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Luz en mi Camino

18 febrero, 2022 / Carmelitas
Séptimo Domingo del Tiempo Ordinario

1Sam 26,2.7-9.12-13.22-23

Sl 102(103),1-2.3-4.8.10.12-13 

Lc 6,27-38

1Cor 15,45-49

El mensaje de este domingo centrado en “el amor al enemigo” es importantísimo porque, como ya decía Tertuliano, es específico del ser cristiano: «Amar a los amigos es propio de todos, pero (amar) a los enemigos, sólo de los cristianos» («Amicos enim diligere, omnium est; inimicos autem, solorum Christianorum»). De hecho la petición de Jesús no se limita simplemente a no responder con un “odio” similar a aquel recibido, ni a aguantar pasivamente o a ignorar al enemigo — todo lo cual no sería otra cosa que una aplicación mitigada de la “ley del talión” —, sino que reclama tomar la iniciativa, con una impresionante grandeza de alma, y amar al enemigo activamente, haciéndole el bien, dándole lo que necesite para vivir y orando por su conversión.

La segunda lectura nos ofrece el punto de partida. Todos conocemos al primer hombre, al nacido de la “tierra”, de la carne, y sabemos que por su debilidad, corruptibilidad, vileza o tendencia natural, es llevado a responder espontáneamente con violencia a cualquier desavenencia y contrariedad que le resulte opuesta o perjudicial para sus intereses, para su supervivencia, o para su deseo de prevalecer por encima de los demás, ya que su vida natural es la única que desea conservar y disfrutar a toda costa. Moviéndose por egoísmo, le resulta imposible someterse a la voluntad de Dios, de la que desconoce su valor y a la que considera una necedad. Para poder salir de ese mundo encerrado en los límites terrenos, el hombre necesita recibir el mismo Espíritu del Hombre celeste, es decir, el Espíritu de Jesucristo, e ir creciendo en Él, en su misma imagen y semejanza, hasta llegar un día a la plenitud del hombre perfecto. Es Jesús el que desvela definitivamente, en su persona — palabras y obras —, el camino que debe seguir el hombre natural para crecer en el Espíritu del “Hombre celeste” que Él mismo le da y que le impulsa y capacita para amar al prójimo, sea amigo o enemigo.

La lectura del AT deja entrever vagamente este camino. Saúl representa claramente al hombre natural, movido por el pecado; mientras que David, inspirado por el temor de YHWH, es figura del hombre espiritual. Saúl se mueve por el odio, enraizado en su envidia y sus celos ante los éxitos logrados por David. Por ese odio pone en movimiento a todo el ejército, y su obrar, marcado por el mal que le corroe, influye en todo el pueblo de Israel. David, por el contrario, vence contra un deseo de venganza que podría a priori parecer justificado. En el desierto de Zif, todas las circunstancias confluyen a su favor y tiene la posibilidad de matar a su enemigo; así se lo indica Abisay, su soldado: «Dios te pone el enemigo en tu mano» (1Sam 26,8), es decir, Dios mismo te ofrece la posibilidad de vengarte. A simple vista, todo parece manifestar que la intención divina es que David elimine a aquel que deseaba asesinarle, pero él, temeroso de Dios, comprende que la voluntad divina es otra y responde a Abisay: «¡No lo mates! No se puede atentar impunemente contra el ungido del Señor» (1Sam 26,9). Saúl había sido ungido por Samuel y consagrado, por tanto, por el Señor para gobernar a su pueblo Israel. David respeta esa consagración y no quiere exponerse a ser castigado por Dios por haber atentado contra su consagrado. Se conforma con coger su lanza y su jarro de agua, y de hacérselo saber desde lejos. Era fácil para David matar a Saúl, su enemigo, pero por inspiración divina renunció a dicha venganza y se confió al Señor: «El Señor dará a cada uno según su justicia y su fidelidad» (1Sam 26,23).

David nos ofrece un ejemplo de renuncia a la venganza, pero Jesús nos exige todavía más: el amor al enemigo. Todo empieza por escuchar (Lc 6,27). Jesús, que habla en particular a sus discípulos (Lc 6,20), a aquellos que supuestamente ya tienen un oído abierto porque han sido llamados y enseñados por Él, han contemplado su obrar y están decididos a seguirle, desea introducir a “todos los que le escuchan” bajo el arco de influencia de las bienaventuranzas (proclamadas el domingo pasado; Lc 6,20-23). Para ello deben pasar de sí mismos, de los sentimientos, pensamientos y proyectos propios de su hombre natural, a los sentimientos, pensamientos y proyectos de Jesús, cuyo único deseo es establecer el Reino de Dios dentro de sus corazones. Esta trasformación reclama seguirle e imitarle, realizando lo que Él enseña, para ir creciendo en una unión cada vez más profunda e íntima con Él. Sin esta unión con Jesús, sin acoger su enseñanza, sin el pleno y libre deseo de seguirle hasta el fin, todo lo que a continuación dirá es inútil e, incluso, puede llegar a ser dañino, pues sería añadir al hombre natural una carga moral que ni entiende, ni soporta, ni puede realizar.

