1Re 8,22-23.27-30
Sl 45(46),2-3.5-6.8-9
Jn 4,19-24
1Pe 2,4-9
Hoy celebramos, con toda la Iglesia, la dedicación de la Basílica Lateranense, sede del obispo de Roma y pastor de la Iglesia de Cristo. Las lecturas nos recuerdan que el edificio físico eclesial, sea pobre o grande y excelso arquitectónicamente, es un signo y símbolo teológico que apunta a la realidad espiritual del templo eclesial edificado sobre Cristo-Jesús.
La primera lectura ofrece parte de la solemne oración que Salomón, situado delante del altar del Señor, dirigió a Dios con ocasión de la consagración del primer templo de Jerusalén. Inspirado por Dios, Salomón intuyó que aquel templo no podía contener al Dios creador del cielo y de la tierra; que aquel lugar sagrado no era la verdadera casa de Dios porque Éste no podía ser encerrado entre sus muros: «¿Acaso es cierto que Dios habita en la tierra? He aquí que los cielos y los cielos de los cielos no pueden contenerte, ¡tanto menos esta casa que yo he construido!» (1Re 8,27).
Aunque en el desierto, la presencia del Señor en medio de su pueblo se había hecho “visible” en “la tienda del encuentro”, todos sabían, como el rey Salomón hace explícito, que a Dios no se le podía encerrar en un espacio físico, siendo como es Espíritu e infinito. Ahora bien, lo que el Señor sí hace es “abajarse”, adaptarse al templo, mostrar allí su cercanía al pueblo que le invoca. De hecho Salomón considera que el templo edificado es importante porque Dios ha dicho que sobre este lugar “estará su Nombre” (1Re 8,29), es decir, Dios estará de algún modo presente en ese edificio, pues el nombre, según la concepción bíblica, indica la persona, su dignidad y lo conocido de ella, haciéndola, de alguna manera, presente.
Y sólo porque “su Nombre” resuena en el templo, Dios “se hace presente”, “escucha y perdona” de modo eficaz (Cf. 1Re 8,30). Nada hay mágico, sino una presencia querida por Dios que reclama un corazón contrito y humillado por parte del hombre, un corazón sincero que lo busca con rectitud. El uso mágico, falso y utilitarista del “nombre del Señor” será condenado por el Decálogo, por los profetas y también por Jesús (Cf. Ex 20,7; Dt 5,11; Jr 7; Mt 5,33; 21,12-13).
Así pues, Dios se hace presente en el templo y “escucha”, como insistentemente repite Salomón, la oración del hombre. Y si Dios escucha entonces también obra para la realización de lo pedido. El templo es el lugar donde Dios escucha, donde inclina su oído a la voz del hombre; una voz que brota, a menudo, de un corazón destruido y ahíto de sufrimientos y miedos. No ser escuchado significaría vivir condenado a la soledad, a la incomprensión, a un aislamiento que preanuncia la muerte. Pero he aquí que en el templo encuentra finalmente el ser humano a Uno que no sólo le oye sino que le escucha y que, por tanto, manifiesta su sincero interés por él, por su ser, por quién es, por cómo se encuentra, por todo aquello que necesita para vivir en plenitud. El Dios que escucha quiebra la soledad del corazón humano y perdona, además, todas las faltas y pecados del hombre, liberándole así de su esclavitud y capacitándolo para que también él pueda, a su vez, escucharle a Él y a su prójimo.
El templo, en cuanto lugar de encuentro de un pueblo que profesa la misma fe, puede comprenderse también como signo de la misma comunidad que siente en medio de ella la presencia viva y activa de Dios. Así lo enseña el apóstol Pedro en su primera carta. La Iglesia se edifica sobre la “piedra viva” que es Cristo, formando un templo espiritual en el que cada miembro es “una piedra viva”. El templo físico es sólo un signo del templo espiritual fundado sobre Cristo y compuesto por cada uno de los creyentes (Cf. 1Pe 2,4-5).
El templo de los creyentes, de los bautizados en Cristo-Jesús, muerto y resucitado, está edificado sobre un único fundamento: Jesucristo, y formado por “piedras vivas”, es decir, los cristianos, que no han sido “hechos” por manos humanas sino por Dios. En esta unión con Cristo, que vive en cada uno de ellos y los une y alimenta con su Espíritu, el cristiano ofrece, en cuanto partícipe del sacerdocio de Cristo, “sacrificios espirituales”, es decir, obras de amor suscitadas, impulsadas y realizadas por el Espíritu Santo que habita en su corazón (Cf. 1Pe 2,5). Dicho de otro modo, la santidad recibida impulsa al cristiano a realizar obras santas.
