2Re 5,14-17
Sl 97(98),1-4
Lc 17,11-19
2Tim 2,8-13
Las lecturas de este domingo subrayan, entre otros motivos, dos aspectos fundamentales de la vida cristiana. En primer lugar, la obediencia a la palabra que Dios dirige a través de sus enviados, y, en segundo lugar, el agradecimiento a Dios por los dones recibidos. Una y otra son fundamentales para alcanzar la unión plena con Dios y, por consiguiente, la salvación integral o total de la persona, en cuerpo y alma.
Estos dos aspectos quedan ilustrados principalmente en la primera lectura y en el evangelio. En ambos aparecen leprosos que suplican, bien al profeta Eliseo o bien a Jesús, el Señor, ser curados de su enfermedad. El bacilo de la lepra, descubierto en 1871 por Henrich Armauer Hansen y conocido desde entonces como la enfermedad de Hansen, causaba auténtico horror en la antigüedad y abarcaba todo un amplio rango de afecciones cutáneas. En la Biblia, sobre todo a través de la legislación mosaica (Lv 13–14), la lepra adquirió un fuerte valor simbólico. No sólo se tendió a aislar a los leprosos de la comunidad, en cuanto la lepra era considerada la enfermedad más contagiosa, sino que se pasó a interpretarla como expresión de un fuerte castigo divino que recaía sobre quienes habían cometido graves y abominables pecados.
En la primera lectura, es Naamán, el alto oficial sirio, el que se acerca a Israel para ser sanado de su lepra. Es la historia de una humillación que llega a su punto más extremo cuando el profeta Eliseo, sin saludarlo ni recibirlo, le ordena aquello que tiene que hacer a través de su siervo. Naamán no sólo había tenido que acudir al rey de Israel, sino también al profeta Eliseo quien le somete a la obediencia de algo aparentemente inútil. Y Naamán, que se erguía sobre su posición de jefe mayor del ejército sirio, se humilla ante el siervo y, lejos de lavarse en las abundantes aguas de los grandes ríos de Damasco, desciende al exiguo río Jordán. Sin ritos de magia espectaculares, sin bombas ni platillos, se sumerge siete veces en las aguas de aquel pobre río. Y así, en este camino de humillación y de obediencia, se produce no sólo la curación de Naamán, sino su conversión y la sanación de su alma (que el mismo signo “bautismal” deja vislumbrar).
De hecho, el ápice de la narración es la profesión de fe de Naamán en la que manifiesta su agradecimiento al Señor, Dios de Israel: «En adelante tu servidor no ofrecerá holocaustos ni sacrificios a otros dioses fuera del Señor», y, simbólicamente, pide que le dejen recoger una carga de tierra “santa” porque, aunque resida en Siria, se siente miembro del pueblo de Dios y sus pies, durante la oración, se apoyarán sobre la tierra en la que YHWH-Dios se le ha revelado como el único Dios y salvador.
En el evangelio, Jesús no duda en romper la tradición sagrada que apartaba y marginaba a los leprosos, y se acerca a ellos para devolverlos la salud y reconducirlos a la vida civil y religiosa. Así queda incoado en el gesto que Jesús pide a los diez leprosos cuando les dice: «Id a presentaros a los sacerdotes» (Lc 17,14). Jesús está movido por la misericordia y sólo esta arranca al hombre del sufrimiento y de la humillación a la que las mismas normas humanas, vaciadas de cualquier rasgo de amor compasivo, pueden someter.
Hay ocasiones en las que Jesús ha curado de modo inmediato a un leproso, tocándolo y acompañando su gesto con la palabra (“Sí, quiero, ¡sé curado!”, Lc 5,12-16) que transforma la carne corrompida y putrefacta en carne limpia y sana. Pero en el evangelio de hoy, Jesús envía a los diez leprosos a los sacerdotes, es decir, les somete a la obediencia y les pone en camino de fe en sus palabras y, por tanto, en su persona. Es precisamente a lo largo del camino como acontece la curación. Fueron puestos a la prueba y tuvieron que creer en la promesa de Jesús para ser curados y liberados de su enfermedad y de las ataduras a las que ésta les sometía.
El milagro apunta, por tanto, a un valor más alto y profundo que queda desvelado en el retorno del leproso samaritano a Jesús. Este leproso cree plenamente, es decir, no sólo ha acogido la llamada de Jesús a ir a los sacerdotes, sino que ha reconocido que la curación de la que ha sido objeto por obedecer a las palabras del maestro se debe a que éste es el Cristo salvador en quien se eleva a Dios la verdadera acción de gracias: sólo este, dirá Jesús, regresa para “dar gloria a Dios” (reconociendo quién es Él).
Esto significa que si todos los leprosos fueron curados de su enfermedad, recibieron la salud física, tan sólo el extranjero samaritano es “salvado” por la fe: «Levántate, vete; tu fe te ha salvado» (Lc 17,19). Jesús lo deja claro en sus palabras: todos son “purificados” (verbo katharizō: limpiar, purificar) de la enfermedad y de las consecuencias de la misma; pero sólo el samaritano es “salvado” (verbo sōzō), es decir, liberado plena y totalmente del mal, no sólo físico sino también interior y espiritual, recibiendo la unión y la comunión de vida con Dios a través de su fe en Jesús.
La obediencia a las palabras de Jesús y el agradecimiento a todos los dones recibidos, empezando por el don de la vida, son, por tanto, fundamentales para recibir la salvación de Dios. Esto nos invita, asimismo, a acercarnos a los enfermos con misericordia y caridad, ofreciendo toda nuestra ayuda para que puedan ser curados de sus enfermedades, por más horrendas que éstas pudieran ser (como sucede en el presente con los múltiples tipos de cáncer, con la enfermedad del virus del ébola y con el SIDA), pero sabiendo que Jesús puede “salvar la lepra de nuestras culpas y de nuestra incredulidad”, y sanar nuestro espíritu infectado con la horrenda y esclavizante lepra del pecado.
Por último, una enseñanza importante que debemos sacar de la liturgia hodierna es la apertura amorosa que debemos tener hacia los extranjeros que vienen a nuestra nación, sin dejarnos influir por las tendencias xenofóbicas o racistas que pudieran surgir en nuestro entorno. Si es cierto que el gobierno debe legislar justa y rectamente en relación con los inmigrantes que llegan a nuestro país, también es cierto que la existencia o la falta de tal legislación no debe ser una excusa que nos impida amar al prójimo y nos introduzca en un círculo de incomprensión, intolerancia, murmuración y egoísmo hacia los extranjeros que caminan a nuestro lado por nuestras ciudades y pueblos. Dios, como vemos en la lectura veterotestamentaria, extendía su misericordia más allá de las fronteras de Israel, y Jesús no dudó en acoger a los extranjeros y de enviar a predicar la salvación a todas las gentes, entre las que nosotros mismos nos encontramos en cuanto paganos y alejados, inicialmente, del pueblo de Israel y de la salvación; e incluso Él mismo, junto con María y José, tuvo que vivir y se acogido en Egipto, en un país extranjero, por la crueldad con que gobernaba Herodes Antipas.
Por este amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones por la fe en el Evangelio, se nos invita a acoger a todo extranjero con caridad y generosidad, ayudándole, en cuanto nos sea posible, en todas sus necesidades corporales y espirituales, conscientes de que Jesús mismo se ha identificado con el forastero: “fui extranjero y me acogisteis” (Mt 25,35), y de que seremos juzgados en relación con el amor mostrado hacia él.