He 2,1-11
Sl 103(104),1.24.29-31.34
1Cor 12,3b-7.12-13
Jn 20,19-23
La Solemnidad de Pentecostés representa la culminación del año litúrgico. En ella conmemoramos la efusión del Espíritu Santo, es decir, el derramamiento del amor del Padre y del Hijo en el corazón del creyente, como conclusión de toda la obra redentora de Jesús iniciada con su Encarnación. De este modo, se culmina el doble sentido del proceso salvífico en cuanto no sólo la humanidad ha entrado en el seno de Dios a través de la ascensión de Jesús, sino que también Dios, por la efusión de su Espíritu, entra definitivamente en el seno del hombre.
Los judíos denominan a esta fiesta con el término griego pentēkostḗ (= cincuenta) porque se celebra cincuenta días después de la Pascua. Vinculada inicialmente a la recogida de los primeros frutos de la tierra al comienzo del verano, Pentecostés empezó a estar asociada después del destierro babilónico con la alianza sinaítica y, más concretamente, con la conmemoración de la entrega de la Ley. El evangelista Lucas considera este contexto al emplazar en esta fiesta la venida del Espíritu Santo, justo cincuenta días después de la resurrección del Señor, y al mencionar el viento, el fuego y las lenguas, que recuerdan y simbolizan “sacramentalmente” el acaecer de la teofanía o manifestación de Dios (Cf. Ex 5,16-19), y el establecimiento de la nueva y definitiva alianza entre el Señor y su “nuevo” pueblo, los cristianos.
Al igual que el hebreo rûaḥ, el término griego pneuma abarca un amplio campo de significados: espíritu, ser interior; vida; viento; soplo. El viento y el soplo están ligados a la efusión del Espíritu en las lecturas de los Hechos y del evangelio. El viento es semejante a una respiración inmensa que circunda la tierra, y el “espíritu” del hombre, su misma “vida”, se manifiesta precisamente a través de la respiración. Se vislumbra, de este modo, que el Espíritu Santo va a ser el nuevo soplo o respiración que, como principio de vida eterna, insufla Dios en los creyentes.
La importancia de este “soplo espiritual divino” para la vida del hombre podemos entenderla si pensamos en la respiración. Ésta, en su simplicidad y fragilidad, pasa habitualmente desapercibida, pero es tan sumamente importante que sin ella no existiríamos. Este hecho, unido a las características de intangibilidad e invisibilidad del soplo de la respiración, nos permite comprender que las realidades espirituales, aunque son invisibles, poseen una relevancia mucho mayor que aquellas tangibles y visibles, y que para poder vivir como hijos de Dios necesitamos imprescindiblemente el “soplo” del Espíritu Santo. Dicho de otro modo, sin el Espíritu no existe para el hombre la vida eterna, la comunión con Dios, porque no puede vivir ni en Dios, ni según Dios.
Por medio de la respiración entramos en contacto con la creación y sobre todo con los hombres, pues para respirar y poder vivir es necesario que abramos nuestros pulmones al aire exterior y lo dejemos entrar dentro de nosotros, y todos respiramos el mismo aire. Pues bien, al igual que nadie puede hacer compartimentos estanco para separar y aislar la porción de aire que le corresponde de aquella que respiran los demás, tampoco el Espíritu de Dios admite separaciones sino que tiende a la comunión y a la unidad, por consiguiente quien quiera recibir en sí el Espíritu santo tiene que estar dispuesto a vivir en comunión con los demás. El Espíritu no es un “aire” limitado, encerrado y contaminado por egoísmos, soberbias y codicias, sino un viento impetuoso que hace respirar profunda y ampliamente el amor de Dios manifestado en Cristo-Jesús y que desea quebrantar, en cada ámbito concreto de la vida de quien lo acoge, todas las barreras que pueden estar separándole de Dios y de los demás hombres.
En los Hechos se habla también de “lenguas como llamaradas” que caen y se posan sobre cada uno de los creyentes (He 2,3), manifestando con ello la relación personal que Dios establece con cada uno de los discípulos a través de su Espíritu. Podríamos decir que al igual que el aire es necesario para que el fuego arda, del mismo modo el Espíritu Santo viene como “viento impetuoso” a alimentar en el cristiano el fuego de la comunión de vida y de amor con Dios.
