Sir 15,15-20
Sl 11(12),1-2.4-5.17-18.33-34
Mt 5,17-37
1Cor 2,6-10
Jesús, nuestro Señor, enseña el camino que nos conduce a la plenitud de hijos de Dios. Por este motivo, y para apartarnos de una vida envuelta en la hipocresía y en las falsas apariencias, nos exhorta a evitar las transgresiones visibles condenadas por la Ley y a rechazar el pecado que nos daña interiormente y nos encierra en el egoísmo, separándonos de Dios y del prójimo.
El fragmento evangélico forma parte del Sermón de la Montaña y contiene las cuatro primeras antítesis que Jesús expone para ilustrar la “justicia mayor” que todos y, de modo particular, sus discípulos, en cuanto testigos de su amor, tenemos que obrar para “entrar en el Reino de los Cielos” (Mt 5,20). Jesús, que realiza de modo perfecto y pleno en su vida esta enseñanza, no duda en establecerse a sí mismo como aquel que conoce y revela la plena interpretación que Dios-Padre quiere de la Ley, contraponiéndola a la interpretación tradicional judía: «Habéis oído que se dijo… pues Yo os digo…» (Mt 5,21.27.31.33; también: Mt 5,38.43).
Las antítesis tratan temas que afectan a la realidad profunda del ser humano en su relación con el prójimo y con Dios. En cada uno de ellos, Jesús nos lleva al centro del corazón, para que, iluminados y fortificados por su Palabra, nos adhiramos a su enseñanza, le sigamos y vayamos realizando la “justicia mayor” que el Padre desea. Y esto lo hace sin anular la enseñanza veterotestamentaria, ya que la considera palabra de Dios y revelación de su voluntad para la humanidad, por eso afirma que «no ha venido a abolir [la Ley y los Profetas] sino a darla cumplimiento». En efecto, la Ley debe ser guardada en todos y cada uno de sus detalles, incluso en el más nimio como puede ser “una iota o una tilde de la Ley” (Mt 5,17-18), que son el carácter y el rasgo más pequeños del alfabeto hebreo.
No es fácil entender estas contraposiciones entre el “pasado” (“se dijo”) y el presente (“Yo os digo”) y mucho menos ponerlas por obra. Ni en tiempos de Jesús, ni ahora, se comprende, se acepta y se realiza esta enseñanza sin intentar suavizarla, endulzarla o dejarla por imposible. Jesús considera, en primer lugar, ciertas interpretaciones reductivas y acomodadas a las fuerzas humanas que se daban en los ambientes fariseos; y, seguidamente, asume el puesto de Dios y ofrece la plena interpretación de la Ley y la voluntad divina al respecto. Con ello plantea implícitamente a los que le escuchan la pregunta cristológica: “¿Quién pretende ser para asumir tal posición?”, y les insta a dar una respuesta concreta de conversión y de fe.
Frente a estas palabras, y ante cualquier circunstancia en la que uno debe tomar una decisión y asumir una responsabilidad, es muy importante tener presente dos de los puntos que subraya el Sirácida en la primera lectura. El primero es que Dios nos ha creado libres: «Dios fue quien al principio hizo al hombre, y le dejó en manos de su propio albedrío» (15,14). Esto significa que podemos aceptar la voluntad de Dios o rechazarla y cerrarnos a ella: «Dios te ha puesto delante fuego y agua, a donde quieras puedes llevar la mano. Ante los hombres la vida está y la muerte, lo que prefiera cada cual, se le dará» (Sir 15,16-17). Por lo tanto, Dios quiere nuestro bien y no desea que obremos impíamente (Sir 15,20) al hacer uso del bien de la libertad que de Él hemos recibido.
El segundo es que siempre hemos de ser conscientes y responsables de nuestras decisiones, sabiendo que éstas tienen unas consecuencias que o bien conducen a la vida y a la unión con Dios, origen de la vida y de la felicidad, o bien introducen en el sendero de la corrupción del ser y, por tanto, a la desesperación, a la separación de Dios y, por consiguiente, a la muerte. Cada acción buena y positiva nos hace más libres interiormente, mientras que cada pecado mengua la libertad y nos introduce en la funesta red del vicio que esclaviza, condiciona y destruye la vida.
