Sir 35,12-14.16-18
Sl 33(34),2-3.17-18.19.23
Lc 18,9-14
2Tim 4,6-8.16-18
Si el domingo pasado, el evangelio ponía el acento sobre la oración continua, orientada hacia el encuentro con el Hijo del Hombre en su venida gloriosa, la lectura hodierna presenta, también por medio de una parábola, cómo orar correctamente, esto es, la oración en la que Dios se complace porque une el corazón miserable del orante a su misericordioso “corazón”. Relacionada con esta temática, se revela el ser de Dios, en cuanto Juez justo y compasivo que no hace acepción de personas (Sir 35,13) y recompensa con la vida eterna (2Tim 4,8) a quien le ama y se acoge a Él.
La oración es un diálogo de amor con Dios, con “aquel que sabemos que nos ama” (Sta. Teresa). Este diálogo, que Dios mismo suscita, tiene como finalidad unir el corazón del orante con aquel de Dios, es decir, sacar al orante de su miseria y egoísmo, de su pecado, y, dejándose iluminar, transformar y determinar por Dios, “pasarlo” a la unión de amor con Él. Si este diálogo se da, entonces el orante sale “justificado”, es decir, perdonado, confirmado en su “filiación” y, por tanto, en el conocimiento de Dios como Padre amoroso, cuya voluntad deseará cumplir por encima de todo. Al escuchar la parábola que Jesús nos dirige, tenemos que considerar, por tanto, qué oración alcanza su objetivo, sabiendo que está en juego la concepción misma de Dios que cada orante tiene y busca.
La enseñanza de Jesús se dirige a los fariseos que, “teniéndose por justos y seguros de salvarse a sí mismos, despreciaban a los demás” (Lc 18,9). Los protagonistas del relato son dos hombres, un fariseo y un publicano, que suben al templo para orar en el mismo momento. El templo es el lugar donde Dios “mora” y otorga sus gracias de modo efectivo, por lo que ambos orantes saben que se encuentran ante la presencia de Dios.
Los dos rezan desde lo profundo de su corazón y ninguno de ellos dice nada falso. En conformidad con la posición habitual judía utilizada para orar, los dos rezan de pie, pero mientras el fariseo lo hace teniendo erguida su cabeza y próximo al Santo de los Santos, el publicano lo hace con su cabeza inclinada, temeroso de “mirar” hacia el cielo, manteniéndose alejado del Santo de los Santos. En realidad ambos están “alejados de Dios”, por lo que sólo aquel que sea justificado habrá sido aproximado a Dios y santificado por Él.
El fariseísmo era la corriente más espiritual, abierta y humana del judaísmo. Jesús desea corregir la degeneración que puede infectar, corromper e inutilizar las formas más elevadas de espiritualidad. El fariseo, en su posición y oración, manifiesta la seguridad de ser y aparentar justo. Su porte exterior representa su actitud interior, y ajustándose a la oración judía normativa, comienza dando gracias a Dios por todas las cosas buenas que ha hecho. Expresa así su exaltado estado de ánimo. Se siente orgulloso y satisfecho de sí mismo. Se sabe mejor que los demás, con los que no duda en compararse y contraponerse: «¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias» (Lc 18,11b-12).
El fariseo sólo ve en sí mismo obras buenas que ensalzar y nada que reprocharse. Además se separa de los pecadores, no se junta con ellos, los desprecia y asume el derecho de juzgarles porque “no son como él”. Se ve libre de toda culpa y, exponiendo sus obras concretas de adhesión perfecta a la Ley, reclama a Dios que le recompense, pues, siendo “Justo”, no puede obrar de otro modo. También Pablo, que era fariseo, dirá que “en lo referente a la justicia de la Ley, era intachable”, hasta que comprendió, a la luz de Cristo, que eso no era una ganancia sino una pérdida para él, porque le alejaba del conocimiento de sí mismo y de la misericordia divina, del verdadero rostro de Dios (Cf. Flp 3,6-7).
