Ex 32,7-11.13-14
Sl 50(51),3-4.12-13.17.19
Lc 15,1-32
1Tim 1,12-17
Sólo ante la luz de la misericordia salvífica de Dios, que Jesús encarna y realiza, se comprenden verdaderamente las condiciones del seguimiento que eran proclamadas la semana pasada (Cf. Lc 14,25-35). En efecto, las exigentes condiciones que Jesús establece para ser discípulo suyo son inseparables de la misericordia que Él anuncia y que pone al descubierto cómo es el corazón del Padre (Cf. Lc 15,1-32). Las condiciones establecidas están en función de gustar dicha misericordia, de “entrar en el Reino de los Cielos” y alcanzar, en la comunión con Dios, la vida eterna que rebosa de su alegría y dicha.
Las lecturas de este domingo nos ayudan a meditar sobre la misericordia divina. En primer lugar, escuchando la oración que Moisés dirige al Señor para que obre con misericordia hacia su pueblo Israel; Dios se complacerá de esta oración y la realizará. Seguidamente, en la carta a Timoteo, Pablo recuerda con agradecimiento a Dios la misericordia que él mismo ha recibido del Señor y que es un signo de la misericordia que Dios, en Jesucristo, quiere tener con todos los creyentes. Por último, el evangelio lucano expone las conocidas como “Parábolas de la misericordia” (la oveja perdida, el dracma perdido y el hijo pródigo), por medio de las cuales Dios es presentado por Jesús como un Padre misericordioso, lleno de bondad, de amor, de indulgencia y de deseo de que todos los hombres, a quienes ve como hijos en su Hijo, se salven.
El libro del Éxodo puede estructurarse en tres grandes partes. La primera (1,1–15,21) relata la liberación del pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto; la segunda (15,22–18,27) narra el camino por el desierto; la tercer (19,1–40,38) expone la alianza entre Dios y su pueblo en el monte Sinaí. La lectura de hoy pertenece a esta última parte y cuenta cómo el pueblo, después de haber sido liberado de Egipto y estando a los pies del Sinaí, justo cuando Dios está revelándose y estableciendo su alianza, viola esa misma alianza construyéndose una imagen de Dios conformada con su propia imagen humana de Él, con su propia concepción y deseo humano de la divinidad. En efecto, los hebreos, preocupados por la ausencia de Moisés que había subido al monte a hablar con Dios, pidieron a Aarón que les construyese un dios que les guiase. Aarón, sin fuerza para afrontar la presión el pueblo, ordenó recoger las joyas de la gente, fundió el oro y modeló una estatua, un becerro de oro en torno al cual organizó el culto, ofreció sacrificios, adoró y consideró como el auténtico dios que les había salvado de la opresión egipcia (Cf. Ex 32,7-8).
El pueblo de Israel expresaba en este pecado de idolatría su alejamiento voluntario del Señor-Dios, de Aquel que era el verdadero dador de la libertad y de la vida. Como consecuencia de ello, el pueblo entraba en un proceso de autodestrucción y desaparición, tal y como el mismo Señor le dice a Moisés: «Déjame ahora que se encienda mi ira contra ellos y los devore; de ti, en cambio, haré un gran pueblo» (Ex 32,10).
Moisés, sin embargo, no acepta esta propuesta divina, y suplica al Señor para que su ira no se encienda contra el pueblo que Él mismo sacó de Egipto manifestando su gran poder y fuerza (Cf. Ex 32,11). Moisés le recuerda además (¡como si Dios careciera de memoria!) las promesas hechas a los patriarcas (Cf. Ex 32,13); y este recuerdo termina por convencer definitivamente al Señor de no destruir a su pueblo (Ex 32,14). Moisés aparece como mediador entre Dios y el pueblo, abogado defensor que invita a Dios a que considere su mismo modo de ser, sus acciones pasadas, su fama y sus promesas. Dios mismo es el que ha salvado a Israel y sabe que es un pueblo de corazón duro. Si es cierto que Israel ha pecado, que se hace imágenes falsas de Dios, también es verdad que Dios lo ha salvado porque le ama, y en este amor y con este pueblo débil, terco y tornadizo, debe cumplir su promesa. ¿Qué importa entonces realmente? Pues que Dios sea fiel a sí mismo a pesar de la infidelidad de Israel.
La propuesta de Dios expresa, en realidad, lo que el corazón humano vaciado de Él, quisiera realizar inmediatamente ante el mal que contempla: destruir a los que han pecado y comenzar de nuevo con aquellos que verdaderamente son justos. Si esto fuera así, tan sólo Moisés se salvaría en tanto en cuanto había estado en la montaña sagrada y no había participado en la realización del becerro. Por otra parte, la oración de Moisés expresa, en términos humanos, el deseo salvífico y misericordioso que Dios quiere realizar a favor de su pueblo. Y es ésta la que prevalece. Dios quiere que en el corazón del hombre nazcan sus mismos sentimientos de misericordia, pues sólo ésta es capaz de transformar los corazones y de liberarlos para el bien y para la fidelidad a la alianza.
Pero ¿quién es justo delante de Dios? Todos tendríamos que ser destruidos por nuestro pecado. El mismo Pablo que reconocía su cumplimiento perfecto de la Ley, confiesa su indignidad para ser apóstol porque, aunque pensaba que obraba el bien, en realidad había sido un blasfemo, un perseguidor, un insolente, es decir, un pecador merecedor de la muerte (Cf. 1Tim 1,13). Sólo la misericordia de Dios, que no es una teoría sino expresión eficaz de su mismo ser en la ida concreta y personal del hombre, le ha transformado, revestido de fortaleza y dignificado para ser apóstol (1Tim 1,12).