El discípulo que escucha debe unirse al que habla en su misma frecuencia de onda, y ésta, cuando habla Jesús, es la frecuencia de la caridad, del amor de Dios-Padre gratuito, compasivo y misericordioso — como nos dice el Salmo 102,8.10.12-13 —. Las bienaventuranzas reclaman un nuevo espíritu, el Espíritu de Cristo que transforma al hombre egoísta en un verdadero pobre que pasa hambre de justicia y llora por la salvación de todos, pero que experimenta ya la felicidad divina en la que se arraiga. Jesús expone ahora ese camino de amor, que es su propio camino, que es Él mismo. Por eso el amor al enemigo no es un imposible, ni una exigencia inalcanzable, sino la puesta en acto del mismo amor de Dios que el discípulo ha recibido gratuitamente en Jesucristo.

La exhortación inicial sintetiza todo lo que después será desglosado: «Amad a vuestros enemigos», y muestra que el amor no asume tan sólo una dimensión personal o individual sino comunitaria (plural: amad). El amor con el que Jesús nos ama, al que nos conduce y que nos exige poner por obra, no se limita a un amor personal, sino que es compartido: los enemigos de mis hermanos en la fe, en el seguimiento de Jesús, son también mis enemigos y los tengo que amar unido a mis hermanos, para que dichos enemigos lleguen a ser mis (y nuestros) hermanos.

El amor pedido, que ni se limita a no responder con una oposición o violencia análoga o mayor a la recibida, ni se trata de un mero sentimiento de afecto hacia el enemigo, es una disposición y actitud de toda la persona, que se expresa realizando los mandatos sucesivos enunciados por Jesús (Lc 6,27c-28):

  1. El que ama hace el bien al enemigo, porque es un amor efectivo que obra a favor del adversario al que trata de conducir hacia el camino de la Vida, hacia el mismo Jesús. Que ¿cómo es efectivo? Pues del modo siguiente: «Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, déjale también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames» (Lc 6,29-30). Por eso a este amor va unida inseparablemente la bendición del enemigo.

  2. El que ama bendice a los que le maldicen. La bendición está vinculada a la vida, sobre todo a la vida divina. De ahí que el discípulo de Jesús haga que la vida de sus enemigos prospere, que puedan vivir sosegadamente, que no les falte de lo necesario para subsistir, de tal modo que su existencia sea, en definitiva, una bendición. Así, “empobreciéndose” por amor («prestando sin esperar nada»), los discípulos enriquecen a sus enemigos; así, muriendo con Cristo, dan la vida/Vida (= bendición) a los otros.

  3. El que ama, además de obrar el bien y bendecir a su enemigo, ora por él, por aquellos que le injurian. El que “ama al enemigo” presenta continuamente a Dios, con un corazón puro, a las personas concretas que le hacen mal, llorando ante el Señor para que tenga misericordia de ellos (haciéndose partícipe de este modo de la bienaventuranza, Lc 6,21b: «Bienaventurados los que lloráis ahora, porque reiréis»).

Por consiguiente, afrontar la persecución, la maldición y la difamación de manera positiva, será el modo como el discípulo entrará en el ámbito de las bienaventuranzas: «Bienaventurados seréis cuando los hombres os odien, cuando os expulsen, os injurien y proscriban vuestro nombre como malo, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo,…» (Lc 6,22). Si por un lado los enemigos ayudan a alcanzar la bienaventuranza, por otro, los discípulos, por medio de su amor e intercesión, deben ganar al perseguidor y llegar a convertirle en hermano suyo.

Los enemigos ayudan, por tanto, al discípulo a confirmar su condición de discípulo y testigo de Jesús, y a imitarle explícitamente en su vida (Cf. 1Pe 2,21-25). La recompensa de este amor incondicional será la comunión filial con Dios: ser verdaderamente hijo del Padre celeste (Cf. Lc 6,35), que no deja de mostrar su amor ilimitado e imparcial sobre todos los hombres, un Amor que es el fundamento de toda la enseñanza y obrar del mismo Jesús (Cf. Lc 6,35-36).

Es “amando al enemigo” como uno crece en gracia o mérito (charis), porque dicho amor pone por obra la fe que uno confiesa tener en Jesús y en Dios. En este amor, el discípulo de Jesús va siendo sacado de sí mismo (del hombre natural) y conducido hacia la unión con el Otro (hacia el hombre espiritual), una unión que se manifiesta en su amor hacia los otros, amigos o enemigos. El discípulo sólo espera la recompensa de Dios, porque tiene puesta su mirada en el Cielo, seguro de recibir la bienaventuranza de “no ser juzgado, ni condenado, sino perdonado” (Lc 6,37), porque experimenta que junto al amor que obra unido a Jesús le está siendo vertido en su seno el Amor, esto es, el Espíritu Santo, que le va introduciendo en la relación amorosa filial con Dios-Padre. Además, juntamente con esa dicha, espera confiado recibir como botín a todos sus enemigos (los que le maldijeron, difamaron, robaron, hirieron,… mataron), “ganados” con su amor (“no juzgando, no condenando, perdonando, haciendo el bien, bendiciendo, orando”), el mismo Amor con el que Cristo le ganó a él, y ha ganado a todos, para Dios.

 

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