El don del Espíritu Santo infundido en “cada uno” da a entender que el corazón del discípulo, unido a los demás en la oración y en la misma fe y esperanza en Jesús, se convierte en algo semejante a la “zarza ardiente” (Ex 3,2-5) y a un nuevo Sinaí donde Dios se manifiesta y donde se le da culto en “espíritu y verdad” (Cf. Jn 4,24). Para los rabinos, Sinaí significa “odio” porque en la montaña sagrada Dios entregó a Israel el odio contra el pecado; en otras ocasiones se le conoce también como Horeb, que significa “espada”, porque Dios dio allí a Israel la espada de la justicia que son las Diez Palabras, el Decálogo; y a veces también se le llama Ba-Sham, que quiere decir “presencia”, ya que fue allí Dios donde se manifestó. Estas interpretaciones nos ayudan a comprender que el don del Espíritu Santo en Pentecostés es como el “soplo” que, saliendo del cuerpo resucitado de Jesús que tiene grabados los estigmas de su pasión (Jn 20,20.22), nos transmite su amor hasta el extremo por “cada uno” de nosotros y, con ello, el temor de Dios que nos aleja del pecado y nos sitúa y hace vivir en su presencia, dándonos asimismo el don de la Palabra, que es la espada del Espíritu, para que podamos formular y hacer comprensibles las maravillas de la salvación realizadas por Dios y que culminan en el evangelio de la Vida.
Este don de la Palabra lo simbolizan “las lenguas”, que expresan la Palabra articulada y acomodada al lenguaje humano, viva, ardiente, llena de fuego y de vida divina. En la “lengua de fuego” se junta, de hecho, el aliento-aire y el fuego que “saldrán” inseparablemente unidos en la “palabra” de la predicación evangélica, a través de la cual Dios transmite su aliento divino, su mismo Espíritu, al que la escucha y la recibe adhiriéndose a ella con un corazón sincero y creyente.
El evangelio muestra que la fe en Jesús, muerto y resucitado, tiene como fruto la paz y la alegría (Cf. Jn 20,20-21). Éstas no son, sin embargo, algo que el discípulo retiene para sí como bienes intransferibles, sino realidades que deben ser extendidas a los corazones de los hombres a través de la evangelización, tal y como les dice el Señor: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (20,21). Y los discípulos serán capaces de realizar esta misión de paz y de alegría porque Jesús se les da a sí mismo en su Espíritu: «Habiendo dicho esto, sopló y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo”» (Jn 20,22). Jesús se condensa y se entrega en el soplo, con el que se significa la nueva “creación” (Cf. Gn 2,7; Sb 15,11; Ez 37,7-10) que realiza en sus discípulos. Por obra del Espíritu de Jesucristo, que es el soplo de la vida divina, la fuente de la creación (Gn 1,2) y el principio de la nueva existencia interior del discípulo, aparece sobre la tierra el “hombre espiritual” que es capaz de conducirse según el diseño de Dios.
Con el don del Espíritu, Jesús reviste a los discípulos con la autoridad para extender su obra y para actualizar su sacrificio y su misión salvífica perdonando o reteniendo los pecados, de tal modo que el Espíritu pueda purificar, santificar e infundir paz, alegría y amor en todos los hombres que acojan el Evangelio. Se trata de una renovación completa de la naturaleza humana que, gracias al Espíritu, ya no tenderá hacia los bienes de la “tierra” sino hacia aquellos del Cielo (Cf. Col 3,2).
Es evidente, por tanto, que el Espíritu somete a “purificación” toda nuestra vida para transformarla completamente según el deseo divino. Esto quiere decir que al acoger la Palabra y acercarnos a los sacramentos, el Espíritu nos impele a tomar posturas concretas frente al mal (propio o ajeno), iluminándonos para que lo discernamos y fortaleciéndonos para que optemos por la caridad y el servicio a los hermanos y demos así auténtico testimonio de la presencia del Señor en el mundo. El Espíritu pone en cuestión, por lo tanto, todo pensamiento relativista que establece como “bueno” cualquier acto por el mero hecho de satisfacer el propio egoísmo o por el hecho de ser legal, de haber sido aprobado por el gobierno o de ser aceptado por la sociedad.
El Espíritu despierta también en nosotros el deseo de ser verdaderamente felices, convenciéndonos de que, para conseguirlo, es necesario que ajustemos nuestra vida al mandamiento nuevo del amor recibido de Jesús. Nos convence, en definitiva, de que si queremos ser dichosos tenemos que vivir según la “moral cristiana”. Y sabemos que sólo es verdaderamente moral aquel acto que conduce a la felicidad plena, la cual se vincula, sin duda, al bien y a la vida eterna, y, por tanto, a la vida en el Espíritu. En este sentido nadie, sea una persona particular o un ente social o político, puede establecerse a sí mismo como el bien moral supremo, ya que ninguno puede darse a sí mismo la vida eterna y bienaventurada, por lo que tendrá que ser otro, o mejor dicho, el Otro, el que establezca el camino hacia la felicidad y, por tanto, el auténtico camino “moral” que debe seguir el hombre. Éste otro es Dios y nos ha mostrado definitivamente su camino en su Hijo Jesucristo, a la vez que, con el don de su Espíritu, sella interiormente ese Camino, ese Bien y esa Vida dichosa en el corazón de los fieles.
Pidamos pues a Dios en este día que aumente en nosotros el deseo de recibir el Espíritu Santo y de ser dóciles a su inspiración y a su permanente soplo interior, para que nos renueve y anime por medio de su amor y podamos, en Cristo, dar frutos que permanecen para la vida eterna.