La misericordia de Dios se ha manifestado en su Hijo amado, Jesucristo. Él ha cargado con las consecuencias de los pecados humanos y ha obtenido para todos el perdón y la vida eterna. Pablo es consciente de esta gracia divina que él mismo ha recibido en primera persona y que servirá de ejemplo para todos cuantos creerán en Jesucristo (1Tim 1,16). Esto significa que si Dios ha tenido misericordia con Pablo, entonces ninguno puede dudar de que Dios tendrá misericordia con él si cree en dicho amor de Dios manifestado en Cristo-Jesús, si acoge a Jesucristo que es la revelación de dicha misericordia.
En el extenso capítulo evangélico de Lucas, que se encuentra en la sección del viaje de Jesús hacia Jerusalén, Jesús responde a los fariseos y escribas (Cf, Lc 15,2) sobre el porqué acoge a los pecadores y come con ellos. Y justifica su conducta considerando el obrar mismo de Dios: Dios-Padre es misericordioso y se alegra cuando alguien se vuelve a Él y acoge su amor. Las parábolas ilustran esa infinita misericordia de Dios y nos invitan a confiar en Él más allá de nuestra condición miserable y pecadora.
Dos elementos fundamentales deben ser tenidos según estas parábolas. Por una parte, la misericordia de Dios y, por otra, la necesidad existencial que todos tenemos de que nuestro corazón se vuelva a Dios y se acoja, sin fisuras, a su misericordia, convencidos y seguros de que es éste el camino de la alegría y de la vida eterna.
Es necesario aprender a alegrarnos porque Dios es misericordioso con cada uno de nosotros en particular y también con los demás. Esta alegría, que brota del corazón mismo de Dios y que nosotros recibimos, nos impulsa a ser también misericordiosos, a no quedarnos fuera del banquete de la misericordia preparado por el Padre. Los escribas y fariseos, a quienes representa el hijo mayor de la última parábola, son fieles a la alianza mosaica (que Dios les ha dado), pero esta fidelidad a la Ley les hace ciegos a la misericordia que Dios profesa hacia ellos mismos y hacia los pecadores, por eso no se alegran verdaderamente y piensan que la benevolencia divina que Jesús pretende encarnar es injusta y una transgresión de la misma Ley. Sin embargo, Jesús les enseña e invita, por medio de estas parábolas, a que se abran a la misericordia porque ésta es el corazón de la misma voluntad divina expresada en la Torah. El perdón de los pecados hace que el pecador, lleno de la misericordia de Dios, se haga capaz de ajustarse a la voluntad de Dios, de caminar por el mismo sendero de la misericordia divina.
El hijo menor, incapaz de gustar inicialmente la alegría de vivir en la casa del padre y en comunión con él y con su hermano, decide buscar la “alegría” y la vida dando rienda suelta a las pasiones carnales en otros lugares, pero su alejamiento le introdujo en el abismo de la muerte, del sinsentido, del abandono, de la tristeza, hasta encontrarse aislado de todo y de todos. Su retorno es, por eso, el regreso de un hombre que conoce la propia miseria del pecado y la indignidad de ser tratado como hijo, pero también regresa con un corazón humilde capaz de reconocerlo y de estar dispuesto a ser el último de la casa paterna porque sabe que en ella encuentra la vida y la alegría auténticas (simbolizada por el pan en abundancia y la interrelación entre el padre y los jornaleros; Cf. Lc 15,17-24). Su decisión y acción: «Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante ti. Ya no merezco se llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros”. Y levantándose, partió hacia su padre» (Lc 15,18-20), es lo que importa, la palabra y actitud fundamental del hijo menor.
El hijo mayor, por su parte, no entiende el proceder del padre, se enfada con él y no quiere entrar en la fiesta (Cf. Lc 15,28). También este hijo muestra que, en su corazón, comete el mismo pecado que el menor: está cansado de vivir con el padre, aburrido de la casa paterna y deseoso de evadirse y divertirse en fiestas. Aunque no se ha ido de casa, el hijo mayor rechaza el corazón del padre y no está en comunión con él. El padre, sin embargo, le declara paciente y amorosamente hasta qué punto le es amado, hasta qué punto está en su corazón: «Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo» (Lc 15,31). “Estar con el padre” y “poseer lo del padre” debe conducirle a tener su mismo corazón misericordioso y magnánimo y, por tanto, a entrar en la casa y a participar en la fiesta que dicho corazón sabe preparar y disfrutar.
Los fariseos y los escribas (representados en el hijo mayor) deben comprender la parábola y no murmurar contra Jesús porque acoge a los publicanos y pecadores (representados por el hijo menor). Jesús actúa de ese modo porque Dios mismo (representado en el padre) obra así. Por eso los fariseos y los escribas deben unir su corazón al de Jesús, que es el de Dios, y alegrarse porque los pecadores retornan a la casa paterna.
Al celebrar la eucaristía, todos debemos ser conscientes de que estamos ante Dios bien como el hijo mayor o bien como el menor. Pero también es cierto que ya estamos dentro del banquete e invitados a participar en él como verdaderos hijos. Dios está ante nosotros como Padre misericordioso que nos espera, dispuesto a abrazarnos, a borrar nuestro pasado miserable, y a regenerarnos como hijos en el amor y la alegría que nos tiene.