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Luz en mi Camino

31 diciembre, 2022 / Carmelitas
Solemnidad de la Santísima Virgen María, Madre de Dios

Nm 6,22-27

Sl 66(67),2-3.5-6.8

Lc 2,16-21

Ga 4,4-7

La solemnidad que hoy celebramos, al inicio del nuevo año civil, concluye la octava de Navidad y aúna en sí tres aspectos de gran importancia para que la existencia cristiana y humana se desarrolle en conformidad con el designio divino. Vinculándose a la celebración de María como Madre de Dios, la Iglesia dirige a toda la humanidad, y en particular a sus fieles, los mejores deseos concretizados en la bendición divina, y propone, asimismo, meditar seriamente sobre la paz.

En un primer momento, esta fiesta se conocía como “la fiesta de la circuncisión”, puesto que Jesús, en conformidad con la costumbre judía, había sido circuncidado “ocho días” después de nacer (Lc 2,21). Posteriormente pasó a llamarse “la fiesta del Nombre de Jesús”, porque el nombre se imponía en el momento mismo de la circuncisión. En los últimos años, sin embargo, la Iglesia ha establecido este día como la Solemnidad de la Santísima Virgen María, invocada con el título de Madre de Dios. La maternidad divina de la Virgen, incoada en el NT, fue proclamada por el Tercer Concilio Ecuménico de Éfeso el año 431. Con este título no se afirma que la naturaleza del Verbo, su divinidad, tenga origen en la Virgen, sino que el Verbo toma cuerpo en ella y nace según la carne. En el Concilio sucesivo de Calcedonia, el título “Madre de Dios” pasó a formar parte del símbolo de la fe.

En la segunda lectura, el apóstol Pablo sintetiza el misterio de la Encarnación, y fundamenta de ese modo la reflexión sobre María como Madre de Dios, afirmando que «Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley» (Ga 4,4). Por una parte, señala que María, en sí misma, no es otra cosa que una simple criatura de Dios, “una mujer”, vulnerable, por tanto, al sufrimiento y destinada a la muerte como cada uno de nosotros, pero, por otra parte, deja entrever que ella es grande y nos supera sobremanera al ser, precisamente, la Madre del Hijo de Dios. A esta excelsa maternidad se debe el que, por gracia, sea inmaculada, así como su completa entrega y perfecta fidelidad al proyecto divino, hasta el punto de haber sido constituida, en su fe, Madre espiritual de todos los hombres.

Es a través de María, la madre que ha dado a luz al Verbo según la naturaleza humana, como llega a los hombres la adopción filial. La presencia del Hijo de Dios en el mundo, que establece la plenitud del tiempo, tenía la finalidad de liberar a los hombres del peso de la ley y de la esclavitud del pecado, y de otorgarles la filiación adoptiva de hijos de Dios. Esta realidad es sellada en el corazón de los creyentes por el Espíritu del Hijo, testificándola y confirmándola dentro de ellos al unir sus corazones a su mismo grito, en el que clama: «¡Abbá, Padre!» (Ga 4,6-7).

Fundamentado en esta plenitud y filiación, el cristiano puede reflexionar sobre las cosas pasadas o las esperanzas futuras con sana ilusión y segura esperanza, porque se apoya en Dios, cuyo amor — manifestado en su Hijo — sigue llenando el tiempo presente de paciencia y misericordia. María es modelo de cómo meditar sabiamente sobre la existencia. Ella, como dice el evangelio, «meditaba en su corazón» (Lc 2,19), es decir, “juntaba armónicamente” (según el sentido primario del verbo griego sumbállō) todas las cosas que le estaban ocurriendo. Esta meditación reclama una actitud orante permanente, esto es, una relación continua con Dios para poder penetrar la superficialidad de los hechos y de las cosas, y lograr intuir y comprender el profundo y extraordinario diseño divino que atraviesa la historia humana y pone unidad y armonía en todo aquello que, externamente, sólo es insensatez y caos. María, a la luz de la fe, va descubriendo esa razón última de los eventos que, junto con Jesús y José, está viviendo. Por eso María, contemplando en su regazo a un niño semejante a los demás, nacido entre sollozos, agitación y llanto, vislumbra más allá de ese perfil terreno la silueta de la realidad divina que lo invade y hacia la que confluyen los eventos que les están acaeciendo (como ocurre con el testimonio de los pastores).

Por consiguiente, hoy la Iglesia nos recuerda que para comprender nuestra vida es necesario aprender a meditar como María, en oración constante, contemplando, desde la fe, al “Niño que se nos ha dado” para poder comprender que Él es la Luz que ilumina la verdad profunda de la existencia y desvela el diseño de Dios en la amalgama de eventos vividos, manifestando la realidad de nuestra “adopción filial”, la cual nos introduce, plenamente, en la bendición de Dios.

