profunda e íntima relación personal de amor con Él.

     Nuestra fe debe acoger, por tanto, las palabras de Jesús glorioso que le describen como Aquel que ha vencido la muerte para siempre: “Estaba muerto pero ahora vivo para siempre” (Ap 1,18). Su resurrección no es como aquella de Lázaro, que retornó a la vida tan sólo por un breve tiempo, pues Jesús resucitado ha entrado en la esfera divina y vive para siempre. Y está presente “en medio de su Iglesia” (simbolizada en “los siete candelabros”), como Mesías (“una figura humana”) y Sacerdote eterno (“vestido de túnica talar y con un ceñidor de oro”) (Ap 1,12-13), ceñido de poder sobre la muerte y los infiernos para hacernos partícipes de la gloria de su misma resurrección.

     En su Espíritu, el Señor resucitado sigue presente en nuestra vida y continúa manifestándose como quiere, bien discretamente, como en el sacramento de la Eucaristía, o bien de un modo mucho más llamativo a través de curaciones milagrosas. Por nuestra parte, somos exhortados hoy a acoger y creer en el anuncio del Evangelio, para poder gozar de la paz, alegría, dicha y salvación que Cristo resucitado nos da, y para poder ser de este modo testigos de su amor, conscientes de que cimentados en la fuerza de dicho amor, derramado en nuestros corazones, ninguna realidad presente o futura nos podrá separar jamás de Él.

 

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