Is 49,3.5-6
Sl 39(40),2.4.7-10
Jn 1,29-34
1Cor 1,1-3
Este domingo entramos de lleno en el tiempo denominado litúrgicamente “ordinario”, un tiempo sumamente importante para progresar en nuestro seguimiento de Jesús, para ser formados como discípulos suyos y para adquirir así un conocimiento cada vez más profundo e íntimo de Dios y de nuestra filiación divina. Con todo, la lectura evangélica hodierna no nos desvincula drásticamente del domingo pasado, pues nos permite recordar la solemnidad del bautismo del Señor al presentar a Juan el Bautista desempeñando su misión de desvelar quién es Jesús y de orientarnos a todos hacia Él.
Dos grandes impulsos que mueven nuestra vida y que están latentes en el evangelio son el interés continuo por conocer cada vez más, y el deseo infinito de amar y ser amados. Ahora bien, ningún conocimiento del universo, de las ciencias o de la historia que podemos tener es comparable al amor, el único sentimiento capaz de sacar y de llevar a plenitud lo mejor de nosotros porque moldea, educa, proyecta, hace crecer y colma de sentido todos los caminos de nuestra existencia. El amor, además, ni suprime ni roba el conocimiento. De hecho, en la Escritura, el verdadero conocimiento y el auténtico amor van parejos, cogidos de la mano, aunados, aunque también es cierto que no deja de poner sobre aviso acerca de conocimientos que, enraizados en el egoísmo y en la soberbia, desvían, entristecen y pueden llegar a apagar el amor. Nuestros primeros padres, por ejemplo, se desviaron y encontraron la muerte por querer alcanzar un conocimiento al margen de Dios; sin embargo, el deseo de conocer, implícito en el mandato divino de “crecer, multiplicarse, henchir y someter la creación” (Cf. Gn 1,28), es algo a lo que el hombre no puede renunciar porque forma parte de su ser, pero no es una finalidad en sí mismo sino que debe ser guiado por el amor y tender hacia el amor. Tanto es así que la historia salvífica culmina con la revelación del amor de Dios y del Dios que, siendo amor, concede gratuitamente al hombre la “divinización” que quiso conocer y “robar” sin amor. Por eso, al final del viaje de nuestra vida, que se mueve entre el conocimiento y el amor, nos espera a todos el encuentro con Dios, el Único capaz de hacernos conocer plenamente en lo más hondo de nuestro ser el amor para el que fuimos creados.
El conocimiento y el amor se condicionan y corresponden mutuamente. De hecho, y en relación con la fe, no sólo creemos para conocer y conocemos para creer, sino que, en la fe, conocemos para amar y amamos para conocer. También Juan el Bautista profundizó a través de la fe en el conocimiento de Jesús y en el amor hacia Él. Sus ojos dejaron de ver a Jesús como un simple hombre o uno más de sus parientes, y fueron capaces de reconocerle y designarle como “el Cordero de Dios” gracias a la revelación divina que, acaecida durante el bautismo de Jesús (Cf. Mt 3,16; Mc 1,10; Lc 3,22), supuso para Juan la adquisición de un conocimiento de Dios y de su amor nuevo y encarnado: «Yo no le conocía, pero el que me envió a bautizar con agua, me dijo: “Aquel sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza con Espíritu Santo» (Jn 1,33; Cf. Is 11,2).
Juan dirá que vio al Espíritu Santo, al Amor-de-Dios corporalmente, como una paloma que permanecía sobre Jesús (Cf. Jn 1,32). Esta imagen alude probablemente al Espíritu de Dios que aleteaba sobre las aguas primigenias (Cf. Gn 1,2) y que ahora, en Jesús, va a realizar la nueva creación y a formar al nuevo pueblo de Dios, la Iglesia.
Juan conoce a través de la revelación mucho más profundamente la persona de Jesús, cree y se adhiere con toda su persona a este conocimiento, es decir, ama mucho más intensamente a Jesús por ser quién es y se pone inmediatamente a su servicio, dando testimonio de que es «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29), Aquel que “precede (a todos) en el tiempo” (Jn 1,30) porque es eterno, Aquel sobre quien reposa en plenitud el Espíritu Santo, Aquel que es el Elegido y el Hijo único de Dios.
Refiriéndose a Jesús como “el Cordero de Dios”, Juan afirma que ve cumplido en Jesús el significado de la imagen del “cordero” que atraviesa todas las Escrituras hebreas. El cordero nos recuerda, por ejemplo, la víctima del sacrificio de Abraham, cuando, camino del monte Moria, Isaac pregunta: «He aquí el fuego y la leña, pero ¿dónde está el cordero para el holocausto?» (Gn 22,7); y su padre, inspirado por Dios, le responde: «¡Dios mismo proveerá el cordero para el holocausto, hijo mío!» (Gn 22,8). Aquel carnero que Abraham encontró trabado en un zarzal por los cuernos e inmoló seguidamente cumpliendo la orden del ángel, era imagen del único y verdadero Cordero y sacrificio que quita el pecado del mundo: Jesús. Pues, como afirma el autor de la Epístola a los Hebreos, ningún sacrificio de la antigua alianza era capaz de quitar los pecados, ya que es imposible que la sangre de toros y cabras suprima y limpie las transgresiones y tendencias pecadoras humanas (Cf. Heb 10,4). Los animales carecen de conciencia, no saben por qué son sacrificados y no pueden, por tanto, tener ninguna relación íntima, de tú a tú, ni con Dios ni con los hombres. Jesús, sin embargo, es el Cordero que se ofrece voluntaria y personalmente a sí mismo como víctima inmaculada, para eliminar el pecado y liberar, en su amor victorioso, a todos los hombres.