Con sus obras, el fariseo pensaba que Dios era su deudor. El ayuno, por ejemplo, estaba prescrito una vez al año, el día del Yom Kippur (Día de la Expiación), pero él ayunaba dos veces por semana (para, según estaba prescrito, expiar los pecados del pueblo); y en cuanto al diezmo, la ley ordenaba que se diera la décima parte de los productos más importantes (como el grano, el vino, y el aceite) así como los primogénitos de los rebaños (Cf. Dt 14,22-24), pero este fariseo daba a Dios el diezmo de todas sus ganancias, fueran o no relevantes. Era de aquellos que “pagaban el diezmo de la menta, la ruda y de la hortaliza” pero descuidaban “la justicia y el amor a Dios” (Lc 11,42; Cf. Mt 23,23). Sintiéndose pues justo, no alababa a Dios ni le pedía que le perdonase. Su oración lejos de ser un “diálogo” con Dios, fue un vano e hinchado monólogo consigo mismo.
El publicano (del latín publicanus: recaudador de dinero público; en griego: telōnēs, procedente de tēlos: tasa, impuesto) era, como es sabido, un funcionario fiscal que colaboraba con el imperio romano para recaudar los impuestos establecidos. En cuanto tal, era considerado por el pueblo judío como una persona despreciable, un traidor y un pecador público, el más alejado de todos los ideales religiosos judíos.
Del publicano de la parábola no se dice que defraude o no, pero sí se afirma que era consciente de su culpa en cuanto que no ajustaba su vida (asociada al poder opresor) a la voluntad de Dios revelada en la Torah. No se vanagloria de ninguna obra buena que haya podido hacer, ni se compara con otros hombres que pudieran ser más pecadores que él. Sólo piensa en su culpa, de la que se siente arrepentido. De hecho, se golpea el pecho, sede del corazón, del “lugar” donde se piensan y proyectan los pecados que después se ejecutan en la vida ordinaria (Cf. Mc 7,21-22), e implora, desde ese dolor sincero del corazón, la misericordia divina. Con el verbo utilizado, hiláskomai, en pasivo (ser misericordioso, tener misericordia), pide a Dios que borre sus culpas y le reconcilie con Él. Esta “misericordia” pedida, semejante al rahiamîm hebreo (misericordia, compasión, ternura), es la que se vincula a la criatura cuando en su debilidad y miseria no puede presentar nada bueno ante Dios, ni permanecer en pie ante la Justicia divina. A tal “misericordia” se acoge el publicano.
Y ahora se emite el juicio divino, del que Jesús es conocedor y revelador: “El publicano bajó a su casa justificado, pero el fariseo no” (Lc 18,14a). Jesús no alaba ni justifica la conducta pecadora del publicano, ni aplaude la conducta irreprensible del fariseo en cuanto a la Ley, sino que enseña con este ejemplo que la salvación es puro don de Dios. Por eso el publicano, un pecador, regresó a su casa justificado, perdonado, absuelto de su culpa, restablecida su comunión con Dios, debido a su abierta disposición a reconocerse deudor, pecador, necesitado del amor misericordioso de Dios para ser salvado. La oración del fariseo, sin embargo, fue ineficaz ente Dios, vana. Su autocomplacencia fue un obstáculo al requerir a Dios un “pago” por sus obras. No se reconoció un “siervo inútil que hacía lo que tenía que hacer” (Cf. Lc 17,10), y fue incapaz de dar gloria a Dios por todas las gracias que estaba recibiendo. Esto le cegaba y le impedía ver que, más allá del cumplimiento de la Ley, era un pecador necesitado absolutamente de la misericordia divina.
