Ex 17,3-7
Sl 94(95),1-2.6-9
Jn 4,5-42
Rm 5,1-2.5-8
El extenso evangelio que hoy se proclama narra el encuentro de Jesús con una mujer samaritana y el reconocimiento, por parte de los samaritanos, de Jesús como el “Salvador del mundo”. A lo largo del relato se revela, de manera progresiva, quién es Jesús y qué tiene y desea darnos, y se va constatando, al mismo tiempo, que es absolutamente necesario que el hombre responda con la fe a esta revelación y don de Dios.
La semana pasada, Dios-Padre manifestaba el ser divino de Jesús en la Transfiguración y testimoniaba con su Palabra que Él era su Hijo amado a quien los discípulos tenían que “escuchar”; hoy es a través del diálogo como Jesús conduce a la samaritana, a sus discípulos, a los samaritanos y, junto con ellos, a todos nosotros, a reconocer la identidad trascendente y divina de su persona. La escena se desarrolla alrededor de la hora sexta (Jn 4,6), y aunque esta hora era poco habitual para que las mujeres fueran a coger agua, pues tradicionalmente se acercaban a los pozos al atardecer, asume aquí una gran relevancia porque vincula toda la narración con la Pasión, ya que será en la hora sexta cuando Pilato proclamará “rey de los judíos” a Jesús (Jn 19,14). Este hecho da a entender que, en este encuentro con la samaritana, Jesús anticipa y, sobre todo, va desvelando la profunda significación de la hora de su pasión, cuando, tras haber manifestado su “sed” (Jn 19,28), infundirá el Espíritu desde la cruz (Jn 19,30), y su costado, atravesado por la lanza, aparecerá como el verdadero pozo y manantial de agua viva (Jn 19,34; Cf. Jn 7,37-39) anunciado ya ahora a la samaritana (Cf. Jn 4,14).
Pero ¿cómo va comprendiendo la samaritana el misterio escondido en Jesús? Primero le reconoce como judío (Jn 4,9) y, seguramente, no de modo positivo, pues, como comenta el evangelista, “los judíos no se trataban con los samaritanos”. Es más, llegaban a odiarles porque les consideraban fruto de aquella mezcla racial acontecida entre los hebreos huidos a la deportación y los pueblos paganos desterrados a Samaria por el rey de Asiria Sargón ii después de la caída de la ciudad en el 721 a.C. (Cf. 2Re 17,5-6.24-41); pueblos que, si bien reverenciaban a YHWH, continuaron adorando a sus propios dioses, simbolizados aquí en los “cinco maridos” de la mujer (Jn 4,18) (habida cuenta de que, tras el griego anēr, late el término hebreo baal, poseedor de un amplio contenido semántico: dios; señor; marido). Esta separación y estos sentimientos contrapuestos entre ambos pueblos se habían extremado aún más cuando el rey y sacerdote judío, Juan Hircano, destruyó en el año 128 a.C. el templo samaritano construido sobre el monte Garizim.
Poco después la mujer afirma inconscientemente la superioridad de Jesús al preguntarle si, habiéndola prometido el “agua viva”, se cree más grande que Jacob (Jn 4,12), es decir, mayor que el patriarca que, al volver de Mesopotamia (Cf. Gn 33,18-20), construyó junto a Siquem aquel pozo de unos 32 mt de profundidad, en el que sus descendientes, y también los ganados, habían saciado su sed a lo largo de los siglos para poder vivir y transmitir la vida de una generación a la otra.
A continuación, dándose cuenta de que Jesús conoce perfectamente su vida privada y su situación actual de pecado, la samaritana le llama profeta (Jn 4,19). Jesús le declara entonces que Él es el Cristo (Jn 4,26), es decir, el revelador y enviado de Dios que puede donar el Espíritu de la verdad.
A través de este encuentro con Jesús, Samaria –– representada por la mujer –– puede encontrarse con su verdadero esposo y Señor, con el Dios de los patriarcas a quien había abandonado para adorar y servir a las falsas divinidades o baales. La narración concluye afirmando, precisamente, que los samaritanos proclaman a Jesús como el Salvador del mundo (Jn 4,42). Él, que había tenido que alejarse de la incrédula Judea (Jn 4,1-3), es acogido y reconocido como Salvador por aquellos despreciados y necios heréticos (Cf. Sir 50,26). De esta manera se evidencia claramente que Jesús no hace acepción de personas y da la vida a quienes acogen su Palabra, suscitando en ellos la fe y conduciéndoles, de este modo, a la salvación.
En esta revelación progresiva de Jesús, van emergiendo varios temas. Nos detenemos en tres de ellos: el don del agua viva; el auténtico culto; y la salvación ofrecida a toda la humanidad.