La alusión al cordero también recuerda la última noche vivida en la esclavitud de Egipto por el pueblo israelita; noche que, siendo el umbral de la libertad, fue sellada celebrando precisamente la Pascua del cordero. Ninguno de los huesos de este animal tenía que ser quebrantado, como signo de la integridad del pueblo y del don de la libertad total, material y espiritual, que iba a recibir. El evangelista Juan recordará, al narrar la pasión, que Jesús fue condenado a muerte hacia la hora sexta, al mediodía de la vigilia pascual (Jn 19,14), justo en el momento en el que todo lo fermentado tenía que desaparecer de las casas y ser sustituido por los ázimos, y cuando los sacerdotes comenzaban a sacrificar los corderos en el Templo para la fiesta de la Pascua; y añadirá que fue atravesado por la lanza pero que, a semejanza del cordero pascual, ninguno de sus huesos fueron rotos (Jn 19,36). Con este trasfondo se comprende que Jesús es el Cordero que, en el marco de la Cena Pascual, se nos ofrece en cada eucaristía como signo de la Nueva Alianza de libertad y de vida eterna que en Él, hecho comida y bebida, Dios ha establecido con toda la humanidad.
También el cuarto cántico de Isaías (52,13–53,12), vincula al cordero con el Siervo de YHWH. Sobre esta figura de tonalidad mesiánica se dice que, justo en el momento de su pasión y muerte, caen sobre ella los pecados, las rebeldías, la culpa de todos los hombres. Y el Siervo acepta este destino plenamente y con excelsa serenidad y mansedumbre: «Como un cordero al degüello era llevado, y como oveja que ante los que la trasquilan está muda, tampoco él abrió la boca» (Is 53,7). Dado que en arameo el término tialyā’ significa tanto “cordero” como “siervo”, es posible que el Bautista usase este vocablo para referirse a Jesús como el Cristo-Siervo que se ofrece a sí mismo para quitar el pecado de todos los hombres, redimirlos de todas las esclavitudes, y conducirlos, como hermanos suyos, a la comunión de vida con Dios-Padre.
Es digno de notar que cuando Juan testimonia que Jesús es “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29; Cf. Jr 31,34; Ez 36,25), no habla de “pecados” en plural sino en singular, ni reserva sólo a Israel el perdón sino a toda la humanidad (=mundo) tal y como había profetizado Isaías: «Es poco que seas mi siervo y restablezcas las tribus de Jacob,… te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra» (Is 49,6).
El “pecado del mundo” se refiere para el evangelista a la inicua incredulidad (Jn 8,24; 16,9; Cf. 1Jn 3,4) que, en cada rincón del mundo, aflige a todos y a cada uno de los hombres. El ser humano, desde el principio, ha dudado de la bondad de Dios y no ha creído a su palabra; ha visto a Dios como un enemigo suyo y se ha separado así de Aquel que es la fuente de la vida, el origen de su misma existencia. Y ahora Jesús, la Palabra-encarnada, interpela definitivamente a toda la humanidad al ser “levantado” en el leño de la cruz y manifestar que «tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). La misión de Jesús es conducir al hombre a la fe para que su salvación le llegue al corazón, pues, según el Bautista, Jesús no “elimina” el pecado haciéndolo suyo para expiarlo, sino que lo “quita” del corazón del hombre dando el Espíritu Santo a aquellos que creen en Él, es decir, elimina en el creyente la muerte que anida en su corazón por causa del pecado al infundirle su mismo Espíritu, que es el Amor de Dios y, por tanto, la Vida Eterna.
La profecía de Isaías y las palabras del Bautista se cumplen a través de la predicación apostólica. La Iglesia, por voluntad de Dios, tiene dimensión universal (= católica) (Cf. Mt 28,19-20) y Pablo, que por inspiración divina comprendió muy bien esta verdad, se lo recuerda a los corintios en la segunda lectura de hoy: ellos han entrado a formar parte de la Iglesia a través del ministerio apostólico, y del mismo modo entran todos aquellos que «en cualquier lugar invocan el nombre de Jesucristo, Señor de ellos y nuestro» (1Cor 1,2).
Juan el Bautista afirma, como hemos visto, que él “no conocía” (Jn 1,31) quién era verdaderamente Jesús, pero como vivía pendiente de la palabra de Dios, acogió su revelación en cuando ésta aconteció en su vida. Es posible que muchos de nosotros no conozcamos tampoco al Señor, o que nuestro conocimiento de Él sea meramente teórico y superficial. Es cierto, además, que en contadas ocasiones tenemos una experiencia vital y profunda de Él, pero cuando esto ocurre tenemos que aprender, como Juan, a creer y a acoger ese conocimiento, y a dejarnos conducir por él hacia el amor, porque el encuentro con Dios enamora, entusiasma el corazón, afecta profundamente nuestra vida, provoca una alegría genuina y una luz diversa ilumina nuestro propio camino en todos sus ámbitos. Sólo si esto acontece, por gracia de Dios, será posible señalar y anunciar a Jesús como “Aquel que quita el pecado del mundo”, al ser testigos de que fue Él el que sanó nuestro propio mal y nos salvó del mar de angustias que nos sumergía en la muerte.
Así entendido, el amor, lejos de ser ciego, es clarividente, porque el que ama consigue descubrir y percibir en el otro facetas y posibilidades que los demás ni distinguen, ni pueden apreciar. Y el Señor, que nos ama hasta el extremo, muestra su gloria sacando a la luz todos nuestros valores y conduciendo todas nuestras posibilidades a su plenitud, porque no detiene su mirada en nuestro caminar pasajero, sino que nos contempla con los ojos de su amor eterno, en el que nos va transformando en aquello que mañana, y por toda la eternidad, seremos en Él.