El deseo de la Iglesia es, precisamente, que la bendición de Dios alcance a todos los hombres, es decir, que todos los hombres entren en relación íntima con Dios, reciban su Vida y Amor, y orienten así su existencia hacia el bien. En la mentalidad bíblica, la bendición se vincula a la vida y a la fecundidad, por eso podemos decir que “bendecir” es poner a alguien en relación real y favorable con Dios que es la Vida. En el AT, la bendición se realizaba imponiendo el nombre del Señor sobre la persona. Así lo explicita la primera lectura, repitiendo tres veces el nombre de YHWH y concluyendo con estas palabras: «Invocarán así mi nombre sobre los israelitas y yo los bendeciré» (Nm 6,27). Se trata de la bendición sacerdotal que, según la tradición rabínica, se impartía todos los días en el Templo, después del sacrificio vespertino.

Dado que para el pensamiento semita aquello que Dios habla se cumple, la bendición divina no sólo expresa un deseo favorable sino también un don cierto. Esto significa que Dios, al bendecir, ya incoa su misma potencia para que el bien deseado se haga realidad en el creyente, que recibe la bendición confiando en Él. Esta bendición, que pretende abarcar toda la existencia de la persona, concluye con el deseo de la paz (šālôm), un vocablo con el que Israel expresa la vida plena y bienaventurada.

Puesto que el proyecto divino, y la bendición a él adherida, reclaman la meditación y la entrega total de la persona en la fe, se hace inevitable que nos replanteemos seriamente, al inicio del año, algunas cuestiones: ¿A quién hemos pedido o estamos suplicando la bendición, la (plenitud de) vida?; ¿A quién o a qué estamos confiando la dicha de nuestra existencia y aquella de nuestros hermanos?; ¿En quién o en qué buscamos la salud de nuestra alma? La falsa bendición no deja de ser ofrecida a todos, jóvenes y ancianos, a través de un masivo bombardeo publicitario que abarca “nombres” de toda índole (belleza, dinero fácil con los juegos de azar y la lotería, éxito y fama, etc.), o por medio de los numerosos nigromantes, adivinos, cartománticos, astrólogos, magos, brujas, horóscopos o conjuros asociados a ciertos tatuajes u objetos, que pretenden conocer y gobernar el destino de las personas; y de modo más sutil también se ofrece la bendición a través de las erróneas políticas que se implantan como principios morales de la vida social, ligando tal bendición al “nombre” del partido u organización política. El cristiano, iluminado por la luz de la fe, sabe que todo eso no es otra cosa que vanidad y apacentar viento, porque sólo Dios, que es Vida, puede otorgar la auténtica bendición.

YHWH muestra a Israel su cercanía y bondad a través de la bendición sacerdotal, en la que se distingue una triple división. Primero se indica de modo general el don: Dios bendice con todo bien y protege de todo mal con su providencia; a continuación, se especifica la complacencia divina, al iluminar la inteligencia del fiel para que se conduzca según su voluntad, y al ser misericordioso con él, perdonándolo y haciendo prosperar sus proyectos; por último, se señala la culminación del don: Dios otorga la plenitud de la felicidad porque agracia con un permanente conocimiento de su bondad (actuada en la historia), y concede la paz. Esta bendición, hecha realidad en el “pueblo de Dios”, tiene la finalidad de manifestar a todas las naciones los caminos de Dios y su salvación: «¡Dios tenga piedad y nos bendiga, su rostro haga brillar sobre nosotros! Para que se conozcan en la tierra tus caminos, tu salvación entre todas las naciones» (Sl 67,2-3).

La bendición de Dios, deseada y profetizada, ha tomado cuerpo en el seno de María. A través de ella, Dios nos ha dado a su Hijo, que es su sublime bendición para toda la humanidad, tal y como su “nombre” Jesús (= “Dios salva”) revela. Pero para participar de esta bendición es necesario acoger “al Niño donado” con todo el corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas, porque al deseo de poseer la bendición va unido inseparablemente el deseo de conformarse a la voluntad de Dios, encarnada y hecha camino en su Hijo.

El Papa Pablo VI quiso asociar la jornada mundial por la paz a esta solemnidad mariana. Es la paz con que culmina la bendición sacerdotal, la misma que anunciaron los ángeles en la Noche de Navidad hecha realidad en el Hijo de Dios nacido de María. Él es el rostro amable y misericordioso de Dios que se transforma en paz genuina en el corazón de aquellos que le reciben como Mesías e Hijo de Dios.

Pero aún estamos lejos de ver cumplida la profecía de Isaías. Las espadas y las lanzas no son transformadas todavía en azadones y podaderas (Is 2,4), porque el hombre continúa inclinándose ante la insinuación diabólica del poder y de la fuerza brutal, y levantando, una y otra vez, las armas destructoras de la vida en las múltiples guerras, asesinatos, odios, jactancias nacionalistas, falsos mitos y quimeras triunfales que atraviesan el mundo.

Por eso la Iglesia, que engendra en su seno a Cristo, alza continuamente en sus manos desnudas el “sacrificio vivo y santo” del Hijo de Dios, implorando al Padre que «¡haga brillar su rostro sobre la humanidad y nos conceda la paz!». A esta oración de la Iglesia se une María, Reina de la Paz, siempre atenta y vigilante, con su amor maternal, a las necesidades de todos los hombres, y en particular de nosotros, sus hijos.

 

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