Jesucristo ha venido a liberarnos del pecado y del poder del Maligno porque quiere que seamos y vivamos como hijos de Dios-Padre (Cf. Jn 8,31-36). Por consiguiente, las antítesis hemos de verlas como parte del camino de la verdadera libertad, la cual se vincula a la voluntad de Dios, que es voluntad de amor. Sólo el que ama es libre y cumple la Ley, no sólo en su aspecto externo, sino también en su dimensión interna, desde dentro del ser, que es donde se fragua la bondad y el amor hacia el otro diverso de mí. Veamos brevemente los ejemplos que Jesús expone.
Primero habla sobre la relación con el enemigo, con aquel que nos ofende, nos disgusta, nos roba, actúa con violencia contra nosotros, o incluso tiene la intención y el proyecto explícito de matarnos. La prohibición “no matarás” está tomada del Decálogo (Cf. Ex 20,13), y Jesús la lleva a cumplimiento reclamando una decisión firme de rechazar todo sentimiento o pensamiento o deseo de hostilidad que surja en el corazón contra el prójimo. No se trata simplemente de “no matarle” físicamente, sino de cuidar los pensamientos y las palabras que se emplean sobre él, pues «todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal; pero el que llame a su hermano “imbécil”, será reo ante el Sanedrín; y el que le llame “renegado”, será reo de la gehenna de fuego» (Mt 5,22). El Señor pide renunciar a la violencia externa e interna. Desde luego que no es esto lo que vivimos en nuestro mundo, en el que no faltan diariamente las violencias, los atentados, los insultos, también en los estadios y lugares de deporte donde los mismos deportistas dejan mucho que desear en tantas ocasiones y donde los aficionados afilan su lengua y descargan una sarta de insultos y vituperios inacabable contra los árbitros o los jugadores. Jesús afirma, asimismo, que la fraternidad y la reconciliación con el hermano es condición sine qua non para que cualquier ofrenda sea agradable a Dios. El amor de Dios debe anidar en el corazón del oferente y mostrarlo así al otro, de modo explícito, eliminando todo sentimiento, pensamiento y deseo de odio, disputa o división que pudiera minar la relación mutua.
En el segundo ejemplo se detiene en el adulterio. Jesús no lo limita a no acostarse con la mujer de otro, sino que, de nuevo, va al corazón y habla de que «todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio en su corazón» (Mt 5,27). Cierto que el adulterio está de moda en la cultura “moderna”, siempre presente en las series televisivas, en las películas, en las revistas del corazón y en los múltiples programas de salsa-rosa que se emiten a diario. Se presenta como modelo un amor hiriente, de compra y venta, y de uso innoble si con ello se consigue fama, poder y dinero. Al centro se pone el sexo, bien aderezado y preparado con toda una serie visual de caderas, poses, glúteos, delanteras y movimientos provocadores; y es así como se ofrece al espectador y al paseante, a tiempo y a destiempo, en las playas, terrazas, paseos,…
Jesús es muy serio al respecto. El hombre es muy valioso para Dios y un mal uso de su cuerpo y de su afecto le puede destruir para siempre, ya que afecta a la misma capacidad de amar. Es necesario, por eso, alejar los sentimientos contrarios al querer divino y recordar que son “bienaventurados los limpios de corazón porque verán a Dios” (Mt 5,8). En efecto, un corazón puro es un corazón libre de concesiones lujuriosas y de deseos egoístas y malvados. Es tan importante y grave esto que Jesús habla de “escándalo”, es decir, de algo que induce a pecar, y lo vincula a partes del cuerpo que son fundamentales para vivir. Si el ojo y la mano derecha provocan “escándalo”, es decir, una ocasión para adulterar, conviene, dice Jesús, arrancarlos y perderlos. Este lenguaje simbólico quiere decir que el discípulo debe tomar la decisión y determinación firme de rechazar toda tentación que induzca al adulterio. Éste debe ser rechazado desde dentro del corazón por amor a Dios y al prójimo. De hecho, el que adultera es un ladrón y roba aquello que Dios mismo ha dado a otro, ya que es Dios el que entrega “la mujer” al hombre y “el hombre” a la mujer, en el matrimonio.
