Is 60,1-6
Sl 71 (72),2.7-8.10-11.12-13
Mt 2,1-12
Ef 3,2-3a.5-6
En estos días natalicios que hemos vividos, se nos ha anunciado la aparición sobre la tierra de una nueva realidad, esto es, la irrupción de la Luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. Esta Luz brilla y trasluce en el Niño nacido en Belén que se nos ha dado, en el Dios que se hace hombre porque ama al hombre.
Hoy celebramos precisamente esta Fiesta de la Luz, que supone recibir en la fe a este Niño y caminar hacia Él para seguirle dondequiera vaya, adondequiera esté. ¿Por qué? Porque Él es el único que da significado a la vida del hombre, el que transforma nuestros sufrimientos en sacrificios de acción de gracias, el que da sentido al sudor por ganar el pan diario, el que llena de vida nuestro ser. El hombre, todo hombre, tiene necesidad de encontrarse delante de este Niño, de arrodillarse delante de Él como los magos y de de adorarle reconociendo que sólo Él es el Señor y que sólo en Él se encuentra el Camino que conduce a la vida, a la misma vida de Dios.
El término epifanía, del griego epifáneia, significa manifestación. En la Iglesia Oriental es la verdadera celebración de Navidad, que aúna sus dos motivos fundamentales: Cristo, el Verbo de Dios hecho hombre, y Cristo manifestado a todos los pueblos. Los Magos del Oriente que llegan a la Ciudad Santa simbolizan a todos los pueblos de la tierra que, como anuncia el profeta Isaías, peregrinan hacia Jerusalén: «Caminarán los pueblos a tu luz, los reyes al resplandor de tu alborada» (Is 60,3). Pero este camino es más espiritual que físico, pues se trata de una auténtica conversión al Cristo recién nacido. De hecho, la estrella, según la tradición bíblica, es un signo mesiánico, ya anunciado en el libro de los Números por el profeta Balaam: «Una estrella avanza de Jacob y un cetro surge de Israel» (Nm 24,17).
La estrella señala el sendero de la fe, maravilloso don divino que ilumina la profundidad de nuestro ser y nos llama a salir y a caminar en un sendero arriesgado y paradójico, similar a aquel seguido por Abraham cuando «salió sin saber adónde iba» (Heb 11,8). La fe nos impele a dejar la propia comodidad, la propia tierra en la que estamos seguros y nos sentimos señores del entorno, para partir hacia una tierra desconocida. Este “Niño que se nos ha dado”, que es el que inaugura y consuma nuestra fe (Heb 12,2), no sólo manifiesta el amor de Dios que nos perdona y nos renueva, sino que nos pone en camino hacia la vida eterna, dándonos a entender que «no tenemos aquí una ciudad permanente sino que buscamos aquella futura» (Heb 13,14). Todos los hombres, sin excepción, somos llamados a conocer a Jesucristo y a caminar tras Él a la luz de la fe.
El viaje de los Magos se convierte así en emblema de la vida cristiana, entendida como desapego, seguimiento y búsqueda. Hoy, en este momento, Dios nos invita nuevamente a ponernos en camino, a poner todas nuestras cosas, sentimientos, deseos, proyectos y pasiones en un segundo plano, a dejar aquello que nos atenaza y los mismos pensamientos a los que estamos encadenados como signo de nuestro egoísmo, para recibir la Buena Noticia del Rey-Mesías que nos ha nacido y convertirnos en peregrinos que se dirigen hacia Él y caminan tras sus pasos como discípulos suyos.
También los Magos cambiaron su modo de pensar. De la ciudad de Jerusalén y de sus palacios reales, fueron orientados hacia un lugar pequeño y hacia una gruta donde encontraron a un niño pequeño, ni más ni menos. Pero creyeron y la estrella apareció de nuevo en el horizonte de su vida llenándoles de alegría. También nosotros tenemos experiencia de que la luz de la fe es una luz misteriosa, una luz celeste que indica, a la vez, un lugar preciso sobre la tierra, una especie de rayo que une el cielo con la tierra y la tierra con el cielo. La estrella de la fe responde, de hecho, al deseo de vida y de felicidad más profundo y noble del hombre. No hemos sido creados para vivir una vida terrena sin más, sino para caminar hacia el Cielo siguiendo la estrella. Y somos testigos que cuando la luz de la fe aparece en nuestro corazón, entonces nace y renace en nosotros una alegría celeste indescriptible, divina, eterna. Es entonces cuando reconocemos verdaderamente la presencia del Niño-Dios entre nosotros, y cuando se desvela, al mismo tiempo, nuestra vocación de mirar hacia arriba en un impulso que no cesará hasta alcanzar al mismo Dios.
Corremos el peligro, sin embargo, de quedarnos aferrados o apegados a nuestras cosas e ideas, a las seguridades que parecen ofrecernos las posesiones y la acumulación de dinero, asidos a la supuesta certeza de nuestros pensamientos y a la vida asegurada con los mil y un “seguros de vida” que la sociedad oferta, y que cubren aparentemente todas nuestras necesidades y sacian todos los deseos, pero que nos introducen en un mundo en el que Dios es un “por si acaso” utilizado para hacer callar la conciencia y la superstición, mas a quien no se le permite que abra ningún resquicio, ninguna brecha, ninguna crisis, ningún desasosiego. Sin embargo, Dios, que es Amor y nos ama, no cesa de venir a través de los mil y unos avatares de la vida a llamar a nuestra puerta, a nuestra existencia, para quebrar el corazón endurecido y abrir de nuevo en nuestro interior el camino hacia la verdadera Vida que es Él. Está en nosotros acogerle o rechazarle.
Es esto lo que ha sucedido a Herodes y a toda Jerusalén. Tanto el rey como los sumos sacerdotes y los escribas conocían bien las Escrituras, y supieron encontrar las palabras proféticas que indicaban el diseño y designio de Dios sobre el Mesías, pero no quisieron acoger el mensaje ni disponerse interiormente para entender el significado de las palabras inspiradas, y prefirieron permanecer encerrados en sus proyectos, ajenos al camino de la Vida, escudados en que Belén era un insignificante pueblo que no podía compararse con Jerusalén, la Ciudad Santa; y en que los Magos, que procedían probablemente de la antigua Babilonia, tampoco parecían personas de fiar.
Podemos, por tanto, quedarnos fuera de este viaje o hacernos peregrinos de la verdad junto con aquellos que, de todas las partes de la tierra — de todas las culturas, naciones y razas, “de Madián, de Efá y de Sabá” (Is 60,6) —, buscan la salvación y traen consigo los dones de la justicia, del amor y de la propia entrega de sí mismos, representados por el oro, el incienso y la mirra. Dones que, por otra parte, encarna el Niño-Dios y en Él se nos dan plenamente.
Esta procesión de una «multitud inmensa, que nadie puede contar, de cada nación, raza, pueblo y lengua» (Ap 7,9) es una realidad eclesial de la que nosotros mismos formamos parte, y a la que se nos invita hoy a participar más profundamente acogiendo a Jesús en la fe, reconociéndole como el Hijo de Dios encarnado que nos revela el sentido de nuestra vida, nuestra filiación divina y nuestra vocación a vivir en comunión de vida con Dios (Padre, Hijo y Espíritu Santo) para toda la eternidad. Se nos exhorta, con ello, a participar en el plan de Dios siendo “luz de las gentes”, misioneros que con nuestras palabras, obras y oraciones, anunciamos a todos los hombres la Buena Noticia de la salvación.