En la literatura judía, el pozo simboliza a la Ley mosaica, de la que el fiel judío saca el agua de la sabiduría. Ahora es Jesús el que, superando y llevando a cumplimiento la Torah, da la verdadera agua viva. Este símbolo hace referencia a una necesidad vital humana que va más allá del agua natural. En el oriente, el agua es una realidad que se busca con ansia dentro del desolado y desértico panorama en el que a menudo se vive, considerándola no sólo un instrumento de purificación y refrigerio, sino esencial para poder sobrevivir. Jesús afirma, sin embargo, que además de la necesidad física del agua para mantener con vida el ser natural, existe una necesidad espiritual en la que el hombre se juega la existencia eterna. El agua viva, que el AT identifica a menudo con Dios (Cf. Sl 42,1; Jr 2,13), es un don que proviene de Dios y que consiste en la revelación que Jesús está realizando del ser de Dios en su misma persona. Esta revelación está unida inseparablemente al don del Espíritu Santo, pues sólo el Espíritu hace comprensible en la fe la revelación de (las palabras de) Jesús y la interioriza en el discípulo para que se convierta en él en Vida de comunión con Dios, una vida que hará patente en su conducta diaria. El “pozo que rebosa agua viva” no es, por tanto, la Ley mosaica sino la persona misma de Jesús, quien a través de la revelación del ser del Padre y de su proyecto salvífico a favor del hombre puede saciar la sed de vida eterna que late y gime en cada corazón humano. No hemos de extrañarnos, por tanto, que si la sociedad actual rechaza el anuncio evangélico, y con ello a Jesucristo, no encuentre quién le sacie su sed de “agua viva”, de Palabras de vida eterna, entre los mil y un dioses (maridos y señores) a los que se vuelve dando culto.
Por eso al don del “agua viva” se vincula el verdadero culto, que Jesús contrapone tanto a aquel de los samaritanos como a aquel de los judíos. Este culto comporta un cambio radical porque ya no está ligado a un lugar geográfico sagrado, sea el templo de Jerusalén o el monte Garizim, los dos “altares” que competían por la presencia de Dios, sino que –– como señalaba el Padre en el momento de la Transfiguración ––, tendrá como centro la persona misma de Jesús, Templo vivo y Santo de los Santos de la Nueva Alianza, y se desarrollará en el Espíritu de la Verdad. El Espíritu Santo, que Jesús da a quienes acogen su Palabra y son iluminados por la revelación de su persona, se convertirá en los creyentes en principio interior de genuina oración, es decir, de una relación auténtica con el Dios verdadero. La oración y la vida se convierten en un culto, en un servicio de filial adoración al Padre “en la Verdad” que es Jesús mismo, con quien el creyente vive en una perenne comunión de vida (en su mismo Espíritu). El culto en el Espíritu no es, por tanto, un “intimismo” que separa de la historia, de los acontecimientos y de las “distracciones” diarias de la vida, sino que se trata de vivir lo cotidiano movidos por el Espíritu, con un auténtico e intenso sentido divino, a la manera de Cristo. Por lo tanto, la vida cristiana, que se manifiesta como oración y culto, dejará vislumbrar en sí misma la dimensión trinitaria de Dios, pues es inspirada por el Espíritu de la verdad, se practica en unión con Cristo, el Hijo de Dios, y se ofrece como continua acción de gracias al Padre.
Por último, la universalidad de la salvación atraviesa toda la narración. Jesús que, por voluntad del Padre, se dirige a Galilea, tiene que pasar por la paganizada región de Samaria, en la que también desvela el diseño salvífico y providente de Dios. Rompiendo con todos los prejuicios y falsos “puritanismos” existentes en la sociedad judía contemporánea, Jesús acepta dialogar con una mujer y un pueblo que el judaísmo oficial consideraba impuros, diabólicos y heréticos. A través del diálogo, conduce a la mujer a gustar el agua que apaga para siempre la sed de Vida y a celebrar un culto en el Espíritu de la Verdad. El testimonio de ella guiará a sus paisanos hasta Jesús, quien sembrará en ellos la Palabra de la verdad, cuyos frutos no tardan en aparecer. El sembrador, Jesús mismo, exulta de alegría por las primicias de la siega mesiánica, y los segadores, sus discípulos, vendrán después de Él para prolongar su misión en el mundo (Cf He 8,6-8.14-17). La abundante mies recogida en Samaria se convierte en un preludio simbólico de la conversión de los gentiles, que reconocerán a Jesús como el “Salvador del mundo” (Jn 4,42).
En medio de la cuaresma, el evangelio de hoy, como anticipo de la “hora” de Jesús que tendrá lugar en la pasión, se convierte para todo aquel que se siente “extranjero”, que vive en pecado y arrastra un pasado “samaritano” poco ortodoxo, en una llamada para acercarse a Jesús, quien siempre está abierto y dispuesto a escucharle y acogerle bajo el cálido sol del mediodía y en medio del ajetreo más intenso de la jornada, cuando errante esté buscando inconscientemente –– como la samaritana –– un poco de “agua viva” que calme su sed de paz, de esperanza y de amor. Y es una llamada también para que la Iglesia y cada uno de nosotros rompamos todas las barreras, miedos, preconceptos y enfermizas autodefensas que nos impiden anunciar con respeto, amor, alegría, a tiempo y a destiempo, la “buena noticia” del Evangelio a todas las gentes.