El tercer ejemplo trata sobre un tema muy delicado y de gran actualidad: el divorcio, que, en la mayoría de las ocasiones, afecta negativamente y para siempre la fibra más profunda de la persona y de la familia. Es la muerte dramática y dolorosa de una unión de amor, que va acompañada tantas veces de sinsabores, crisis, tensiones, procesos en los tribunales y sufrimientos con los hijos.
Los pueblos del Oriente Medio Antiguo reconocían el divorcio, e Israel se ajustaba también a dicha práctica. Las razones para divorciarse podían llegar a ser ridículas. El varón, dentro de una sociedad dominada por los hombres, podía alegar cualquier motivo para desvincularse de su mujer, interpretando muy abiertamente el texto de Dt 24,1, que dice así: «Si un hombre toma a una mujer y se casa con ella, y resulta que esta mujer no halla gracia a sus ojos, porque descubre en ella algo que le desagrada, le redactará un libelo de repudio, se lo pondrá en su mano y la despedirá de su casa». Esto que “le desagrada” podía ser, como sostenía Rabí Hillel, un rabino contemporáneo de Jesús, el que la esposa cocinara mal un alimento o que se aburriera de ver siempre su cara.
Jesús subraya la importancia y grandeza que a los ojos de Dios asume el matrimonio y sostiene que éste se funda en la total y mutua donación de los cónyuges (Cf. Mt 19,5-6) y, por lo tanto, en la indisolubilidad del mismo. Tal es el proyecto divino desde el origen, pues en el amor humano del varón y la mujer se manifiesta el signo del amor total que nada ni nadie debe dividir ni romper. Es así como, desde el corazón que ama y se entrega totalmente al otro, debe vivir el cristiano plena y radicalmente la unión matrimonial, movido por el respeto a la otra persona y por el temor de Dios, y no verlo como una aventurilla más o como una unión transitoria y superficial que satisface, mientras dure, el deseo egoísta de placer.
Por último, habla Jesús de la perfecta sinceridad y correspondencia entre el hablar y el corazón. Actualmente se busca la mezcolanza, un “si-no” en todo, un relativismo absoluto, un deseo de ser todo y nada al mismo tiempo, de ser especialistas en “lo política o diplomáticamente correcto”, sin comprometerse en nada y dejar que todo siga su curso en un osado y cruel “pasotismo” de uno mismo y del prójimo. Los ejemplos son numerosos: unos padres que “pasan” de la Iglesia pero se empeñan en que el hijo sea bautizado y haga la comunión; otro que afirma ser católico practicante, un fiel seguidor de Cristo, y sin embargo sostiene sin rubor que no traga ni al Papa ni a los obispos; y no faltan tampoco los católicos que defienden la eutanasia, el aborto y el divorcio.
Jesús, sin embargo, subraya el valor de la palabra y el decir “sí” o “no” sobre la base de la integridad de la persona en todos los ámbitos, adquiriendo un corazón de una pieza que se deja influir por intereses egoístas. Se trata de una actitud interior muy firme y determinante que manifiesta la honradez y veracidad de la persona. Por eso si uno es sincero, no tendrá necesidad de jurar.
Jesús sabe que su enseñanza es difícil de cumplir, pero nos invita a seguirle y a dejar que, junto a su palabra, vaya entrando en nosotros su mismo Espíritu de amor, su mismo corazón. De ese modo, dentro de nosotros le tendremos a Él, el que “lleva a cumplimiento la Ley y los profetas”; tendremos “su sabiduría” (Cf. 1Cor 2,6-8) y, junto con ella, la gracia que nos da a gustar la paz y la alegría que proceden de Dios y que nos ayudan a crecer en el cumplimiento de su voluntad, que es amarle a Él y al prójimo tal y como Jesús, su Hijo amado, nos lo enseña y nos lo da cumplido en su propia Persona.