Esta enseñanza evangélica me recuerda un relato judío que puede ayudarnos a comprenderla mejor. Se cuenta que en cierta ocasión, Rabbí Israel ben Eliezer (Yizra’el ben Eli’ezer), fundador del jasidismo, iba junto con uno de sus discípulos a rezar la oración del sábado a la sinagoga. Recorrieron la ciudad y pasaron por sinagogas extraordinariamente construidas, espaciosas y con numerosos fieles orando, pero no entraron en ninguna. El discípulo estaba extrañado y no lograba entender por qué su maestro no se detenía a orar en ninguna de aquellas asambleas. Finalmente, encontraron una sinagoga muy pobre y con pocas personas en su interior, pero fue en ella en la que el rabino entró. Terminada la oración, le preguntó su discípulo: “Maestro, ¿por qué has entrado en esta pobre sinagoga, casi vacía, y, sin embargo, pasaste de largo ante aquellas otras suntuosas sinagogas?”. Y el rabino le respondió: “Cuando pasábamos por esas grandes sinagogas llenas de gente, el Santo, bendito sea, me dio a conocer que las oraciones que allí le dirigían eran palomas hechas de plomo, incapaces de levantar el vuelo, porque lo único que pedían eran bienes materiales; por eso la casa de oración estaba llena de oraciones que no tomaban el vuelo, y no había sitio para nadie más. Era imposible entrar en ellas. Sin embargo, en aquella pequeña y pobre sinagoga, me hizo ver que las plegarias de los fieles eran palomas blancas, hechas de las lágrimas de quien sabe orar, y nada más nacer levantaban el vuelo hacia lo más alto de los cielos, hasta llegar a Dios. Esa casa de oración estaba vacía, no tenía oraciones, y por eso entramos en ella”.
La oración del fariseo quedó también aprisionada entre los muros del templo, girando a su alrededor, envolviéndole en un sutil manto de autocomplacencia e hipocresía. No subió hasta Dios porque sólo deseaba quedarse en el hombre, en sus méritos, orgullo y altanería. Su oración fue “una paloma de plomo”.
La oración del publicano, por el contrario, surgía de lo profundo de su ciénaga, de su miseria conocida y llorada, e inmediatamente tomó alas, las alas de la humildad y sencillez, y se elevó hasta lo más alto del cielo, hasta el lugar donde se asienta el Trono mismo de Dios. Se cumplían así en él las palabras del Sirácida: «Los gritos del pobre atraviesan las nubes y hasta alcanzar a Dios no descansan» (Sir 35,16). Su oración fue “una paloma blanca, hecha de compunción y de lágrimas”.
También la vida de Pablo es expresión de la verdadera unión que vivía con Dios en la oración. Su vida, al igual que lo será su muerte, es un “sacrificio” de alabanza al Dios vivo, librando el buen combate de la fe; un combate que, como se veía la semana pasada, forma parte de la misma oración. Pablo sabe que Dios es amor y está seguro de que le librará siempre de todo mal, bien preservándole de la muerte violenta o bien introduciéndole en su Reino tras sufrir el martirio, para que goce siempre de la vida eterna en unión con Él (a la que se refiere con la expresión: “la corona de la justicia”; 2Tim 4,8). Además, en la actitud de Pablo no precede el rencor o el desprecio (como acontecía con el fariseo del evangelio), sino el perdón y la comprensión hacia todos los que le abandonaron y no quisieron intervenir a su favor para defenderlo en el juicio: «En mi primera defensa nadie me asistió, antes bien todos me desampararon. Que no se les tome en cuenta» (2Tim 4,16). Tal es la oración que el mismo Jesús dirige al Padre en el momento de su crucifixión (Lc 23,34), y que hará suya también el primer mártir cristiano, Esteban (He 7,60).
La humildad, la confianza, el perdón y la compasión caracterizan la auténtica oración cristiana que, como incienso de la tarde, «atraviesa las nubes y llega hasta Dios», de quien, como rocío de la mañana, se derramará sobre el orante su bendición y su amor: el Espíritu Santo (Lc 11,13), el Único capaza de hacer de la vida del creyente un sacrificio de alabanza al Dios misericordioso.