En el evangelio, la mujer de Samaria ha reconocido que Jesús es un profeta, un enviado por Dios, porque le ha desvelado cómo ha obrado en su vida hasta ese momento. Y esto le ha alentado a preguntar a Jesús sobre algo que le interesa profundamente: “¿Dónde debe adorarse a Dios?”, habida cuenta de que los samaritanos y los judíos señalaban un lugar y templo físico diverso en el que Dios debía ser adorado: bien en Garizim (cercano a Siquén) para los samaritanos, o bien en Jerusalén, la ciudad de David, para los judíos.
Pero Jesús relativiza la importancia del lugar y del templo físico, al que considera solamente signo y no fin: “ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre” (Jn 4,21). Jesús relativiza ambos porque no son otra cosa que “contenedores” exteriores de un culto que debe ser personal, interior y existencial: «Dios es Espíritu y aquellos que le adoran deben hacerlo en Espíritu y verdad» (Jn 4,23-24). Los hebreos, afirma Jesús, son depositarios de la revelación perfecta, pero ni siquiera esto supone que el edificio exterior sea lo verdaderamente relevante. Son las disposiciones interiores, movidas y santificadas por el Espíritu, las que hacen al creyente un verdadero adorador del Padre. El Espíritu Santo es el principio de la vida divina de la nueva criatura, del nuevo nacimiento en Dios del creyente cristiano (Cf. Jn 3,5). Y la “verdad” es la revelación que nos trae Cristo sobre el ser de Dios y su proyecto para el ser humano. El Espíritu de Cristo y su palabra reveladora (de Dios y del hombre) son los agentes del nuevo y definitivo templo, vivo y santo: ¡Cristo mismo!
Por consiguiente, para orar y agradar a Dios, hemos de ser dóciles, humildes y obedientes a la acción del Espíritu en nosotros, acogiendo la revelación del misterio de Cristo, el único Mediador entre nosotros y Dios (Cf. 1Tim 2,5), el único Adorador que nos hace verdaderos adoradores por Él, con Él y en Él. Y así comprendemos que esta relación con Dios-Padre, en Cristo, relativiza el edificio material y la exigencia deuteronómica de establecer un único lugar de adoración en la Tierra Prometida (Cf. Dt 12,2-12). Nuestro cuerpo es trasformado en templo del Espíritu Santo y podemos adorar a Dios en cualquier lugar y circunstancia y, en consecuencia, podemos edificar lugares de reunión y oración en cualquier sitio del mundo.
Así pues, los cristianos hemos sido capacitados espiritualmente para adorar verdaderamente a Dios. Diez veces aparece el verbo “adorar” (proskunéō) en este texto del evangelio joánico para subrayar su importancia. Y la verdadera adoración, nos enseña Jesús, no se reduce simplemente al culto ritual o litúrgico, que se encierra en lugares sagrados dedicados a tal culto y se preocupa en realizar con precisión las ceremonias litúrgicas, sino que el “culto en espíritu y verdad” que Dios pide reclama que la persona se adhiera por la fe totalmente a Él, a su voluntad y a su proyecto de amor a favor del hombre. En este sentido, el “culto espiritual” (la “adoración en espíritu y verdad”) se expresa en un sacrificio, en una oferta de acción de gracias de la propia persona en todo momento y circunstancia: una oferta del propio cuerpo, de la propia realidad terrena, realizada con el corazón rebosante del amor mismo de Dios manifestado en Cristo-Jesús con quien el creyente vive en comunión (Cf. Rm 12,1-2). Sí, se trata de un culto existencial y de toda la persona. Sólo así tiene pleno sentido el culto litúrgico, el culto ritual. Es la Iglesia viva y santa, formada por los verdaderos adoradores del Padre, la que da sentido a la iglesia física, material, utilizada como espacio sagrado de reunión y de manifestación pública de la adoración común de los creyentes.
Demos gracias a Dios por la luz con que ilumina nuestra vida a través de esta fiesta y pidámosle que, unidos a toda la Iglesia, nos ayude a vivir más plenamente nuestra existencia cristiana como piedras vivas y santas, como auténticos adoradores suyos en espíritu y verdad.